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La participación de la mujer mexicana en la educación formal

Por Rosario Castellanos

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Cronológicamente están distantes los tiempos en los que se discutía los concilios teológicos si la mujer era una criatura dotada de alma o si debía colocársela en el nivel de los animales o de las plantas, de la pura materia, ansiosa de recibir la forma que sólo propia serle conferida a través del principio masculino.

La caridad cristiana hizo a la mujer la merced de concederle, al menos en teoría, una igualdad espiritual con el hombre y una susceptibilidad de salvación o de condenación a la vida eterna. Pero mientras durara la vida transitoria, en este valle de lágrimas, la mujer tendría que estar absolutamente sujeta (desde el punto de vista económico, intelectual y social) a quien fungía como cabeza de familia, que no podía ser otro que el padre, el hermano, el esposo, el cuñado, el varón que por su edad, su saber y su gobierno poseyera la autoridad máxima dentro del grupo familiar.

El ideal femenino de la cultura de occidente (la de que –en gran parte– somos herederos) presenta una serie de constantes que se manifiestan a lo largo de los siglos y varían a penas con las latitudes que abarcan. La mujer fuerte, que aparece en las Sagradas Escrituras lo es por su pureza prenupcial, por su fidelidad al marido por su devoción a los hijos, por su laboriosidad en la casa, por su cuidado y prudencia para administrar un patrimonio que ella no estaba capacitada para heredar y para poseer. Sus virtudes son la constancia, la lealtad, la paciencia, la castidad, la sumisión, la humildad, el recato, la abnegación, el espíritu de sacrificio, el regir todos sus actos por aquél precepto evangélico de que los últimos serán los primeros.

¿Qué diferencia hay entre esta mujer y la matrona romana? En ambas esta también común el rechazo del lujo, de los entretenimientos y devaneos mundanos, las relaciones ni siquiera amistosas, mucho menos erótica, con gente del sexo contrario, y aún la familiaridad con gente del mismo sexo, salvo existe un lazo de parentesco.

Durante el Medievo y el Renacimiento se continuaron y se fortalecieron tales tradiciones. Cuando Juan Luis Vives redacta su Instrucción de la mujer cristiana o Fray Luis de león escribe y describe su versión utópica de La perfecta casada no encontramos ninguna novela sustancial. El ámbito en el que transcurre la existencia femenina es el de la moral. Este hecho es el resultado de que a las mujeres se les haya reconocido que poseían alma. Lo que nunca se les había negado es que poseyeran lo obvio: el cuerpo. Así que el otro ámbito de desarrollo de la vida de la mujer será el biológico.

Animal enfermo, diagnostica san Pablo. Varó mutilado, decreta santo Tomás. La mujer es concebida como un receptáculo de humores que la tornan impura durante fechas determinadas del mes, fechas en las cuales está prohibido tener acceso a ellas porque contagia su impureza a lo que toca: alimentos, ropa, personas. Escenario en el que va a cumplirse un proceso fascinante y asqueroso: el del embarazo. Durante esa larga época la mujer está como poseída de espíritus malignos que enmohecen los metales, que malogran las cosechas y que hacen mal de ojo a las bestias de carga, que pudren la conservas, que manchan lo que contemplan. Es por eso, más que por temor a un aborto, por lo que hay que mantener resguardada a la mujer que está gestando un hijo. Y cuando sobrevenga el parto será como el rayo del castigo divino y se entablará una lucha entre el hijo y la madre en la que la sabiduría de la naturaleza dictará el desenlace.

Pero cuando el desenlace no se produce de manera oportuna y ortodoxa y están en juego las dos vidas, la ley manda salvar la vida del niño y sacrificar la otra.

Y ¿Por qué había de darse preferencia a un simple vehículo para la perpetuación de la especie y no a lo que tiene más valor: una persona? Porque es esto, personalidad, lo que aún no ha alcanzado la mujer. Pasivamente acepta convertirse en musa para que es preciso permanecer a distancia y guardar silencio. Y ser bella. Esto es, sujetarse a todos los caprichos de la moda, que unas veces la quiere obesa hasta el punto de no acertar a moverse, y otras esbelta hasta el punto de no poder ejecutar el más mínimo movimiento sin sufrir un desmayo, producido por su plausible debilidad y por la asfixia que le produce el corsé que la ciñe con ballenas de acero. Y el pie oprimido por el calzado minúsculo, y la cabeza agobiada por el peso de la peluca que, en ocasiones, requieren un ayudante para ser sostenida. Parafraseando a Sor Juana, se podría decir que cabeza tan desnuda de noticias bien merecía estar tan cubierta de zarandajas.

¿Pero es que no hubo excepciones? Naturalmente que sí. Las indispensables para confirmar la regla. Y en el punto al que estamos refiriéndonos no se trata de mujeres rebeldes sino de criaturas marginadas: las prostitutas que, si bien es cierto que no se encontraban bajo la  potestad directa de ningún hombre, también es verdad que carecían de ningún amparo legal y que no disponían para defenderse más que las armas que le proporcionara la seducción en la juventud y la astucia en la vejez. Armas que manejaban sin escrúpulos, a la desesperada, y con las que sólo lograron la victoria pírrica de sobrevivir en un ambiente que las rechazaba, las condenaba, las maldecía.

Y en el otro extremo: las excepciones sublimes de las que estaban revestidas de majestad o que exhibían los estigmas de las santas. El halo de lo sobrenatural o el centro del poder las colocaba más allá de las limitaciones de su sexo. ¡Pero fueron tan pocas que por ello resultan memorables!

Pero las otras, “la masa de perdición” que decía san Agustín, se conformaba con desempeñar, del modo más irreprochable posible, el papel que la sociedad les había asignado. Que era –además– el de las depositarias del honor masculino. La limpieza de un linaje dependía de la conducta de la esposa o de la hija, y ya no digamos la más insignificante veleidad sino la más leve sospecha de que el honor había sido mal guardado, ameritaba la punición de la muerte.

¿Qué ocurría con estas mujeres sometidas a exigencias tan altas y dueñas de los medios más precarios? Para preservar su virtud no se les enseñaba a discernir entre el bien o el mal, a reconocer el mal bajo las diferentes máscaras que adopta, ni se les instruía acerca de la mecánica de las pasiones para que adquirieran la posibilidad de manejarlas y dominarlas, sino que se las mantenía en la absoluta ignorancia y sólo se les inculcaba la práctica de ciertas devociones religiosas, una práctica que no iba más allá de una mera repetición de frases desprovistas de significado y de gestos rituales y sin sentido. Ocurría que las mujeres, incapaces de comprender la razón de las exigencias que emanaban desde arriba ni de disponer de los medios para cumplirlas, tenían que simular continencia cuando lo que las devoraba era la lascivia; desasimiento cuando estaban desvanecidas por los embelecos del mundo; honestidad cuando lo único que maquinaba era burla y su piedad fingimiento y su obediencia cinismo.

Se ha acusado a las mujeres de hipócritas, y la acusación no es infundada. Pero la hipocresía es la respuesta que ha sus opresores da el oprimido, que a los fuerte contestan los débiles, que los subordinados devuelven al amo. La hipocresía es la consecuencia de una situación, es un reflejo condicionado de defensa –como el cambio de color en el camaleón–  cuando los peligros son muchos y las opciones son pocas.

Una situación. Hemos descrito a grandes rasgos la situación europea hasta los siglos XV y XVI. Trasladamos ahora la acción al Nuevo Mundo, en el que se había desarrollado una serie de civilizaciones con sello severamente patriarcal y en el que la violencia del choque entre vencedores y vencidos llegó aun a presidir los ayuntamientos sexuales.

Recordemos que en la primera pareja de nuestros antecesores la Malinche fue entregada como esclava a Cortés y que él la usó según sus conveniencias y sus apetitos. Intérprete, madre de sus hijos, en los momentos turbulentos de la conquista. Y después –para recompensar sus servicios y darle un rango dentro de la sociedad que estaba comenzando a integrarse –esposa de un soldado.

Porque Cortés tenía el ánimo generoso y quiso premiar de alguna manera a quien tan incondicionalmente se le había entregado y tan eficazmente lo había servido. Por desgracia, el ejemplo de Cortés no fue imitado con frecuencia. La concubina india fue tratada como un animal doméstico y como él desechada al llegar al punto de la inutilidad. En cuanto a los bastardos nacidos de ella, eran criados como siervos de la casa grande mientras la esposa, venida de más allá “de la mar salobre”, gozaba de los dudosos privilegios de la legitimidad y se iba aclimatando a estas tierras en donde el amo y señor es tan absoluto que llegaba a olvidar las fórmulas de cortesía y las precauciones de trato vigentes en la metrópoli y ella se veía obligada a descender del pedestal de dama (tan laboriosamente construido por las castellanas y los trovadores del siglo XII) para convertirse en la fecunda paridora de quienes habrían de heredar las vastas encomiendas, los apellidos cada vez más largos, los títulos de nobleza, los proyectos que no alcanzaron a cumplirse en los términos de una generación, las ambiciones, los dominios, las riquezas, el poder.

Naturalmente que para cumplir con este cometido la mujer no necesita, como dijo el clásico, “elocuencia ni bien hablar, grandes primores de ingenio ni administración de ciudades, memoria y liberalidad”. Basta un buen funcionamiento de las hormonas, una resistencia física suficiente y una salud que sería otro de los dones para transmitir.

Por eso es que nadie se ocupa ni se preocupa por que las mujeres estudien. Si acaso se les enseñan los rudimentos del alfabeto y cuando surge un monstruo, como lo es para su época y sus contemporáneos Sor Juana, no habrá manera ni de clasificarla ni de asimilarla ni de colocarla. Cuando, agotada la biblioteca de su abuelo aspira a recibir la educación superior, piensa en disfrazarse de hombre para que se le abran las puertas de la Real y Pontificia Universidad, porque en sus claustros únicamente discurren graves doctores y se reúnen a discutir los problemas del ente y de la esencia y otros asuntos inaccesibles para quienes sólo han mostrado la habilidad en el manejo de la rueca.

Las condiciones permanecen más o menos idénticas varios siglos más tarde y cuando una conspiradora, doña Josefa Ortiz de Domínguez quiere avisar al cura Hidalgo que han sido descubiertos, no puede manuscribir un recado porque no sabe. Y otra de nuestras heroínas de la Independencia, doña Leonora Vicario, es tan ignorante a pesar de sus lecturas autodidactas que, en cierta ocasión en que se ocupaba de faenas de la cocina y se hirió con un cuchillo un dedo, quedó maravillada de que la sangre que manaba de la herida no hubiera sido azul sino roja, roja como la de la servidumbre que la ayudaba, roja como la de las esclavas que la servían.

Basta de anécdotas y de historia. Estamos en 1970 y la instrucción primaria aun la secundaria son obligatorias para todos los ciudadanos mexicanos y la mujer mexicana adquiere su carta de ciudadanía desde el 18 de enero de 1946.

En principio todos deben y pueden educarse. En la realidad las cosas tienen su más o menos. En una familia el factor principal que determina la oportunidad de la educación, en los niveles elementales, de sus hijos, es el factor económico. Si los medios abundan no se discrimina en función del sexo de los educandos. Pero cuando es preciso elegir quién ha de aprender las primeras letras y las cuatro operaciones aritméticas porque le van a ser indispensables para abrirse paso en la vida, se elige a los varones. A las mujeres se les adiestra en las labores del hogar y se les prepara, como se ha hecho secularmente, para el matrimonio.

Cuando el estudiante ha rebasado los límites de la escuela elemental, la familia es capaz de sacrificarse para proporcionar al varón una carrera que le permita ostentar un titulo universitario: Este sacrificio implica, en muchas ocasiones, que las mujeres quedarán recluidas en su casa, esperando la llegada del Príncipe Azul o, si se vive en un ambiente en que ya es usual la incorporación femenina a las actividades económicas nacionales, se les inscribe en la academia en las cuales se les prepara, rápidamente para desempeñar un puesto de secretaria, de contadora pública, de recepcionista, de cultora de belleza, etc. Un puesto que no exige muchos conocimientos y que por lo mismo no se paga con grandes sueldos. Un puesto que no implica grandes responsabilidades pero que también carece de perspectivas de mejoría. Un puesto que, aunque en ocasiones muy frecuentemente se desempeña durante la vida entera, se asume desde el principio hasta tal fin como si fuera provisional. Es una especie de “tente-en-pie”, algo que se hace mientras la mujer encuentra quién la mantenga y quién acepte que dependa de él. Y es precisamente esta manera de asumir el trabajo la que impide que se desarrolle en las mujeres que trabajan y que reciben un sueldo, adquirir con ello un cierto grado de independencia, que aunque es real se experimenta como ficticio.

Sin embargo, las aulas universitarias se ven alegradas, como diría una cronista de sociales, con la presencia de las señoritas. Estamos lejos de los tiempos en que los maestros de medicina legal de la Facultad de Derecho se negaban a dictar su cátedra si en el auditorio había elementos femeninos porque les parecía indelicado herir los castos oídos de las alumnas con los nombres de las partes pudendas del cuerpo humano o las descripciones de delitos que seguramente jamás habían imaginado.

Estamos lejos del momento en que Zoraida Pineda Campuzano era la primera y única mujer que asistía a los cursos de Filosofía en Mascarones y esta extravagancia era vista con condescendencia por los profesores y con un poco de burla por sus compañeros ante quienes ella exhibía siempre un atuendo irreprochable: sombrero y guantes para no permitirles que olvidaran su calidad de mujer decente, “a pesar de todo”.

No, ahora las estadísticas nos señalan que hay cuatro mil quinientos alumnas en la Escuela de Comercio y Administración de la Universidad Nacional Autónoma de México y en el resto de las instituciones privadas y las encuestas de altos estudios que existen en el país. La cifra es baja si consideramos la totalidad de la población y más aún si la comparamos con la cifra de los alumnos: treinta y un mil seiscientos. La diferencia numérica entre unas y otros es de un 14%. Una diferencia que nadie se preocupa por abatir porque todavía no se ha desarraigado el prejuicio de que la mujer que estudia es una mala inversión para el Estado, cuando el Estado es el que costea la educación y un despilfarro para la familia. Porque las estudiantes o desertan a la mitad de la carrera, traspasadas por las flechas de Cupido, o no ejercen la profesión aunque hayan recibido el título que las faculta para ello porque siguen prefiriendo el mucho más glorioso y todavía, en muchos sentidos, exclusivo, de la esposa y madre. Aunque, desde luego, un titulo es un pararrayos en caso de divorcio o de viudez. Casos de desgracia, desde luego, por fortuna todavía excepcionales. Pero hay otro del que no se habla: el caso del marido que no se da abasto para el sostenimiento del hogar y que se niega a aceptar la ayuda de su compañera porque lo considera humillante. Y ¿a cuenta de qué tiene que trabajar cuando hay un hombre que la respalda? La mujer trabaja y contribuye al sostenimiento de la casa y el marido hace como que no lo nota. Y para que no sufra mengua su autoridad, que es o que está en juego, el marido exagera sus manifestaciones y se vuelve tiránico y agresivo. Y la mujer, que no ignora que es ella el detonador de tal violencia, soporta los malos tatos porque, en muchos modos, se siente acreedora a ellos.

Contemplemos este asunto ya no a la luz de la sagrada institución del matrimonio sino según el criterio de la empresa que ha contratado a la mujer. ¿En qué actitud se presenta la que aspira a ocupar el puesto que ha visto anunciado en los periódicos? En una actitud furtiva y vergonzante. No aspira a destacar por su eficiencia sino a pasar inadvertida por su insignificancia. ¿No vaya a ir alguno con el chisme a su familia y se le venga abajo el teatrito! Y en cuanto a espíritu competitivo ¡vade retro, Satanás! Todo hombre es la representación de la figura del padre, venerable siempre, o de la del esposo, digna de mayor respeto. Así que si se encuentran en una oficina el hombre y la mujer en paridad de condiciones y él tiene un despacho más ostentoso o un nombramiento más rimbombante, a ella le parece un fenómeno natural contra el que no hay que rebelarse. Si en la misma paridad de condiciones el hombre percibe una remuneración más elevada, eso es lo normal. Por algo es hombre y tiene sus cargos, una familia que sostener, ¿no? Y si los casos delicados se le confían a él y no a ella, en el fondo del alma la mujer lo agradece. ¿Qué hubiera hecho con tal papa caliente entre las manos? Alterarse, padecer insomnio, volverse irritable… todo lo cual repercute en sus relaciones conyugales y las deteriora. Y ella, como dicen los versos inmortales del vate Díaz Mirón, nació como la paloma para el nido. Y como bien la aleccionó don Melchor Ocampo en su Epístola, su misión es la de ser como un bálsamo que cura las heridas que el hombre sufre en su enfrentamiento diario de la vida.

Pero a veces la responsabilidad no puede delegarse en otro. Como en el caso del ejercicio de la medicina, actividad a la que se dedican en México tres mil quinientas mujeres, según datos proporcionados por la Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Enseñanza Superior, contra diecinueve mil quinientos médicos, lo que da un porcentaje de 18% de diferencia en los números.

Aunque no muy reciente, y quizá ya inaplicable a las circunstancias actuales, vale la pena recordar una obra dramática de María Luisa Ocampo: su título es La virgen fuerte y la protagonista es una mujer con un carácter sólido y con una vocación muy firme, cualidades ambas que la hacen vencer todos los obstáculos que se le oponen para lograr su propósitos de consagrar su vida a la curación de los enfermos. Es una estudiante ejemplar y una profesionista escrupulosa lo cual le hace merecer la confianza de sus superiores, de sus colegas y de su clientela. Pero… el eterno pero: tiene un alma demasiado sensible en relación con los niños a los que atiende y no puede soporta ver sus sufrimientos. El clímax de la obra llega cuando la protagonista tiene que atender a un niño que sufre dolores incoercibles e incurables. El espectáculo la trastorna de tal modo que, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo y olvidando el juramento de Hipócrates y todas las leyes diversas y humanas, aplica al doliente la eutanasia, lo que no sólo destruye su vida profesional sino también su existencia como persona porque los remordimientos la sobrepasan.

Claro que se trata de una ficción y de que cualquier semejanza con sucesos y personas reales es pura coincidencia. Pero no deja de ser digno de ser observado un hecho: el conflicto latente o actual entre la potencia intelectiva y las potencias afectivas de la mujer. En La virgen fuerte el conflicto surge desde el momento en que la protagonista renuncia a su vida amorosa para dedicarse al ejercicio de su profesión. La renuncia es aquí voluntaria, deliberada porque considera ambos extremos incompatibles. Pero ¿en cuántos casos la renuncia no es impuesta desde afuera por una sociedad que todavía no admite que el desarrollo de una serie de capacidades no va en detrimento de la práctica de una serie de rutinas? ¿En cuántos casos las mujeres no se atreven a cultivar un talento, a llevar hasta sus últimas consecuencias la pasión de aprender, por miedo a la soledad, al juicio adverso de quienes las rodean, al aislamiento, a la frustración sexual y social que todavía representa entre nosotros la soltería?

Porque no se elige ser soltera como una forma de vida sino que, la expresión ya lo dice, se queda una soltera, esto es, se acepta pasivamente un destino que los demás nos imponen. Quedarse soltera, significa que ningún hombre consideró a la susodicha digna de llevar su nombre ni de remendar sus calcetines. Significa no haber transitado jamás de un modo de ser superfluo y adjetivo a otro necesario y sustancial. Significa convertirse en el comodín de la familia. ¿Hay un enfermo que cuidar? Allí está fulanita que como no tiene obligaciones fijas… ¿Hay una pareja ansiosa de divertirse y no halla a quien confiar sus retoños? Allí está fulanita que hasta va a sentirse agradecida porque durante unas horas le proporcionen la ilusión de la maternidad y de la compañía que no tiene. ¿Hace falta dinero y fulanita lo gana o lo ha heredado? Pues que lo dé. ¿Con qué derecho va a gastarlo todo en sí misma cuando los demás, que sí están agobiados por verdaderas necesidades, lo requieren? Y ¿por qué las necesidades de los demás son verdaderas y las de la soltera son apenas caprichos? Porque lo que ella necesita lo necesita para sí misma y par a nadie más y eso, en una mujer, no es lícito. Tiene que compartir, dar. Sólo justifica su existencia en función de la existencia de los demás.

Y si a la soltera le tocó en suerte estar sola ¿por qué no disfrutar, al menos, de las ventajas de la soledad? De ninguna manera. Debe arrimarse (esta es la palabra y nos evoca el refrán de que el muerto y el arrimado a los tres días apestan, lo que describe muy bien la calidad de esa condición). Debe arrimarse, decíamos, a un núcleo familiar cualquiera. Si faltan los padres quedan los hermanos o los primos o los tíos. Ellos le proporcionan el respaldo que le falta, el respeto que no merece por sí misma, que no conquistará sean cuales sean sus hazañas.

¿No estoy refiriéndome al siglo XIX? ¿O estoy concretándome a las mujeres provincianas? No. Quizás estoy pasando por algunas salvedades que yo quisiera que fueran muy abundantes pero que mucho me temo que son más bien escasas. Si algunas mujeres logran liberarse de lo que Alfonsina Storni llamó “las tenazas dulces y a la vez enfriadas del patriarcado” es porque en algunos sectores de nuestra sociedad, en algunos grupos urbanos, la familia comienza a desintegrarse. La mujer escapa aprovechando la desbandada general. Pero ahí donde la familia guarda su cohesión y su fuerza no le queda a la mujer más alternativa que la rendición incondicional o que la ruptura completa.

Y una ruptura no se logra sin un gran gasto de energía, sin desgarramientos interiores que muchas veces marcan para siempre a quien los ha sufrido pero que siempre disminuyen, mientras se padecen, la capacidad de atención que debe dedicarse a los estudios, siempre merman la posibilidad de rendimiento que habrá de lograrse en el trabajo.

Podrá rebatirse muy fácilmente citándome casos (ignoro si existen las estadísticas pero no me interesaría mucho conocerlas) de mujeres que han logrado conciliar su carrera con su matrimonio. Un milagro es precisamente la negación o la abolición momentánea de la Ley natural. Pero sí hay una estadística recogida por María del Carmen Elu de Leñero que es muy ilustrativa en tanto que nos informa quién, de los dos miembros de la pareja, decide si la mujer trabaja o no; según los datos que proporciona la mujer, es el hombre el que en un 57% de veces permite o impide trabajar a la mujer. Según el hombre mismo es él quien en un 74% de veces permite o impide trabajar a su mujer.

Si los datos en sí ya son desoladores, no resulta menos deprimente esa discrepancia. ¿Quién de los dos se engaña respecto a la libertad de que disfruta y respecto a la autoridad de detenta? Tradicionalmente hasta ahora es el hombre el que ha sido engañado por la hipocresía femenina. Si esa tradición continua vigente quiere decir que la oportunidad concedida a las mujeres de adquirir un adiestramiento, unos conocimientos, una cultura en fin, no ha hecho variar sus actividades y no la ha vuelto ni más auténtica ni más responsable porque esa oportunidad y su aprovechamiento tampoco ha modificado de una manera esencial la situación de la mujer en la sociedad, situación que continúa siendo enajenada.

Lo cual no nos interesa como cuadro de costumbres (ya nos darán su testimonio los novelistas y los historiadores de esta época de transición), sino que nos preocupa en tanto que una mujer que no ha adquirido y no se reconoce ni le reconocen la categoría de persona será deficiente profesionista. Y no importa que se nos diga que hay dos mil seiscientas químicas y dos mil doscientas cincuenta abogadas si su eficiencia está todavía en tela de juicio. Tanto es así que todavía el cliente sigue prefiriendo recurrir a los servicios de un profesionista varón. ¿Cuántos confían la construcción de su casa a una de las seiscientas sesenta y cuatro arquitectas que egresaron de nuestros planteles? Una casa es mucho dinero, muchos años de ilusiones y de privaciones como para permitir que los tire por la borda una señorita histérica o una señora obsesionada por las ausencias nocturnas de su marido. Además, de que ninguna de las dos sabrá cómo lidiar con esa plebe que son los albañiles. No, en último caso, más vale un maestro de obras. Y la flamante arquitecta se quedará con su título colgado en un despacho vacío y acabará por asociarse con una firma en la que los que dan la cara son los hombres aunque ella sea la que haga el trabajo.

Pero estoy mintiendo, podría argüirme cualquiera de ustedes. ¿Por qué no cito los nombres, tan bien conocidos y famosos de Ruth Riera, de Ángela Alessio Robles, de María Lavalle Urbina? No porque no los conozca ni porque no los admire sino porque son casos aislados, aunque añadamos el de Ifigenia Navarrete y el de Ana María Flores. Cada una en su campo muestra, como el caso de Benito Juárez (un indio que llegó a escalar la más alta cumbre en el mundo de la política y a ocupar la presidencia de la República y a ser paradigma de patriotas y espejo de gobernantes) muestra, decíamos, la posibilidad pero no la costumbre establecida, la golondrina, no el verano.

Nos movemos en un círculo vicioso. Me figuro que muchas mujeres profesionistas se preguntarán, a la hora del balance, si habrá válido la pena afrontar tantas hostilidades, correr tantos riesgos, soportar tantas humillaciones para recoger tan desigual cosecha. Y la cosecha no aumentará mientras no aumente el prestigio de quien desempeña muy bien su oficio. Y el prestigio será una resultante de la eficacia y la eficacia depende mucho del equilibrio interior. Un equilibrio interior que todo conspira a destruir.

Y sin embargo, hay que hacer algo por romper ese círculo. Lo más urgente es explotar la magnitud y la profundidad del problema. ¿Qué es lo que fundamentalmente impulsa a una mujer en México a salirse del molde tradicional y a buscar en la educación una vía para realizarse? ¿Hasta qué punto logra, por medio de la educación, la independencia económica? ¿Hasta qué punto acepta esa independencia como una conquista o la soporta como una culpa? ¿Hasta qué punto la independencia económica encuentra un correlato en la responsabilidad moral y en la autonomía social? Una mujer preparada, como se dice, una mujer que aporta su ayuda para el sostenimiento del hogar paterno y conyugal ¿recibe un trato semejante o distinto al de una mujer parasitaria? Si el trato es distinto, ¿es mejor o peor? Si el trato es peor, ¿lo acepta sin protestar? Si lo acepta sin protestar, ¿por qué? Si no lo acepta, ¿a qué se expone?

El cuestionario podría ser formulado con mucho más rigor, y por lo tanto con mucho más fruto, por un especialista en estas cuestiones. Yo sólo me guío por la intuición estética, por la observación de lo que ocurre en torno mío y por algunas experiencias en cabezas ajenas y en la propia. Nada más.

El cuestionario sería un primer paso dado en la dirección conveniente. Hasta ahora el grupo, demasiado reducido aún de mujeres que completaron su ciclo de educación superior, tiende a situarse en el lugar donde nació Sor Juana: Nepantla, la tierra de en medio, el lugar de la falta de ubicación. Hasta hora ese grupo, demasiado reducido aún, de mujeres profesionistas tiende a considerarse como integrado por criaturas mutantes, criaturas que atraviesan ese momento de transición en que se tienen todas las desventajas de lo que se ha abandonado y no se alcanza aún la posesión plena de las ventajas de aquello hacia lo que se ha entendido.

¿No contribuiría a acelerar el tránsito, a disminuir el dolor, el tener una clara y exacta conciencia de cómo está ocurriendo lo que está ocurriendo? Vivir con lucidez lo que ahora únicamente se experimenta como malestar implicaría un cambio radical de actitud interna que se reflejaría inmediatamente en la conducta exterior.

Y difundir esta conciencia por todos los medios a nuestro alcance. Los hombres son nuestros enemigos naturales, nuestros padres son nuestros carceleros natos. Si se muestran accesibles al diálogo tenemos abundancia y variedad de razonamientos. Tienen que comprender, porque lo habrán sentido en carne propia, que nada esclaviza tanto como esclavizar, que nada produce una degradación mayor en uno mismo que la degradación que se pretende infligir a u otro. Y que si se le da a la mujer el rasgo de persona que hasta ahora se le niega o se le escamotea, se enriquece y se vuelve más sólida la personalidad del donante.

Pero aún queda el rabo por desollar: lo más inerte, lo más inhumano, lo que se erige como depositario de valores eternos e invariables, lo sacralizado: las costumbres. La costumbre de una relación sado-masoquista entre el hombre y la mujer en cualquier contacto que establezcan. La costumbre de que el hombre tenga que ser muy macho y la mujer muy abnegada. La complicidad entre el verdugo y la víctima, tan vieja que es imposible distinguir quién es quién.

Ante esto yo sugeriría una campaña: no arremeter contra las costumbres con la espada flamígera de la indignación ni con el trémolo lamentable del llanto sino poner en evidencia lo que tienen de ridículas, de obsoletas, de cursis, de imbéciles. Les aseguro que tenemos un material inagotable para la risa. ¡Y necesitamos tanto reír porque la risa es la forma más inmediata de la liberación de lo que nos oprime, del distanciamiento de lo que nos aprisiona!

Quitémosle, por ejemplo, la aureola al padre severo e intransigente y el pedestal a la madre dulce y tímida que se ofrece cada mañana para la ceremonia de la degollación propiciatoria. Los dos son personajes de una comedia ya irrepresentable y además han olvidado sus diálogos y los sustituyen por parlamentos sin sentido. Sus actitudes son absurdas porque el contexto en que surgieron se ha transformado y la gesticulación se produce en el vació.

Quitémosle, por ejemplo, al novio formal ese aroma apetitoso que lo circunda. Se valúa muy alto y se vende muy caro. Su precio es la nulificación de su pareja y quiere la nulificación porque él es una nulidad. Y dos nulidades juntas suman exactamente cero y procrean una serie interminable de ceros.

Quitémosle al vestido blanco y la corona de azahares ese nimbo glorioso que los circunda. Son símbolos de algo muy tangible y que deberíamos de conocer muy bien, puesto que tiene su alojamiento en nuestro cuerpo: la virginidad. ¿Por qué la preservamos y cómo? ¿Interviene en ello una elección libre o es sólo para seguir la corriente de opinión? Tengamos el valor de decir que somos vírgenes porque nos da la real gana, porque así no conviene para fines ulteriores o porque no hemos encontrado la manera de dejar de serlo. O que no lo somos porque así lo decidimos y contamos con una colaboración adecuada. Pero, por favor, no sigamos enmascarando nuestra responsabilidad en abstracciones que nos son absolutamente ajenas como lo que llamamos virtud, castidad o pureza y de lo que no tenemos ninguna vivencia auténtica.

La maternidad no es, de ninguna manera, la vía rápida par ala santificación. En un fenómeno que podemos regir a voluntad. Y sepamos, antes de tener los hijos, que no nos pertenecen y no tenemos derecho a convertirlos en los chivos expiatorios de todas nuestras frustraciones y carencias sino la obligación de emanciparlos lo más pronto posible de nuestra tutela.

Y en cuanto a los maridos no son ni el milagro de San Antonio, lo cual es mucho más difícil de admitir, de reconocer y de soportar que esos otros fantasmas que nos hacen caer de rodillas por la gratitud o que nos echan a temblar por el miedo. Seres humanos a quienes nuestra inferioridad les perjudica tanto o más que a nosotras, para quienes nuestra ignorancia o irresponsabilidad es un lastre que los hunde. Y que para escapar de una condición que no aguantan y que no modifican porque no la entienden se dan, como lo proclaman nuestras más populares canciones, a la bebida a la perdición… cuando no desaparecen del mapa.

Pero basta de color local. Quedamos en un punto formar conciencia, despertar el espíritu crítico, difundirlo, contagiarlo. No aceptar ningún dogma sino hasta ver si es capaz de resistir un buen chiste.

Por lo demás, estamos apostando sobre seguro. De nada vale aferrarse a las tablas de un navío que naufragó hace muchos años. El nuevo mundo, en el que hemos de habitar y que legaremos a las generaciones que nos sucedan, exigirá el esfuerzo y la colaboración de todos. Y entre esos todos está la mujer que posee una potencialidad de energía para el trabajo con la que ya cuentan los sociólogos que saben lo que traen entre manos y que planifican nuestro desarrollo. Y a quienes, naturalmente, no vamos a hacer mal.

* Fragmento tomado de Obras, II. Poesía, teatro y ensayo, de Rosario Castellanos, pp. 877-890.

  D. R. © 1998, Fondo de Cultura Económica.

  Librería virtual del FCE: https://bit.ly/2DYpg4G

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Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925 - Tel Aviv, 1974). Narradora y poeta mexicana, considerada en este segundo género la más importante del siglo XX en su país. Durante su infancia vivió en Comitán (Chiapas), de donde procedía su familia. Rosario Castellanos cursó estudios de letras Universidad Nacional Autónoma de México; por esos años se relacionó con literatos como Jaime SabinesErnesto Cardenal y Augusto Monterroso. En Madrid complementaría su formación con cursos de estética y estilística. 

 

Trabajó en el Instituto Indigenista Nacional en Chiapas y en Ciudad de México, preocupándose de las condiciones de vida de los indígenas y de las mujeres en su país. En 1961 obtuvo un puesto de profesora en la Universidad Autónoma de México, donde enseñó filosofía y literatura; posteriormente desarrolló su labor docente en la Universidad Iberoamericana y en las universidades de Wisconsin, Colorado e Indiana, y fue secretaria del Pen Club de México. Dedicada a la docencia y a la promoción de la cultura en diversas instituciones oficiales, en 1971 fue nombrada embajadora en Israel, donde falleció al cabo de tres años, víctima al parecer de un desgraciado accidente doméstico. 

 

Una absoluta sinceridad para poner de manifiesto su vida interior, la inadaptación del espíritu femenino en un mundo dominado por los hombres, la experiencia del psicoanálisis y una melancolía meditabunda constituyen algunos elementos definitorios de su obra. Su poesía, en la que destacan los volúmenes Trayectoria del polvo (1948) y Lívida luz (1960), revela las preocupaciones derivadas de la condición femenina, y llamó pronto la atención de poetas y ensayistas como Octavio Paz y Carlos Monsiváis. En los trabajos tardíos de este género habla de su experiencia vital, los tranquilizantes y la sumisión a que se vio obligada desde la infancia por el hecho de ser mujer. Hay en sus poemas un aliento de amor mal correspondido, el mismo que domina el epistolario Cartas a Ricardo, aparecido póstumamente. Su poesía completa fue reunida bajo el título de Poesía no eres tú (1972). Su mundo narrativo toma muchos elementos de la novela costumbrista. Las novelas Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962) recrean con precisión la atmósfera social, tan mágica como religiosa, de Chiapas. El argumento de la segunda, una premonitoria rebelión indígena en el estado de Chiapas inspirada en un hecho real del siglo XIX, surgió de una toma de consciencia de la situación mísera del campesinado de esa región mexicana, y de su abandono a los caciques locales por parte del gobierno federal. Rosario Castellanos escribió también volúmenes de cuentos situados en el mismo registro: Ciudad Real (1960), Los convidados de agosto (1964) y Álbum de familia (1971). Estas piezas revelan, en una dimensión social, la conciencia del mestizaje, y en una dimensión personal, la sensación de desamparo que surge tras la pérdida del amor. Sus ensayos fueron reunidos en la antología Mujer que sabe latín (1974), título inspirado en el refrán sexista: "mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin", que puede considerarse representativa de su vida, su obra y su visión de la realidad.

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