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El origen de la discriminación

Por Pilar Gonzalbo Aizpuru 

II LA REALIDAD Y LAS LEYES

 

Ante una situación nueva o desconocida, los individuos buscan en su memoria las referencias comparables que les puedan servir para forjarse una idea más o menos precisa de aquello a lo que se enfrentan. Las comparaciones, explícitas o implícitas, son inevitables y con ellas el juicio de valor que las acompaña. Así como al llegar a las islas del Caribe los castellanos juzgaron que los habitantes eran inocentes pero primitivos, dóciles, pero salvajes, fue muy diferente lo que opinaron al llegar a la Nueva España, donde quedaron impresionados por el orden y el nivel de organización de la vida urbana en Mesoamérica y no dudaron en considerar que los tlatoanis, señores o caciques y principales eran dignos de respeto.

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Tampoco se retrajeron de tomar como barraganas y en algunos casos como esposas, a las doncellas indias o incluso a las viudas que podían aportar una considerable dote en tierras y vasallos. En consecuencia, pudo asumirse la calidad de los mestizos como herederos del señorío y la dignidad de ambos progenitores. Los documentos de la época sugieren que así se consideraron en los primeros tiempos y, ciertamente, así se consideraron en la legislación de las últimas décadas. 

Con miras interesadas o con espíritu magnánimo se estableció un régimen por el que los indios debían vivir separados de los españoles. La experiencia de las Antillas mostraba las nefastas consecuencias de una convivencia en la que siempre salían perjudicados los nativos de las islas. En la Nueva España fueron los frailes los defensores más firmes de la separación, con la que pretendían evitar abusos de los castellanos, exigencias de trabajo superiores a lo tolerable y despojo de los escasos bienes de los indios y sus comunidades. Los atropellos habían sido numerosos e inocultables y nadie garantizaba que no seguirían repitiéndose. Hernán Cortés intentó minimizar la violencia y las tropelías y despojos cometidos por sus huestes contra indios pacíficos e indefensos, que, según sus palabras, recibieron “algunas vejaciones de parte nuestra debido al cambio de amos”.1


la violencia no fue incidental ni se limitó a hechos aislados y podría hacerse rutinaria en la convivencia cotidiana, ya que él mismo reconocía el daño causado como inevitable, puesto que “los indios, aunque no es posible menos sino recibir fatiga de nuestra conversación […]”,2 la habían sufrido, según sus palabras en grado tolerable; pero la diplomática expresión no podía borrar el hecho de que la conversación no se limitaba a palabras y ciertamente era violenta, de modo que los frailes y los funcionarios reales pidieron que se protegiese a la población nativa evitando en lo posible el contacto con los españoles. Para ordenar la difícil convivencia, se consideró imperativo establecer un orden que beneficiase a los españoles sin dejar desprotegidos a los naturales, para lo cual existía la opción de conservar en lo posible algunos aspectos de la antigua organización que los conquistadores habían admirado. Los pueblos mesoamericanos de la época prehispánica no fueron ajenos a los criterios de estratificación social. En el señorío mexica, desde el tlatoani, que ocupaba la cumbre, hasta los esclavos, en posición ínfima, existía una variedad de situaciones y categorías. En las sociedades de origen nahua que ocupaban el altiplano, los linajes nobles se habían consolidado a lo largo de los años y eran respetados sin discusión. Las manifestaciones de las diversas categorías eran múltiples y se apreciaban desde la posibilidad de gozar de mayor bienestar y de exhibir adornos y prendas suntuosas, hasta el derecho a disponer del trabajo de servidores,3 además del rango superior en la participación en los rituales religiosos.4 Entre los trabajadores del campo, la propiedad de la tierra establecía una diferencia fundamental: los nobles podían recibir tierras como pago por servicios especiales, lo que les permitía contratar labradores o renteros (los mayeque o terrazgueros), que laboraban sus tierras; y había otro tipo de agricultores, integrados en su comunidad, beneficiarios de tierras comunales y sometidos directamente a la autoridad del tlatoani. Los nobles o pipiltin, por el solo hecho de serlo podían disponer del trabajo y los servicios de los plebeyos, los macehualtin, cuyo nombre se españolizó como macehuales. En un estadio intermedio, los comerciantes enriquecidos disfrutaban de una posición superior a la de los simples macehuales, aunque igualmente distantes de los nobles, y algunos artesanos disfrutaban de una condición mejor que la de sus vecinos.5 Estas distinciones existentes en las poblaciones nahuas, bien conocidas por los relatos de los cronistas, se reproducían en forma similar en otros grupos como los purhépechas,6 los zapotecos o los mayas.7 La organización política virreinal era incompatible con la supervivencia de los sistemas de poder prehispánicos, pero durante las primeras décadas resultó útil contar con la intermediación de quienes gozaban de autoridad sobre los grupos populares. De ahí que se designasen gobernadores entre los nobles indígenas; la consecuencia de esta designación, que en apariencia preservaba viejos derechos, fue que en la práctica los anuló, puesto que si el señorío implicaba una jefatura derivada de privilegios ancestrales, la gobernación era una graciosa concesión temporal y transferible. Los gobernadores ya no eran ni volverían a ser señores por derecho natural sino por méritos y sumisión a los españoles. El señorío era vitalicio y se transmitía por herencia, mientras que la gubernatura era un cargo aleatorio cuya pérdida llevaba consigo la desaparición de todo privilegio. En palabras del oidor Alonso de Zorita, al referirse a la ruina de los señores, “una de las causas que los han deshecho ha sido haberles quitado el nombre de señores y haberlos hecho gobernadores”.8 A esto se unió la práctica frecuente de que el puesto de gobernador se le otorgase a un plebeyo, bajo cuya autoridad quedaron sometidos los antiguos nobles. Y en escalones inferiores, pero no exentos de cierto poder, se encontraban los oficiales de república, mandones o tequitlatos, encargados del repartimiento de trabajadores,9 y los temachtianis, o maestros catequistas y celadores de las costumbres cristianas, apoyados por los frailes y respetados por los catecúmenos, aunque fueran de origen humilde. Ya que gozaban de prestigio en sus comunidades, algunos nobles indígenas lograron incorporarse exitosamente al grupo español, de modo que se fundieron en pocos años las ventajas propias de los conquistadores con el poder ancestral de los señores naturales. Las mujeres no fueron ajenas a este proceso, ya que las que eran propietarias de señoríos o cacicazgos fueron esposas muy solicitadas por los conquistadores.10 Sin embargo, esta forma de incorporación, dentro del nivel señorial no fue muy duradera; simplemente los descendientes de los primeros indígenas integrados a la élite hispana se consideraron españoles. Sus orígenes prehispánicos apenas aparecieron en algunos documentos destinados a la reclamación de derechos o propiedades. Por su mismo carácter de minoría y por la caída demográfica que afectó a toda la población americana, sin distinción de categorías o linajes, la perpetuación de los privilegios de nobleza se limitó a unas cuantas familias, de modo que pocas décadas después de la conquista se esfumaron las diferencias derivadas de señoríos locales, el proceso de incorporación se limitó a las mezclas étnicas y culturales que se producían con preferencia entre los españoles carentes de fortuna y las indias igualmente desposeídas de bienes; ajenos unos y otras a pretensiones de hidalguía, sus enlaces no han dejado testimonios. Nobles y plebeyos, mexicas y zapotecos, mayas y tarahumaras, cuantos grupos y pueblos constituían el mosaico de las poblaciones indígenas, se integraron en las denominaciones unificadoras de indios o de naturales. Esta simplificación nominal de las categorías humanas y sociales fue paralela a la decadencia de la nobleza indígena, que no se extinguió, o al menos no por completo, pero sí perdió su influencia y vio reducirse sus espacios de poder local.11 El pago de tributo, obligatorio para todos, terminó de reducir la categoría de los señores. Para 1554, aunque no se podía negar la existencia de distintos niveles económicos y sociales, se consideraba que todos podían medirse con el mismo rasero: “Todos ellos pagan agora el tributo, así principales como chinantlatos, así mercaderes como hidalgos, así pobres como ricos, ninguno hay agora libertado del, si no es algún cacique que V. M. ha libertado”.12 Tres décadas más tarde, el oidor Alonso de Zorita, en respuesta al cuestionario destinado a lograr eficacia en el cobro de tributos, expuso la situación, a su juicio desastrosa y perjudicial para todos, en la que habían quedado los señores de la tierra:


“[…] todos los señores, así supremos como inferiores, caciques y principales, están tan pobres que no tienen qué comer, y están desposeídos de sus señoríos y tierras y renteros y mayeques […] y a ningún señor ni cacique acuden hoy con los tributos que solían, porque todos están desposeídos y hechos tributarios […]”.13

 

Los intereses económicos, unidos a los políticos, pesaron más que la opinión de Zorita y de los prelados novohispanos, que en carta colectiva expusieron las ventajas de mantener la autoridad de los nobles locales, quienes ya habían servido eficazmente como intermediarios y que acaso eran los únicos capaces de mantener las comunidades en orden y sosiego. Por ello recomendaron que “a los que consta ser verdaderos señores naturales de los pueblos de los indios se los mande conservar en sus señoríos, y a los que están privados de ellos […] les sean restituidos”.14 En la práctica, la mayor parte de los nobles perdió su poder, aunque muchos conservaron su prestigio; pero las autoridades españolas optaron por homogeneizarlos bajo la categoría de indios y, como medida protectora, se estableció su separación de los españoles. El relativo aislamiento de los pueblos y viviendas de los naturales en zonas rurales no admitió duda ni requirió disposiciones especiales, sino que simplemente fue resultado de aceptar una realidad: los indios, o más bien la mayoría de ellos, apegada a la tierra, seguiría viviendo en sus poblados, lo que debía ser compatible con los programas de congregaciones, se les reconocería el derecho a elegir sus autoridades locales y el control del gobierno español debería interferir tan sólo lo imprescindible en las costumbres tradicionales. Pronto se estableció la prohibición de que los españoles residieran en los pueblos de indios y se limitó el número de días que podrían permanecer en un mismo lugar cuando fueran de viaje y necesitasen detenerse. El texto de la ley subrayaba la necesidad de proteger a los indios a la vez que destacaba la desconfianza hacia el comportamiento de españoles, mestizos y mulatos:
Prohibimos y defendemos que en las Reducciones y Pueblos de Indios puedan vivir o vivan Españoles, Negros, Mulatos o Mestizos, porque se ha experimentado que algunos españoles, que tratan, traginan y viven, y andan entre los Indios, son hombres inquietos, de mal vivir, ladrones, jugadores, viciosos y gente perdida, y por huir los Indios de ser agraviados, dexan sus Pueblos y Provincias, y los Negros, Mestizos y Mulatos, demás de tratarlos mal, se sirven dellos, enseñan sus malas costumbres y ociosidad y también algunos errores y vicios que podrán estragar y pervertir el fruto que deseamos en orden a su salvación, aumento y quietud.15 Al menos desde 1550 se habían dado órdenes en el mismo sentido, pero destinadas en particular a los españoles, como consecuencia de la información recibida en la corte de que “los vagabundos españoles no casados, que viven entre los indios y en sus pueblos, les hacen muchos daños y agravios, tomándoles por fuerza sus mujeres e hijas y haciendas, y les hacen otras molestias intolerables”.16 La misma real cédula o los mismos conceptos con palabras parecidas, se repitieron en diferentes fechas, ya en nuevas cédulas, ya en recomendaciones o instrucciones a los virreyes y otros funcionarios,17 y bien sabemos que la reiteración no aumentó su eficacia.18 La separación debía cumplirse en todo el virreinato, pero sólo parcialmente se cumplió, ya que los encomenderos no dejaron de acudir a los territorios que tenían en encomienda y los propietarios de haciendas tuvieron contacto permanente con los pueblos próximos a sus propiedades. En la práctica, en el campo predominó la población indígena, así como las ciudades eran de dominio absoluto de los españoles, que imponían sus costumbres a quienes se instalasen en ellas. La inicial admiración por la cultura de los pueblos mesoamericanos dejó paso a un desprecio apenas disimulado, cuando se desmantelaron las instituciones, se destruyeron sus construcciones, se privó de poder a los señores naturales, se admitió la integración de los más poderosos y se sometió al trabajo y la pobreza a los macehuales. El aspecto físico de los indios y en particular el color de su tez influyó en la percepción de los castellanos, que los elogiaban porque no eran negros como los africanos, pero al mismo tiempo advertían que tampoco eran blancos como los europeos;19 sin embargo lo que influyó sobre todo fue la pobreza de la que, sin duda y en gran parte, eran responsables los mismos que la denunciaban. La “abstracción simbólica y simplista”20 de las dos repúblicas se manifestó en la convivencia de dos formas de gobierno local, compleja y parcialmente gestionada por sus propias autoridades la de los indios, que incluía la permanencia de elementos prehispánicos. Ya en el siglo xviii hay padrones locales que muestran cómo incluso en pueblos de indios convivían individuos de todas las castas, y aun puede suponerse que eran más de los registrados, puesto que en promedio falta el registro de la calidad del 50% de los empadronados.21 En las ciudades nunca fue completa la separación de indios y españoles, puesto que unos y otros se necesitaban recíprocamente. Estudios recientes han destacado la importancia de los barrios de indios en las ciudades, no sólo como espacios integrantes de la fisonomía urbana, con sus peculiaridades de urbanización y población, sino como entidades corporativas, con su propio gobierno, bienes y organización social; muy lejos del imaginario desorden considerado por algunos autores.22 En la ciudad de México persistió hasta el último cuarto del siglo xviii la existencia de parroquias distintas para unos y otros y se mantuvieron las autoridades indígenas mientras disminuía la población que efectivamente residía en los barrios, fuera de la traza de la capital. Cuando, tras el motín de 1692 se pretendió obligar a regresar a su barrio a los indios que vivían en el centro de la ciudad, la propuesta se mostró impracticable porque al igual que los indios vivían en la traza, originalmente destinada a los españoles, también eran muchos los criollos, mestizos y mulatos que residían entre los indios, en los barrios de San Juan, Santiago, Santa María o San Pablo.23


El único aspecto en el que la separación se mantuvo, al menos parcialmente durante más de doscientos años, se centró en la vida religiosa, tanto por las restricciones para acceder a la carrera eclesiástica como porque indios y españoles debían acudir a sus respectivas parroquias para recibir los sacramentos y eran los párrocos quienes daban a sus feligreses la constancia del cumplimiento pascual. Sin embargo, las autoridades eclesiásticas aceptaron en buena medida la política del gobierno y modificaron su actitud hacia los indios según cambiaban las circunstancias. Sin objeciones ni recelos, la junta eclesiástica de 1539 recomendó que se administrasen órdenes menores a mestizos e indios capacitados por su conocimiento de la lectura y la escritura, hablantes de lenguas locales y capaces de comunicarse en castellano. Se advertía que aun a riesgo de que después de algún tiempo optasen por renunciar a la carrera eclesiástica, a la que las órdenes menores no les obligaban, bien valdría el servicio que habrían prestado temporalmente como ayudantes de los frailes. Y, como argumento irrebatible de la aptitud para ingresar a los primeros niveles del orden sacerdotal, se advirtió que no había por qué regatearles esa opción cuando se les había dado el bautismo “que no es menor que el sacerdocio”.24 En cuanto a los mestizos, en quienes era innegable la parte de ascendencia española, se vieron afectados por el descrédito de la parte india de sus orígenes, respetable años atrás, que comenzó a verse con otra mirada en cuanto los intereses de la corona y las decisiones de sus representantes en el virreinato desdeñaron el valor de viejas culturas y antiguos señoríos, en busca de beneficios inmediatos y servidumbre incondicional. La lógica que parecía irrebatible en la primera mitad del siglo xvi, cambió apenas al iniciarse la segunda mitad, aunque es difícil pensar que los indios hubieran demostrado incapacidad o malicia en poco más de una década; lo indudable es que cada vez pesaba más el juicio de los funcionarios reales, que influyeron en el cambio en la percepción de los eclesiásticos reunidos en el Primer Concilio Provincial, en el año 1555, que se refirieron a los indios como inconstantes, de malas inclinaciones e intelectualmente torpes.25 Era inevitable que, una vez más, los mestizos resultasen herederos de esa nueva desconfianza. Con la introducción de esclavos africanos y la proliferación de los mestizos la diversificación social se había complicado, al mismo tiempo que crecía el número de españoles carentes de fortuna, los cuales engrosaban el número de los desocupados, vagabundos y malvivientes de las ciudades. En un intento de resumir la situación, el virrey don Luis de Velasco, el primero, advertía:


Hay cantidad de españoles que no quieren servir ni trabajar y se andan contratando entre los indios, de que ningún buen provecho ni ejemplo reciben los naturales […] y destos los más son labradores y gente baja que se han venido de España por no pechar ni servir y aquí no quieren trabajar […]. Los mestizos van en gran aumento y todos salen tan mal inclinados y tan osados para todas maldades que a estos y a los negros se ha de temer […] y los indios reciben dellos muy malos ejemplos y ruines tratamientos.26

 

La condición de esclavitud afectó durante algún tiempo a los indios y más tarde a los negros, que llegaron en número creciente desde mediados de siglo xvi y en mayor cantidad a partir del último tercio, con la unión política de España y Portugal, y que decayó a fines del xvii por la ruptura de aquella unión. La documentación conservada muestra que para las primeras décadas de 1600 ya eran más numerosos los mulatos que los negros. Los indios, tras los años inmediatamente posteriores a la conquista en que se compraron y vendieron junto con las minas en que trabajaban o las tierras que cultivaban, habían quedado libres de esclavitud, pero siempre sujetos a otras formas de trabajo forzoso. No fue fácil convencer a los encomenderos y hacendados de que dejasen en libertad a “sus” indios, pero finalmente las tajantes órdenes reales se cumplieron con la excepción de los cautivos “en guerra justa”. De la condición de servidumbre se pasó al repartimiento como otra forma de coacción al trabajo. “Primeramente, que dados por libres y puestos en su libertad […] se les dará a entender que son hombres libres vasallos de S. M. e no esclavos ni subjetos de servidumbre alguna; pero tengan entendido que han de trabajar […] pagándoles su trabajo”.27 Los abusos a que dio lugar el sistema de repartimiento son bien conocidos, pero aun cuando se hubieran cumplido puntualmente los turnos laborales establecidos y el pago previsto por las jornadas de trabajo, la discriminación de que eran objeto los indios, en contraste con los demás habitantes del virreinato, era evidente y así lo denunció como una injusticia flagrante fray Gaspar de Recarte, otro religioso de cuantos intentaron defender a los indios: “En la tierra hay muchos negros, mestizos y mulatos libres y otros españoles pobres y oficiales a los quales no compele la república para que se alquilen contra su voluntad”.28

Habían transcurrido algo más de cincuenta años de dominio español cuando ya fray Gaspar podía mencionar cuatro grupos (españoles, mestizos, negros y mulatos), junto a los que estaba el quinto, de los indios, a quienes se refería su alegato. Y se había generalizado el término mestizo en sustitución de la perífrasis utilizada durante los primeros tiempos, cuando se hablaba de “los hijos de españoles e indias”. Acerca de los esclavos no había la menor duda en cuanto a su ínfima condición, pero pronto hubo algunos que comenzaron a obtener su libertad por manumisión graciosa o compra y fueron muchos los pequeños mulatos, hijos de madres libres, que por lo tanto no heredaron la condición de servidumbre. Para el buen orden de la administración, de la evangelización y de la recaudación de tributos se consideraba necesario definir claramente a qué grupo pertenecía cada habitante del virreinato y para ello se encomendó a los párrocos la tarea de registrar la calidad de los feligreses de su parroquia que recibían los sacramentos. La exigencia de utilizar diferentes libros de registro de administración de los sacramentos, según la condición de los fieles, se impuso al menos desde 1585 (en el Tercer Concilio Provincial Mexicano), pero no en todos los libros. La norma distinguía por una parte los sacramentos que se administraban una sola vez en la vida (como bautismo y confirmación) o excepcionalmente más de una vez, como matrimonio y extremaunción, para los cuales no se establecían distinciones de calidad, y por otra la eucaristía, que se debía frecuentar al menos una vez al año. Con la intención de establecer un control riguroso del comportamiento de los fieles, se encargó a los párrocos la elaboración de listas destinadas a vigilar el cumplimiento pascual, que les permitirían tener un mejor conocimiento de sus feligreses. En estas listas se señalaría la calidad, además de otros datos familiares:


[…] los párrocos formen anualmente un padrón de sus feligreses. Para que los curas seculares y regulares conozcan individualmente a todas sus ovejas, y sepan quiénes son los fieles de uno y otro sexo que están encomendados a su cuidado paternal, confiesen a cada uno en sus respectivas parroquias, en las cuales se les administrará el santísimo sacramento de la Eucaristía en los tiempos que al efecto ha señalado la Iglesia; anoten en un riguroso registro a todos los feligreses mayores de diez años que corresponden a sus curatos, con expresión del sexo a que pertenecen, y de su cualidad de españoles, mestizos o negros, y de los descendientes de estos últimos: expliquen si son casados o solteros, sin dejar de asentar sus nombres, con expresión, además, de todas las cabezas de familia, del marido, de la mujer, de los hijos, de los criados, de los esclavos, y también de los pastores, de los labradores y de cualesquiera otros de sus súbditos que viven en el campo, haciendo mención en el registro del número de personas a quienes deben confesar, para que les conste con claridad. Estos registros se formarán anualmente al principio de Cuaresma en los lugares en que habitan españoles; y cuando comience la Septuagésima o antes en los pueblos o aldeas de los indios.29


La investigación en archivos parroquiales muestra hasta qué punto esta norma fue desatendida. Es raro encontrar alguno de estos padrones y, cuando aparecen, corresponden a años aislados, están incompletos y a lo sumo mencionan nombre y personas que conviven en la vivienda. Aun en la parroquia del Sagrario de la capital, en la que se conserva una serie extraordinariamente completa, si bien con abundantes vacíos, desde 1670 hasta 1816, sería imposible rastrear las calidades, situación matrimonial, ocupación y personas dependientes del jefe de familia. Son datos que rara vez o nunca se anotaron.30 Otro testimonio de excepción son los padrones de la parroquia de Santa Catarina, mucho más detallados, que se conservan a partir de 1774, cuando se había modificado la organización parroquial y el Cuarto Concilio había ratificado e insistido en las normas del anterior.31 Si los padrones de confesión y comunión no siempre se elaboraron y muchas veces se perdieron, mucho más cuidadosos fueron los párrocos en cuanto al registro de bautizos y matrimonios, si bien no tomaron en cuenta la complicación adicional de que debían indicar explícitamente la casta o calidad en cada caso particular: españoles y castas fue la división que aceptaron, aunque rara vez tuvieron claro a quién asentar en cada uno de los libros. Claro que originalmente la palabra casta no tenía la connotación peyorativa que en el mundo americano se le atribuyó. En la España medieval y moderna, casta era sinónimo de raza o linaje, incluso con un atributo adicional de respetabilidad: casta, dice el Tesoro de Covarrubias, es “linaje noble; y castizo, el que es de buena línea y decendencia, no embargante que decimos es de buena casta y mala casta […] Castizos, llamamos a los que son de buen linaje y casta”.32 


En la Nueva España de los siglos xvi y xvii, la ambigüedad del término raza abarcaba consideraciones de origen familiar, posición social y, sólo excepcionalmente, características raciales.33 Otra decisión del Tercer Concilio Provincial se refirió al trato diferenciado que se daría a los aspirantes al sacerdocio que fueran indios o pertenecientes a las castas, frente a los españoles y criollos. Pero el texto publicado, conocido y aplicado, no determinó una prohibición absoluta sino una moderada desconfianza, que los prelados deberían considerar según su opinión y dentro de la ambigüedad del texto revisado, que modificó sustancialmente la traducción correcta del decreto redactado en lengua latina.34 Lo que la simple traducción directa expresa es: “Tampoco se admitirán a órdenes yndios ni mestizos, assí descendientes de yndios como de moros en el primer grado ni mulatos en el mismo grado”.35 El texto impreso suavizó sustancialmente el alcance del decreto, que quedó en la siguiente forma: “[…] tampoco deben ser admitidos a los órdenes sino los que cuidadosamente se elijan de entre los descendientes en primer grado de los nacidos de padre o madre negros, ni los mestizos, así de indios como de moros”.36 Esta importante alteración hizo posible el cambio en la política de aceptación de indios y mestizos, manifiesta desde mediados del siglo xvii (Anexo 2).37 La adjudicación de diferentes parroquias no implicó nunca aislamiento, puesto que, si bien para los matrimonios se exigía que los contrayentes acudiesen a su propia parroquia, el registro de bautizos y defunciones no se llevó con el mismo rigor. En la práctica, en todo momento los grupos indígenas residentes en los núcleos urbanos estuvieron en contacto con españoles, mestizos, negros y mulatos, y con ellos intercambiaron mutuas influencias. Ésta es, quizá, una de las razones por las que, como recurso metodológico para explicar la posición relativa de los indios en la sociedad, algunos investigadores decidieron incluirlos arbitrariamente en la escala jerárquica de las castas.38 Contra esta apreciación, bastante generalizada, hay que advertir que los indios nunca fueron castas. Es sabido que los indios sufrían vejaciones por parte de todos los demás grupos, incluidos los negros y mulatos, que teóricamente se considerarían inferiores; frente a esa constancia, se ha deducido con un prurito ordenador, sobre el supuesto de la vigencia de las castas, que existía una escala establecida jurídicamente, la cual asignaba los peldaños correspondientes a cada categoría, que en ocasiones podía ser quebrantada. Incluso se ha afirmado, sin que se conozca ningún testimonio que lo respalde, que la falsedad en declaraciones acerca de la propia calidad era una infracción considerada delictuosa.39 El proceso lógico para llegar a semejantes conclusiones no parte de la ley para reflexionar sobre la práctica, sino que deduce de testimonios posteriores lo que se imagina que pudo haber existido, como norma o como costumbre, en etapas anteriores. Sin embargo, se impone denunciar que tal presunción no se justifica ni por la legislación ni por la práctica.

1 Carta de Hernán Cortés, citada por Peggy K. Liss, Orígenes de la nacionalidad mexicana, 1521-1556. La formación de una nueva sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 211.
2 Carta de Hernán Cortés al Emperador en 11 de septiembre de 1526, en edición de Pascual Gayangos, Cartas y relaciones de Hernán Cortés al Emperador Carlos V. Corregidas e ilustradas por Pascual Gayangos, París, A. Chaix, 1866, p. 372.

3 Pedro Carrasco, “Los linajes nobles del México antiguo”, en P. Carrasco, J. Broda et al., Estratificación social en la Mesoamérica prehispánica, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia–Secretaría de Educación Pública, 1976, pp. 19-36.

4 Johanna Broda, “Los estamentos en el ceremonial mexica”, en P. Carrasco, J. Broda et al., Estratificación social, pp. 39-66.

5 José Luis Rojas, México Tenochtitlan. Economía y sociedad en el siglo xvi, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1986, pp. 93-98.

6 Agustín García Alcaraz, “Estratificación social entre los tarascos prehispánicos”, en P. Carrasco, J. Broda et al., Estratificación social, pp. 221-244.

7 Joseph W. Whitecotton, Los zapotecos. Príncipes, sacerdotes y campesinos, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 152-194; Ralph L. Roys, The Indian Background of Colonial Yucatán, Washington, Carnegie Institution, 1943, pássim.

8 Alonso de Zorita, Breve y sumaria relación de los señores de la Nueva España, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1963, p. 128.

9 Felipe Castro Gutiérrez, Movimientos populares en Nueva España, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1990, p. 211.

10 Pedro Carrasco, “Matrimonios hispano-indios en el primer siglo de la colonia”, en Alicia Hernández Chávez y Manuel Miño Grijalva (coords.), Cincuenta años de historia en México, 2 vols., México, El Colegio de México, 1991, vol. i, pp. 103-118.

11 Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, México, Siglo XXI, 1981, p. 59.

12 “Carta de Fray Nicolás de Witte a un ilustrísimo señor, Meztitlán, 21 de agosto de 1554”, en Mariano Cuevas, Documentos inéditos del siglo xvi para la historia de México, México, Porrúa, 1975, p. 226.

13 A. de Zorita, Breve y sumaria, pp. 128-129.

14 “Peticiones de los obispos de la Nueva España ante la Real Audiencia de México. 11 de octubre de 1565”, en M. Cuevas, Documentos inéditos, p. 283.

15 La prohibición promulgada en la real cédula de 1563 fue incluida, con sucesivos refrendos, en la Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, 4 t., edición facsimilar de la de Julián Paredes (Madrid, 1681), México, Escuela Libre de Derecho–Miguel Ángel Porrúa, 1987, vol. ii, libro vi, título i, ley xxi, f. 200v.

16 Instrucciones a Don Luis de Velasco, en 16 de abril de 1550, en Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, estudio preliminar, coordinación, bibliografía y notas de Ernesto de la Torre Villar, México, Porrúa, 1991, t. i, p. 137.

17 No es difícil encontrar repetidos testimonios de la misma actitud, al menos en las Instrucciones y memorias: Memorial de Don Antonio de Mendoza a Don Luis de Velasco, su sucesor (16 de abril de 1550), t. i, pp. 100 y 137. Una vez más, al segundo Don Luis de Velasco (18 de octubre de 1607).

18 Con pocas variantes, la misma recomendación se repitió en distintas fechas. En 9 de marzo de 1671, 30 de julio de 1672, 25 de agosto de 1681, y otras; en R. Konetzke, Colección de documentos, vol. ii: 2, pp. 567-568, 585-586, 728-730.

19 Javier Ayala Calderón, El diablo en la Nueva España, México, Universidad de Guanajuato, 2010, p. 85.

20 Bernardo García Martínez, Los pueblos de la sierra. El poder y el espacio entre los indios del norte de Puebla hasta 1700, México, El Colegio de México, 1987, pp. 97-98.

21 América Molina del Villar, “Familias con indios, españoles, mulatos y castas en dos parroquias del centro de México, Teotihuacan y Jantetelco, 1768-1769”, en Margarita Estrada Iguíniz y América Molina del Villar (eds.), Estampas familiares en Iberoamérica. Un acercamiento desde la antropología y la historia, México, ciesas, 2010, pp. 165-181.

22 El estudio de varias ciudades novohispanas destaca la diversidad de formas de convivencia e integración, según las circunstancias locales y temporales. Felipe Castro Gutiérrez (coord.), Los indios y las ciudades de Nueva España, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010, pp. 105-122 y pássim.

23 Carlos de Sigüenza y Góngora, Alboroto y motín de la Ciudad de México del ocho de junio de 1692. Relación de Don…, edición anotada por Irving A. Leonard, México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1932, pássim; “Sobre los inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad”, Boletín del Archivo General de la Nación, t. ix, núm. 1, enero-febrero-marzo, 1938, pp. 12-14.

24 Joaquín García Icazbalceta, Don Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, México, Porrúa, 1947, t. iii, pp. 152-153.

25 José Antonio Llaguno, La personalidad jurídica del indio y el III Concilio Provincial Mexicano (1585), México, Porrúa, 1983, p. 35.

26 “Carta de Don Luis de Velasco, el primero, a Felipe II, en México, a 7 de febrero de 1554”, en M. Cuevas, Documentos inéditos, pp. 183-190.

27 “Borrador de instrucción del príncipe Don Felipe a don Luis de Velasco, 1552”, en M. Cuevas, Documentos inéditos, p. 170.

28 “Tratado del servicio personal y repartimiento de los indios. Por Fray Gaspar de Recarte. 3 de octubre de 1585”, en M. Cuevas, Documentos inéditos, pp. 354-355.

29 Concilio Tercero Provincial Mexicano, libro tercero, “De la vigilancia y del cuidado que deben ejercer respecto de sus súbditos, principalmente en lo que mira a recepción de sacramentos”, título i.

30 Claudia Ferreira Asencio, “Un paseo por la Ciudad de México, 1670-1816. Anecdotario de los padrones de confesión del Sagrario Metropolitano de México”, en Óscar Mazín y Esteban Sánchez de Tagle (coords.), Los “padrones” de confesión y comunión de la parroquia del Sagrario Metropolitano de la Ciudad de México, El Colegio de México, 2009, pp. 39-49.

31 Juan Javier Pescador, De bautizados a fieles difuntos, México, El Colegio de México, 1992, pp. 17-40.

32 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua, edición de 2006. El mismo significado se registra en el Diccionario medieval español. Desde las glosas emilianenses y silenses hasta el siglo xv, Salamanca, Universidad Pontificia, 1986.

33 Douglas Cope, The Limits of Racial Domination, pp. 50-53.

34 La edición ordenada por el arzobispo Juan Pérez de la Serna, en 1622, y la de Francisco Antonio de Lorenzana, 1770, mantuvieron el texto original latino, pero con diferente traducción castellana. Esta cuestión fue analizada por Stafford Poole, “Church Law Ordination of Indians and Castas in New Spain”, Hispanic American Historical Review, 61:4, 1981, pp. 637-650.

35 Decretos del Concilio Tercero Provincial Mexicano (1585), edición histórico-crítica y estudio preliminar por Luis Martínez Ferrer, Zamora, El Colegio de Michoacán–Universidad Pontificia de la Santa Cruz, 2009, pp. 244-245. El texto en latín: “Inde etiam, nec Mixti, tam ab Indis, quam a Mauris, necnon ab illis, qui ex altero parente Aetiope nascuntur descendentes in primo gradu, ne ad ordines sine magno delectu, non admittantur”.

36 Concilio Tercero, pp. 56-57.

37 El documento, localizado en el Archivo de Indias, fue reproducido por Lino Gómez Canedo, La educación de los marginados durante la época colonial, México, Porrúa, 1982, pp. 380-382. También en Antonio Muro Orejón, Cedulario americano del siglo xviii: colección de disposiciones legales indianas desde 1680 a 1800, contenidas en los cedularios del Archivo General de Indias, Sevilla, Archivo General de Indias, 1956, pp. 602-605. Los párrafos iniciales de la real cédula de Carlos II, en el Anexo II.

Este capítulo fue extraído del libro La sociedad novohispana: estereotipos y realidades publicado por el Colegio de México. Ágrafos agradece a las autoras y al Colegio de México por el permiso otorgado para su reproducción. 

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Pilar Gonzalbo Aizpuru (España, 1935). Maestra y Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México, profesora-investigadora en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, investigadora emérita del Sistema Nacional de Investigadores y premio nacional de ciencias y artes 2007. Los intereses de la Dra. Gonzalbo se centran en temas relacionados con la historia cultural: la familia, las mujeres, la educación, la vida cotidiana y los sentimientos. A ellos se refieren sus nueve libros de autoría personal y más de veinte como editora o coordinadora de obras colectivas en las que ha trabajado junto al grupo que colabora desde hace más de dos décadas en el seminario de historia de la vida cotidiana. Entre los títulos de la obra personal se pueden mencionar: Las mujeres en la Nueva España. Educación y vida cotidiana (1987), La educación popular de los jesuitas (1989), Historia de la educación en la época colonial, 2 tomos (1990), Familia y orden colonial (1998), Introducción a la historia de la vida cotidiana (2006), Vivir en Nueva España (2009), Educación, familia y vida cotidiana en México virreinal (2013) y Los muros invisibles. Las mujeres novohispanas y la imposible igualdad, 2016. En cuanto a la dirección de obra colectiva es fundamental la serie de 5 tomos (6 volúmenes) de Historia de la vida cotidiana en México (2004-2006), que reúne 92 artículos de historiadores especialistas en los temas y épocas desde el mundo prehispánico hasta la segunda mitad del siglo XX. Los últimos libros del seminario son: Amor e historia y Espacios en la historia.

Maestra, conferencista y participante en congresos, simposios y reuniones académicas, ha procurado difundir el interés por el conocimiento de la historia cultural de México y de Hispanoamérica.

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