Sor Juana: la décima musa
Breve antología
Sor Juana Inés de la Cruz (1648, San Miguel de Nepantla, México-1695, Ciudad de México, México). La primera poeta del Nuevo Mundo, nos dice Octavio Paz, produjo nada menos que la primera gran escritura continental. Desde los tres o cuatro años, cuando aprendió a leer, hasta «Primero sueño», el largo poema alegórico, escrito en 1692, que habla de cómo el alma ha de purificarse para percibir las leyes del Universo, no hay de Sor Juana mayor testimonio ni más grande amor que los dedicados al conocimiento. No hay tampoco escritora hispanohablante más drásticamente silenciada ni producida bajo tan diversas tensiones.
A los quince o dieciséis años, recién llegada a la Ciudad de México, sus parientes la llevan a la corte y allí permanece bajo el tutelaje de la virreina, doña Leonor de Carreto, hasta que, tras ingresar primero en el convento de las carmelitas descalzas, profesa definitivamente en el convento de las jerónimas, donde una disciplina mucho más relajada le permitió dedicarle muchas horas del día a la escritura.
Tuvo en el monasterio de las jerónimas una biblioteca que sobrepasaba los cuatro mil volúmenes y las constantes visitas de las dos virreinas que sucesivamente la protegieron, Leonor de Carreto y María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga. También se relacionó allí, puesto que el convento aceptaba visitas, con escritores y otras personalidades de la época. Y fue también en el convento, conocido por sus clases de música y teatro, donde inicialmente se escenificaron las comedias y autos sacramentales de Sor Juana.
El destino conventual resultó feliz para las circunstancias de Sor Juana, quien por su condición de bastarda, criolla y pobre, no podía acceder a un matrimonio ventajoso. Es justificable cuanto se ha dudado de su vocación religiosa. Frente a la poesía de tipo cortesano, la del tema religioso resulta escasa; su pasión por el conocimiento viaja desde la escolástica hasta el Racionalismo, y por último, tal como observó Octavio Paz en Sor Juana o las trampas de la fe, «las voces femeninas que la poesía de sor Juana produce, no son propias de una monja, sino de una mujer libre de la clase alta, soltera a veces y otras, prometida, casi siempre en trato con uno o dos galanes».
Las intrigas del convento, del palacio y de la Iglesia le dieron alcance a sor Juana cuando en 1680 Francisco de Aguiar y Seijas fue nombrado arzobispo de México. Misógino, enemigo de los espectáculos públicos y escasa tolerancia en el relajamiento de las normas, pronto se enemistó con sor Juana, no sólo por su proceder, sino por una carta llamada Carta Atenagórica en la que ésta criticaba un sermón de Antonio de Vieira, a quien el nuevo arzobispo admiraba.
Atacada desde diversos flancos, sor Juana escribió una nueva carta, Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz (1691) en la que justifica el derecho de las mujeres a educarse y a escribir. El mal, sin embargo, estaba hecho: su confesor se distanció de ella tras aconsejarle que dejara de escribir; otros prelados siguieron su ejemplo, pues sacerdotes que gozaban de influencia también se lo aconsejaron, ya que su escritura, en ausencia de las virreinas, resultaba ahora totalmente impropia. En 1693 dejó de escribir y vendió su biblioteca. Murió en 1695, contagiada de una plaga que azotaba a la Ciudad de México.
La versatilidad de la obra de sor Juana resulta impresionante, sobre todo cuando se constata que el dominio técnico se encuentra por igual en todas las formas poéticas que cultivó. Y aunque educada en la tradición literaria del barroco, sor Juana ya posee la marca de su siglo racionalista; así, a la profundidad intelectual que hereda de Quevedo, Calderón, Gracián y otros, junta una extraordinaria claridad expresiva en el desarrollo de los temas. A este respecto, los sonetos de sor Juana son únicos en nuestra lengua.
Esos versos, lector mío
Esos versos, lector mío,
que a tu deleite consagro,
y sólo tienen de buenos
conocer yo que son malos,
ni disculpártelos quiero
ni quiero recomendarlos,
porque eso fuera querer
hacer de ellos mucho caso.
No agradecido te busco:
pues no debes, bien mirado,
estimar lo que yo nunca
juzgué que fuera a tus manos.
En tu libertad te
si quisieres censurarlos;
pues de que, al cabo, te estás
en ella, estoy muy al cabo.
No hay cosa más libre qué
el entendimiento humano;
pues lo que Dios no violenta,
¿por qué yo he de violentarlo?
Di cuanto quisieres de ellos,
que, cuando más inhumano
me los mordieres, entonces
me quedas más obligado,
pues le debes a mi Musa
el más sazonado plato,
que es el murmurar, según
un adagio cortesano.
Y siempre te sirvo, pues
o te agrado, o no te agrado:
si te agrado, te diviertes;
murmuras, si no te cuadro.
Bien pudiera yo decirte
por disculpa, que no ha dado
lugar para corregirlos
la prisa de los traslados;
que van de diversas letras,
y que algunas, de muchachos,
matan de suerte el sentido,
que es cadáver el vocablo;
y que, cuando los he hecho,
ha sido en el corto espacio
que ferian al ocio làs
precisiones de mi estado;
que tengo poca salud
y continuos embarazos,
tales, que aun diciendo esto,
llevo la pluma trotando.
Pero todo eso no sirve,
pues pensarás que me jacto
de que quizás fueran buenos
a haberlos hecho despacio;
y no quiero que tal creas,
sino sólo que es el darlos
a la luz, tan sólo por
obedecer un mandato.
Esto es, si gustas creerlo,
que sobre eso no me mato,
pues al cabo harás lo que
se te pusiere en los cascos.
Y adiós, que esto no es más de
darte la muestra del paño:
si no te agrada la pieza,
no desenvuelvas el fardo.
Que expresan cultos conceptos de afecto singular.
Sabrás, querido Fabio,
si ignoras que te quiero,
que ignorar lo dichoso
es muy de lo discreto;
que apenas fuiste blanco
en que el rapaz arquero
del tiro indefectible
logró el mejor acierto,
cuando en mi pecho amante
brotaron el incendio
de recíprocas llamas
conformes ardimientos.
¿No has visto, Fabio mío,
cuando el señor de Delas
hiere con armas de oro
la luna de un espejo,
que haciendo en el cristal
reflejo el rayo bello
hiere repercusivo
al más cercano objeto?
Pues así del amor
las flechas, que en mi pecho
tu resistente nieve
les dio mayor esfuerzo,
vueltas a mí las puntas,
dispuso amor soberbio,
sólo con un impulso,
dos alcanzar trofeos.
Díganlo las ruinas
de mi valor deshecho
que en contritas cenizas
predican escarmientos.
Mi corazón lo diga,
que en padrones eternos
inextinguibles guarda
testimonios del fuego.
Segunda Troya, el alma,
de ardientes Mongibelos
es pavesa a la saña
de más astuto griego.
De las sangrientas viras
los enervados hierros
por las venas difunden
el amable veneno.
Las cercenadas voces,
que en balbucientes ecos,
si el amor las impele,
las retiene el respeto.
Las niñas de mis ojos,
que con mirar travieso
sinceramente parlan
del alma los secretos.
El turbado semblante
y el impedido aliento
en cuya muda calma
da voces el afecto.
Aquel decirte más,
cuando me explico menos,
queriendo en negaciones
expresar los conceptos.
Y en fin, dígaslo tú,
que de mis pensamientos,
lince sutil, penetras
los más ocultos senos.
Si he dicho que te he visto,
mi amor está supuesto,
pues es correlativo
de tus merecimientos.
Si a ellos atiendes, Fabio,
con indicios más ciertos
verás de mis finezas
evidentes contextos.
Ellos a ti te basten,
que si prosigo, pienso
que con superfluas voces
su autoridad ofendo.
Con tina reflexión cuerda mitiga el dolor de una pasión.
Con el dolor de la mortal herida
de un agravio de amor me lamentaba;
y por ver si la muerte se llegaba,
procuraba que fuese más crecida.
Toda en su mal el alma divertida,
pena por pena su dolor sumaba;
y en cada circunstancia ponderaba
1ue sobraban mil muertos á una vida.
Y cuando al golpe de mió y otro tiro,
rendido el corazón, daba penoso
señas de dar el último suspiro,
No sé porqué destino prodigioso;
volví en mi acuerdo y dije: ¿qué me admiro?
¿Quién en amor ha sido más dichoso?
Detente sombra
Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.
Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?
Mas blasonar no puedes, satisfecho,
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho
que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra prisión mi fantasía.
No quiere pasar por olvido lo descuidado.
Dices que yo te olvido Celio, y mientes,
En decir que me acuerdo de olvidarte;
Pues no hay en mi memoria alguna parte,
En que, aun como olvidado, te presentes.
Mis pensamientos son tan diferentes,
Y en todo tan ágenos de tratarte;
Que ni saben si pueden olvidarte,
Ni si te olvidan, saben si lo sientes.
Si tu fueras capaz de ser querido
fueras capaz de olvido; y ya era gloria
al menos, la potencia de haber sido.
Mas tan lejos estás de esa victoria,
que aqueste no acordarme, no es olvido,
Sino una negación de la memoria.
Consuelos seguros en el desengaño.
Ya, desengaño mío,
llegasteis al extremo
que pudo en vuestro ser
verificar el serlo.
Todo lo habéis perdido;
mas no todo, pues creo
que aun a costa es de todo
barato el escarmiento.
No envidiaréis de Amor
los gustos lisonjeros:
que está un escarmentado
muy remoto del riesgo.
El no esperar alguno
me sirve de consuelo;
que también es alivio
el no buscar remedio.
En la pérdida misma
los alivios encuentro:
pues si perdí el tesoro,
también se perdió el miedo.
No tener qué perder
me sirve de sosiego;
que no teme ladrones,
desnudo, el pasajero.
Ni aun la libertad misma
tenerla por bien quiero:
que luego será daño
si por tal la poseo.
No quiero más cuidados
de bienes tan inciertos,
sino tener el alma
como que no la tengo.
Enigmas ofrecidos a la discreta inteligencia de la soberana
asamblea de la Casa del Placer por su más rendida y fiel
aficionada, sor Juana Inés de la Cruz.
¿Cuál es aquella homicida
que, piadosamente ingrata,
siempre en cuanto vive mata
y muere cuando da vida?
¿Cuál será aquella aflicción
que es, con igual tiranía,
el callarla, cobardía,
decirla, desatención?
¿Cuál puede ser el dolor
de efecto tan desigual
que, siendo en sí el mayor mal,
remedia otro mal mayor?
¿Cuál es la sirena atroz
que en dulces ecos veloces
muestra el seguro en sus voces,
guarda el peligro en su voz?
¿Cuál es aquella deidad
que con tan ciega ambición,
cautivando la razón,
toda se hace libertad?
¿Cuál puede ser el cuidado
que, libremente imperioso,
se hace a sí mismo dichoso
y a sí mismo desdichado?
¿Cuál será aquella pasión
que no merece piedad,
pues peligra en necedad
por ser toda obstinación?
¿Cuál puede ser el contento
que, con hipócrita acción,
por sendas de recreación
va caminando al tormento?
¿Cuál será la idolatría
de tan alta potestad
que hace el ruego indignidad,
la esperanza grosería?
¿Cuál será aquella expresión
que, cuando el dolor provoca,
antes de voz en la boca
hace eco en el corazón?
¿Cuáles serán los despojos
que, al sentir algún despecho,
siendo tormento en el pecho
es desahogo en los ojos?
¿Cuál puede ser el favor
que, por oculta virtud,
si se logra es inquietud
y si se espera es temor?
¿Cuál es la temeridad
de tan alta presunción
que, pudiendo ser razón,
pretende ser necedad?
¿Cuál el dolor puede ser
que, en repetido llorar,
es su remedio cegar
siendo su achaque el no ver?
¿Cuál es aquella atención
que, con humilde denuedo
defendido con el miedo
da esfuerzos a la razón?
¿Cuál es aquel arrebol
de jurisdicción tan bella
que, inclinando como estrella,
desalumbra como sol?
¿Cuál es aquel atrevido
que, indecentemente osado,
fuera respeto callado
y es agravio proferido?
¿Cuál podrá ser el portento
de tan noble calidad
que es, con ojos, ceguedad,
y sin vista, entendimiento?
¿Cuál es aquella deidad
que, con medrosa quietud,
no conserva la virtud
sin favor de la maldad?
¿Cuál es el desasosiego
que, traidoramente aleve,
siendo su origen la nieve
es su descendencia el fuego?
Hombres necios
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:
si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si la incitáis al mal?
Cambatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.
Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco
el niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.
Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.
¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?
Con el favor y desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.
Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por crüel
y a otra por fácil culpáis.
¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?
Mas, entre el enfado y pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.
Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.
¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?
Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.
Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.
Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.
Escoge antes el morir que exponerse
a los ultrajes de la vejez.
Miró Celia una rosa que en el prado
ostentaba feliz la pompa vana,
y con afeites de carmín y grana
bañaba alegre el rostro delicado;
y dijo: “Goza, sin temor del hado,
el curso breve de tu edad lozana,
pues no podrá la muerte de mañana
quitarte lo que hubieres hoy gozado;
y aunque llega la muerte presurosa
y tu fragante vida se te aleja,
no sientas el morir tan bella y moza:
mira que la experiencia te aconseja
que es fortuna morirte siendo hermosa
y no ver el ultraje de ser vieja”.
Diuturna enfermedad
Diuturna enfermedad de la esperanza
que así entretienes mis cansados años
y en el fiel de los bienes y los daños
tienes en equilibrio la balanza;
que siempre suspendida en la tardanza
de inclinarse, no dejan tus engaños
que lleguen a excederse en los tamaños
la desesperación o la confianza:
¿quién te ha quitado el nombre de homicida
pues lo eres más severa, si se advierte
que suspendes el alma entretenida
y entre la infausta o la felice suerte
no lo haces tú por conservar la vida
sino por dar más dilatada muerte?
Redondillas con un desengaño satírico
a una presumida de hermosa.
Que te dan en la hermosura
la palma, dices, Leonor;
la de virgen es mejor,
que tu cara la asegura.
No te precies, con descoco,
que a todos robas el alma:
que si te han dado la palma,
es, Leonor, porque eres coco.
Redondillas en que descubre digna estirpe
a un borracho linajudo.
Porque tu sangre se sepa,
cuentas a todos, Alfeo,
que eres de reyes. Yo creo
que eres de muy buena cepa;
y que, pues a cuantos topas
con esos reyes enfadas,
que, más que reyes de espadas,
debieron de ser de copas.
Redondillas que dan el colirio
merecido a un soberbio.
El no ser de padre honrado
fuera defecto, a mi ver,
si como recibí el ser
de él, se lo hubiera yo dado.
Más piadosa fue tu madre,
que hizo que a muchos sucedas:
para que, entre tantos, puedas
tomar el que más te cuadre.
Redondillas con advertencia moral,
a un capitán moderno.
Capitán es ya don Juan;
mas quisiera mi cuidado,
hallarle lo reformado
antes de lo capitán,
porque cierto que me inquieta,
en acción tan atrevida,
ver que no sepa la brida
y se atreva a la jineta.
Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz (Fragmento)
[…] no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo.
Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.
Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres –y más en tan florida juventud– es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.