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Platero y yo
Entre Rubén Darío y José Emilio Pacheco


Por Roberto Carlos Pérez

Es el año 1947. Han vuelto a la escuela los niños que un día se enteraron de la bomba atómica a través de la radio. Ante el horror, los pequeños se refugian. Un niño de la Colonia Roma, en la Ciudad de México, José Emilio Pacheco (1939 – 2014), cursa el segundo año de primaria y aprende a hablar y a escribir correctamente recitando fragmentos de Platero y yo (1914), libro ampliado en 1917.     

 

Resulta difícil catalogar la obra poética de Juan Ramón Jiménez (1881 – 1959) dentro las corrientes literarias de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, en su primera poesía resaltan las enseñanzas del Modernismo y su líder Rubén Darío (1867 – 1916).

Dueño de una intensa voz, Juan Ramón Jiménez renovó la lírica en lengua española y alumbró a la Generación del 27. Su poesía es una poesía «desnuda», a decir de su mejor biógrafa y discípula Graciela Palau de Nemes (1919); una poesía, por decirlo de otra manera, desligada de la anécdota y menos rígida en la métrica que la de sus maestros modernistas.

En su última etapa, la del exilio en Estados Unidos, Jiménez elevó una voz mística, sobre todo en Romances de Coral Gables (1939-1942), Animal de fondo (1949) y Dios deseado y deseante (1957), en el que Dios no es ni padre ni redentor, sino un estado de conciencia mediante el cual el poeta alcanza la unión espiritual con todo lo existente.

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Pero es Platero y yo su obra más conocida. A través del tierno burro Platero, Juan Ramón Jiménez nos adentra en el paisaje andaluz. Sin quererlo, nos asalta la nostalgia con la que la Generación del 98 percibió la empobrecida, aunque estoica tierra española luego de perder los últimos bastiones en América, Guam y las Filipinas.  

En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. A pesar del desastre que significó tal conflicto, ese año fue un año clave para la lengua española, idioma que, tristemente, no ha producido, como el inglés, abundantes obras sobre animales.

Pero nadie que hable el mismo idioma de don Juan Ramón debe azorarse porque a la magnífica defensa de los animales que llevó a cabo en el siglo XX el caricaturista Walt Disney (1901 – 1966) -de posible origen español-, están Platero y yo, «Los motivos del lobo», de Rubén Darío y, ya en la segunda mitad del siglo XX y primera década del XXI, la obra poética de José Emilio Pacheco, que otorgó a los animales una voz y una visión genuina, única en nuestra lengua.  

Uno de los maestros de Pacheco fue Juan Ramón Jiménez quien, mediante sus conversaciones con el burrito Platero, nos brinda poéticas descripciones de las calles de Moguer. Siguiendo la estela de don Juan Ramón, Pacheco muestra a través de un pulpo, una mosca, una luciérnaga, un gato, una araña, ya no la melancolía, sino el poder destructivo del hombre, asesino de los animales, el ecosistema y la belleza que ambos, unidos por el mundo natural, encierran.

No hay que olvidarlo: Platero y yo apareció el mismo año en que Rubén Darío publicó en Mundial Magazine su versión de la leyenda medieval sobre un lobo que mantiene aterrorizada a la región de Gubbio, en la Umbria italiana. La leyenda fue recogida por San Francisco de Asís en Las florecillas.

Tanto Jiménez como Darío se sensibilizan a través del animal: Platero es un ser dinámico y gracias a él el poeta construye una elegía del paisaje de la empobrecida España, rozando sus más íntimas emociones, mientras que Darío le otorga voz y razón al lobo en momentos en que Europa se despedazaba en la Gran Guerra.

En el poema de Darío, el lobo argumenta contra san Francisco de Asís y le deja ver que el animal no racional posee bondad y tolerancia, ya que está libre de vicios, odio, rencores y mentiras.  Así, como su maestro Darío a través del lobo, Jiménez se confiesa mediante Platero, y nos muestra la aflicción que siente por su natal Moguer y su «acostumbrada nostaljia de Andalucía».

Para 1905 el pueblo había caído en desgracia por la sequía del río que lo atravesaba debido a la explotación del cobre en las minas de Riotinto que contaminaron sus aguas. El comercio del vino y la pesca fueron afectados por el secamiento del río. Le dice Jiménez a su querido amigo:

 

Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete. ¡Qué pobreza!

 

Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes, bergantines, faluchos—El Lobo, La joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba Picón—, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles—¡sus palos mayores, asombro de los niños!—; o iban a Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre ellos, las lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de carmín... Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los ricos comen los pobres la pesca miserable de hoy... Pero el falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.

 

¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las mareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del río, color de hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella, desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre corazón las ansias, los niños de los carabineros.

                                                                                                            

(«El río», XCV).

 

Por encima de todo, al decaimiento de la ciudad se sobrepone la ruina familiar, que le trajo a Juan Ramón profundas depresiones. Los lagares del negocio de sus padres se vaciaron, pues los barcos que navegaban el río ya no podían transportar los toneles, y de la antigua casa de la Calle Nueva sólo quedó el recuerdo.

 

A Juan Ramón Jiménez, como a Juan Rulfo, le duele la tierra. Y descuella sus más profundas angustias ante la desolación de su pueblo mediante la prosa, el gran campo de experimentación modernista.

 

La poesía, dijo José Emilio Pacheco, nace con el hombre desde el primer latido de su corazón. La prosa, en cambio, se erigió a través de los siglos y es la más alta manifestación de la razón humana.

Se ha dicho falsamente que los prosistas son poetas frustrados. Habría que preguntarle a Juan Ramón Jiménez por qué le tomó ocho años escribir unas escasas cien páginas en las que cada palabra tiene alma propia. Platero y yo es un modelo de concisión, y su llana estructura gramatical hace del poema un ejemplo de cómo escribir prosa. Quizás por eso hasta los años setentas Platero y yo era utilizado en el pensum de secundaria como cartilla para aprender gramática.

Muchas son las implicaciones poéticas y religiosas que a través de Platero Juan Ramón Jiménez nos deja entrever. El poema está compuesto de viñetas cuya secuencia narrativa retratan la vida de Moguer, y la vida y muerte de Platero que transcurre de una primavera a la otra. En ese lapso asistimos a hermosas descripciones en donde la lírica se eleva gracias a las imágenes de las que el poeta se vale para dejarnos saber en qué consiste la poesía.

¿Y qué es la poesía en Platero y yo? Las mariposas blancas que aparecen recurrentemente en el poema y que aluden a la pureza del asno, la sangre que brota de la patita de Platero o del ocaso «herido por sus propios cristales», los lirios, las rosas, los nardos, las malvas, las madreselvas, el naranjal, los jazmines, los trotes de Platero y los perfumes con que el poeta crea los pincelazos para erigir la imagen poética.  

       

La poesía es también el contraste entre la ruina de Moguer y la belleza y alegría del asno. La estrecha relación entre el poeta y Platero es la gran novedad del poema, y eso hace que el libro alcance una dimensión profundamente espiritual.  

   

Pero hay algo todavía más insólito. En las novelas de caballería, que tanta fama tuvieron en la España renacentista, el que recorre las praderas, caballero andante al lomo, es siempre un caballo, como el de Amadís o el de Don Quijote, Rocinante, o incluso Bucéfalo de Alejandro Magno y Babieca del Cid Campeador.

El caballo representa la hombría y el arrojo del caballero. Sin embargo, Juan Ramón Jiménez elige a un animal despreciado y maltratado por ser una bestia de carga, pero que para él es «pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría de algodón… es tierno y mimoso igual que un niño».

El hermoso asno es para el poeta un animal de peluche en el que vierte su amor, no una bestia a la que se la da de patadas. Juan Ramón no rebaja a Platero a transportar pesados fardos sino hermosas mariposas, que vuelan como Psiquis en su doliente Moguer, y que personifican la bondad e inocencia de Platero.

 

Es justo decirlo: el lobo de Darío y los animales de José Emilio Pacheco están dentro de la gran tradición de Platero, esa en la que los animales son el medio para denunciar la maldad y poder de destrucción del hombre. Para Juan Ramón es su transido Moguer, contaminado por la avaricia del cobre; para Darío es la humanidad entera que gime en desgarradores vagidos por la sangre que corre en las trincheras europeas; y para José Emilio es la destrucción del ecosistema que ha hecho imposible la convivencia del hombre con la naturaleza.

Lamentablemente Platero y yo no forma parte hoy del pensum escolar, ni de la conciencia de la mayoría de la humanidad. De serlo, quizás la masacre de sufrientes perros callejeros, o la caza indiscriminada de tiburones, la matanza de tigres y leones en África, o el holocausto de elefantes a fin de explotar el marfil de sus colmillos, los incendios en Indio Maíz y la Amazonia en Nicaragua y Brasil, respectivamente, disminuirían considerablemente.

En 1956, gracias a las diligencias de Graciela Palau de Nemes (1919), entonces jovencísima docente de literatura de la Universidad de Maryland, y discípula de Juan Ramón Jiménez por haber sido maestro de esta universidad, la Academia Sueca le concedió el Nobel al poeta de Moguer.

Hoy podemos leer en todos los idiomas, para honra y defensa de los animales, ese inicio

memorable:

 

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.

 

Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…

           

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...

 

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:

 

—Tien’ asero... Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

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Roberto Carlos Pérez (Granada, Nicaragua). Músico, narrador y ensayista. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D. C. Además es máster en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro por Maryland University. Producto de sus investigaciones son los numerosos ensayos aparecidos en revistas nacionales e internacionales. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012), de la novela corta Un mundo maravilloso (2017), y del libro de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018).  Ha sido incluido en las antologías Flores de la trincheraMuestra de la nueva narrativa nicaragüense (2012), Un espejo roto (2014), Nicaragua cuenta (2018) y SOS Nicaragua (2019). Su cuento «Francisco el guerrillero» fue traducido al alemán y apareció en la antología Zwischen Süd und Nord: Neue Erzähler aus Mittelamerika (2014). Es también editor del libro en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco: José Emilio Pacheco en Maryland (1985-2007), de la edición crítica de la novela El vampiro (1910), de Froylán Turcios y de Breve suma (1947), antología original de Joaquín Pasos. Sus áreas de investigación incluyen los Siglos de Oro y el teatro áureo español, el Modernismo y los efectos de la guerra civil nicaragüense en la literatura contemporánea, Roberto Carlos Pérez es miembro colaborador de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y Secretario de la Delegación de Washington, D.C. de esta entidad. A su vez, es cofundador de la revista Ágrafos.

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