top of page

CAPÍTULO 2:

El pescador de sirenas
 

Por Oscar Estrada

Entrevista a Antonio Callejas Tegucigalpa, 16 de noviembre de 1934. 2:30 p.m.

Casa de don Antonio Callejas, barrio El Jazmín

 

—¿Ya puedo hablar?

—Sí, hable. Estoy grabando.

—¿Y todo lo que digo queda allí, en esas cintas?

—Así es, todo.

Underwater

—Qué raro, nunca había visto una máquina de esas. Mi hermano dice que el general Reina usa una máquina alemana en los interrogatorios que hacen a los liberales, y que luego le pasa las cintas al general Carías. Pero yo nunca había visto algo así. ¿Es muy cara?

—Sí, lo es. Hábleme de Juan Ramón, don Antonio.

—¿Le he contado por qué lo mandaron a la escuela de míster White?, —preguntó y luego sin esperar mi respuesta inició su relato.

—Una vez iba montando a caballo a puro lomo, con la cabeza hacia la cola y gritando barbaridades en contra de los mohicanos. Éramos un grupo de niños que siempre le seguía a donde fuera, por eso, porque nos hacía reír. Ese día que le digo, Juan Ramón perdió el control del caballo y fue a dar a la ventana de la pulpería de doña Ventura Velázquez, a quien todos conocíamos por gruñona y mala gente. Juan Ramón cayó sobre el mostrador y derribó las botellas de miel de palo y toda la mascadura.

«¡Cipote del demonio, ya vas a ver!», gritó la señora, al ver el desastre en todo el piso de la pulpería. Juan Ramón se disculpó como pudo, sacudiéndose las nalgas pegajosas de miel. Doña Ventura estaba como el demonio de enojada y amenazó con quejarse ante el gallego Federico. Tomó una escoba y apuntó a la cabeza de Juan Ramón, quien con una habilidad felina salió de un salto por la misma ventana, perdiéndose por la primera avenida. La pobre doña Ventura lo siguió por un rato, hasta que se cansó y volvió refunfuñando.

Todos le temíamos a don Federico. Conocíamos los duros castigos del gallego. Más de alguna vez escuchamos al pequeño Juan Ramón suplicar piedad ante la mano implacable de su padre. Ese día, Juan Ramón sabía que su papá lo estaba esperando en la estancia de la casa. Tardó en llegar, llegó incluso a proponerme que nos fuéramos a El Salvador, pero me dio miedo. Usted sabe, yo era también solo un cipote.

Cuando llegó a su casa, al entrar a la pequeña sala, Juan Ramón vio a su padre sentado, con su rostro sombrío en las tinieblas. El viejo le preguntó dónde había estado y Juan Ramón le dio alguna excusa. Esto me lo contó él, mucho después. Don Federico le contó que doña Ventura le había ido a cobrar la miel, y que ya estaba cansado de tantos problemas. Porque le puedo asegurar que Juan Ramón se metía en problemas todo el tiempo, y la pobre doña Juana sufría demasiado. Fue allí cuando don Federico le informó que ya había hablado con míster White para que lo aceptara en la escuela.

—¿Cómo era la escuela de míster White?

—Era un hombre duro, de origen irlandés. Huyó de la derrota confederada en la guerra civil estadounidense y se instaló en nuestra tierra, donde formó una escuela tan estricta que el látigo nudoso y la regla constituían parte del material didáctico. Sus métodos de enseñanza eran famosos. «Míster Black», le decíamos, pensando en él más como monstruo que como hombre.

—¿Míster Black?

—Sí, míster White. Un juego de palabras de Juan Ramón. Era largo en el talle, alto y con una cabeza pequeña. Su pelo reseco era como un nido de pájaros.

 

Los ojos avecinados, tan hundidos y oscuros. No tenía nariz, y según Juan Ramón, aquello se debía a que se la había comido algún resfriado o se la habían arrancado en la guerra. Usaba una barba descolorida y los dientes... le faltaban no sé cuántos dientes. El gaznate largo como de avestruz, con una nuez muy salida. Los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una.

Él no salía mucho de su casa. Tenía un indio que hacía sus mandados por él. Pero todos lo conocíamos y su imagen nos aterraba. Parecía un tenedor o un compás, con dos piernas largas y flacas.

La mañana de ese día de enero, Juan Ramón y su padre salieron de su casa. Adelante iba don Federico con su soberbio andar peninsular, atrás iba el pequeño poeta con la cabeza baja, cargando la bolsa con las pertenencias básicas que su madre le había preparado. Nosotros lo seguíamos de cerca, bordeando las esquinas para evitar ser vistos por don Federico. Queríamos ver por última vez a nuestro amigo, pero de lejos, porque teníamos miedo de que nos encerraran con él.

—¿La escuela estaba cerca de aquí?

—Estaba por el puente Mallol. Era un caserón antiguo de altas paredes de adobe y techos de teja colorada, unas ventanas pequeñas cubiertas de telaraña y una enorme puerta de dos hojas que para abrirse requería la labor de cuatro niños. Fue construida por el propio Narciso Mallol a principios de siglo, con el propósito de servir para el cuartel de policía. Luego decidió venderla para hacerse de fondos para construir el puente, porque el tesorero municipal, José María Midence, se escapó con más de diez mil pesos, dejando la ciudad en banca rota. El caserón pasó entonces a ser residencia, luego almacén, bodega, caballeriza, hasta que míster Black la compró y la reconstruyó a medias con el dinero que trajo de la venta de su finca en la destrozada Atlanta.

Una vez pasé frente a la casa de míster Black, meses antes de que la derribaran, cuando la desnarigada había reclamado ya el alma del maestro confederado. Puedo asegurarle que sentí todo el miedo que el Juan Ramón de 10 años sintió aquella mañana de 1886.

—Usted me dijo que Juan Ramón le envió una carta que hablaba sobre la escuela de míster White. ¿Puedo verla?

—Así es. Aquí la tengo.

Antonio me pasó el manuscrito de Juan Ramón, lo revisé, y luego de la primera leída descubrí que era el texto que Froylán Turcios publicó en Tierras, Mares y Cielos, aquella edición financiada por el Congreso Nacional.

 

Tegucigalpa, 10 de junio de 1898

Estimado Antonio:

Te pido disculpas por mi altercado con tu padre el día de ayer. A veces ese tema de la educación me hace salir de mis casillas. Espero sepas disculparme. Pero que haya puesto al nefasto míster Black como un modelo a seguir en el proyecto de educación que piensa impulsar el general Sierra cuando asuma la presidencia, simplemente es inaudito.

Creo que si volviera al lugar donde estuvo la escuela de Mr. Black, se me despertarían extrañas reminiscencias de mi memoria tal como le sucedió en Londres a Edgard Allan Poe, al volver a visitar la escuela del dómine Brandsby; pero, aunque volviese allí, tendría que hacer un gran esfuerzo mental para reunir los pensamientos que abandoné hace doce años en el vetusto caserón, porque hoy, en el lugar de él, álzase un elegante edificio moderno, donde se oyen sonoras carcajadas femeniles y música de instrumentos de cuerda, en vez de los ayes de los párvulos martirizados por las disciplinas del ogro, que durante el día nos enseñaba aritmética, y por la noche, a la luz agonizante de una lámpara de alquimista, nos hacía rezar el rosario, de rodillas sobre las baldosas de la celda que le servía de cuarto. Creo innecesario decir que cuando alguno de nosotros cabeceaba, rendido por el sueño, era agarrado de la oreja por la mano de Mr. Black, y columpiado cerca del techo, donde se despertaba dando alaridos. Poniéndolo en el suelo otra vez, el gigante continuaba su interminable rosario, con voz monótona y pecata, golpéandose el pecho, mientras nosotros nos veíamos a hurtadillas llenos de terror.

Para figurarse con verdad a Mr. Black, hay que describir el edificio de su escuela, tal como era cuando yo viví en él durante tres años mortales, que no olvidaré ni en la otra vida, con ser que allí se olvida todo. Imagináos una antiquísima casa, llena de telarañas, con las tejas cubiertas de musgo y con el patio empedrado de guijarros volcánicos, probablemente del período paleolítico; patio desconocido de los pájaros del cielo y donde jamás había nacido una sola flor. Horribles paredones negros aislábanos de toda comunicación con las vecinas casas, y sólo de cuando en vez, por una rara casualidad, asomábase a él, desde lo alto, uno que otro gato perdido, que lo examinaba atentamente lleno de asombro, con los bigotes erizados, huyendo en seguida a grandes saltos. Los murciélagos y las lechuzas, a la luz de la luna, aleteaban en él; los ancianos pilares proyectábanle sus sombras y los grillos lo asordaban con sus monótonos chirridos. en las noches tempestuosas el viento aullaba sobre el edificio, sacudiendo aquella vieja armazón, cubierta del polvo de cien años, como si quisiera arrastrar su descarnado esqueleto de vigas. El sol, por la mañana, apenas calentaba aquellos corredores húmedos, donde sonaban huecas las pisadas y los ratones tenían sus agujeros. Un fuerte olor a moho, a vejez, a hongos podridos, se cernía de continuo en aquel ambiente, que, como el agua de ciertas fuentes las raíces que va mojando, tenía la cualidad de petrificar lentamente las carnes de los niños, dándoles el color de la piedra pómez y cubriéndolas de un polvillo terroso.

A esa maldita escuela fui llevado un día de enero, a las ocho de la mañana, cuando apenas contaba diez años. Al entrar, volví maquinalmente los ojos a la calle, que no volvería a ver más, para despedirme del tibio sol que bañaba las paredes de las vecinas casas; de dos o tres pilluelos, mis amigos, ustedes, que me habían seguido de lejos con caras tristes; y de dos bueyes gordos y mansos, que pasaron en aquel momento, repletos sin duda de jugosa yerba y de felicidad. Cuando entré a la sala de clase, completamente desmantelada, varios niños volvieron tímidamente los ojos hacia mí, apartándolos de sus pizarras, donde probablemente resolvían un problema. Eran como veinticinco, sentados en bancos de pino. Reinaba un profundo silencio, apenas interrumpido por el chirrido de los pizarrines al trazar las cifras o por la tos tímida de alguno de aquellos infelices, en cuyos semblantes se pintaba el miedo.

Mr. Black, a quien no conocía sino por la terrible fama que gozaba entre los párvulos de las escuelas, estaba inclinado en ese momento sobre una gran mesa, donde se veía algunos libros de tiempos remotos, una palmera enorme, un ancho tintero de barro y unas disciplinas de cuero de res, negras, horribles y nudosas, que conocían las espaldas de una generación de niños. De lejos veíase únicamente la parte superior de su cabeza puntiaguda, cubierto de un pelo crespo y gris. Como sintiera mis pasos en la puerta, se enderezó, y dijo con una voz seca, que zumbó ásperamente en mis oídos: ¡Entre! Yo entré lleno de pavor, aunque cruzó por mi mente la idea de escaparme a todo correr por la calle próxima.

Desde esa hora, después de algunas explicaciones en que se habló de mi carácter fuerte, de los latigazos que debía darme aquel verdugo para domarme, y de otras cosas por el estilo, quedé incorporado a aquella sucursal de la Inquisición, y empecé, para evitar pérdida de tiempo, a copiar allí mismo el problema que estaban resolviendo mis compañeros de infortunio. Era una maldita resta, por la que se trataba de averiguar cuántos años tenía el maestro. Los números, rígidos y estirados, escritos con tizate por la mano de Mr. Black, destacaban como enjutas figuras geométricas en el fondo negro del pizarrón. Cada uno de ellos era el retrato del que los había trazado con los huesos largos y los dedos de su mano, capaz de perforar una mesa con un solo impulso. Si aquellos números, casi misteriosos, parecidos a jeroglíficos egipcios o a fórmulas mágicas, se hubiera juntado por el capricho de un hechicero, indudablemente que la silueta angulosa de su autor habría aparecido de repente en el pizarrón. Yo no podía imaginarme aquellos guarismos, sin imaginarme a Mr. Black, y viceversa. Entre él y ellos había un lazo invisible, una relación misteriosa, un parentesco raro. Eran sus hijos, sus esclavos. Parecía que estaban doblegados a su voluntad, que obedecían sus caprichos, que estaban ciegamente a sus órdenes. Si él hubiera dicho con su terrible voz: ¡Números: a la mesa!, los números, desprendiéndose como por encanto de su puesto, irían en seguida a colocarse en ella, respetuosamente inclinados. Si él les hubiera dicho: ¡Números: a mi cabeza!, los números, subiéndose por sus largos brazos, entrarían en ella por su boca, por sus orejas, por su nariz y por sus ojos: tal homogeneidad existía entre aquel hombre y aquellos guarismos.

Como ninguno de nosotros resolvió el problema de encontrar su edad cosa del todo imposible, porque sin duda se le había muerto de vieja, —o tal vez nunca la tuvo, lo que es más probable— lenvantóse de su taburete, y después de dar de latigazos a los más grandes, cogió el tizate y se dirigió al pizarrón. Los números, viéndolo acercarse, hicieron una mueca, que era una sonrisa, alineándose gravemente sobre la horizontal. Entonces pude verlo y considerarlo bien. Era un hombre cerbatana, como el Dómine Cabra de Quevedo; una alta osamenta cuyos huesos chocaban a cada instante; una como momia colosal, metida en una levita milagrosa, del color de las miserias, cortada por la desgracia, raída por el hambre y empolvada por el tiempo. Sus pantalones de panilla ocultaban una piernas inverosímiles y temblorosas, que parecían de avestruz, o, con más verdad, de alambre, cuyas choquezuelas crujían a cada momento; temíase que los tales órganos de locomoción se quebraran como una caña. Su calzado de zuela, con señales de muchos remiendos de zapatero viejo, veíase cortado sobre los dedos, por temor de los callos, que tenía muchos y muy grandes. La pechera de una camisa, o de una mugre que parecía tal, enemiga de lavanderas y desconocida del agua, mal vista por la plancha, asomábase por entre el chaleco, o centro, como decía él, flojo sobre su abdomen inverosímil, digo, sobre su espinazo, porque lo que es vientre no tenía, ni le hacía falta para maldita cosa. No tenía color su rostro, sino era cuando montaba en ira, que entonces se bañaba del de la muerte, aunque de por sí estaba de pecas y de cicatrices. Terminaban sus flacos brazos en manos más flacas, que terminaban en dedos más flacos aún, de donde salían diez uñas enflaquecidas de tanta flaqueza; cada dedo, así como aquella uña negra, era a propósito para gancho de tridente del diablo. La cabeza, cabo de aquella tranca de hombre, era nido de terquedades, terreno ingrato para retóricas, bosque virgen para los peines, refugio seguro de las pulgas proscritas de su pescuezo. Bajo sus párpados llenos de fatiga, palidecían sus ojillos miopes, defecto que favorecía nuestras risas desde lejos, aunque a veces, por solo un culpable, caía látigo sobre chicos y grandes. Por entre las ventanas de su nariz de lobo, veíase un vello color de tierra, pareciendo que dos arañas tejieran sus telas allí. A los lados, dos patillas anémicas, queridas del desaseo y viudas sin consuelo del jabón, caían melancólicamente sobre su mandíbula inferior, que a veces se doblaba sobre su pecho, digo, sobre sus costillas, que podían doblarse sin duda sobre su espinazo, que a su vez lo haría sobre sus piernas; tal facilidad para ello indicaba aquella armazón de resortes. Sus grandes orejas parecían conchas de ostras; su boca, o, mejor dicho, la abertura que hacía de tal órgano, entreabríase y mostraba un colmillo negro y encorvado, semejante a una bruja en el fondo de su cueva; y su pescuezo arrugado, estirábase como el de ciertas aves de rapiña en dirección del menor ruido. Sentado me pareció un número 4; de pie, un gran número 1; y encogido sobre el pizarrón, un número 7.

Resuelto por Mr. Black el problema de averiguar los años que tenía, salió tal cantidad, que él mismo no dejó de asombrarse, con ser que hacía un siglo que no llevaba la cuenta. Después me dijeron que no tenía edad, y hasta que no era hijo de mujer, como todos los hombres; pero esto nunca lo creí del todo. Ni tampoco que tuviera pacto con el diablo; ni que no comía carne de puerco ni de vaca, sino ratones tiernos y alguna que otra lechuza; ni que su levita le creció con los años —y en eso sumaron siglos— como la túnica inconsútil de Nuestro Señor Jesucristo; ni que, en un arcón viejo, al lado de la tarima donde dormía con un ojo abierto y el otro cerrado, tenía calaveras y canillas de muerto, con unos pergaminos que contenían secretos de cábala. Todos esos rumores, dichos al oído de los alumnos, contribuyeron a que le cobrara un supersticioso terror a Mr. Black, que se aumentó cuando oí asegurar que había nacido antes del Diluvio, y que se salvó de la catástrofe, escondiéndose en el arca, entre las jirafas y los camellos, por lo que no llamó la atención de Noé. Algunos dudaban de esto; pero tenían por cierto varios astrólogos caldeos, según constaba de un ladrillo cuneiforme encontrado en las ruinas de Nínive, lo vieron con la misma levita en la torre de Babel. No faltaba quienes aseguraban, fundándose en un jeroglífico de una de las galerías de Menfis, y firmado por un sacerdote de Isis, que en tiempo de uno de los Faraones había tenido la ocupación de envolver y pintar momias; pero la versión más racional, y que merece entero crédito, es la que cuenta que vino a América escondido en el fondo de uno de los buques de Colón, saltando a hurtadillas a tierra de Honduras en Punta Caxinas, y que después, corrido el tiempo, dedicóse con tesón a enseñar las cuatro reglas a los niños, ayudado asiduamente por la palmeta y las disciplinas, que después supe apreciar en su justo peso y valor.

 

Tuyo, JR.

69577380_1092269207644612_32970843740878

Óscar Estrada (Honduras, 1974). Es guionista, novelista y abogado. Productor de radio novelas y documentales sociales. En 2008 dirigió el largometraje El Porvenir. Ha publicado los libros Honduras, crónicas de un pueblo golpeado (2013), la novela Invisibles (2012) y más recientemente su colección de cuentos El Dios de Víctor y otras herejías (2015). Fundador de la revista Lastiri. Actualmente dirige la editorial con sede en Washington, D.C. Casasola Editores y es director del periódico digital El Pulso.

bottom of page