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  NARRATIVA  

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La venganza
Por Óscar Estrada

El Cacique Huantepeque asesinó a su hermano en la selva, lo quemó y guardó sus cenizas calientes en una vasija. Los dioses mayas le presagiaron que su hermano saldría de la tumba a vengarse, y el fratricida, temeroso, abrió dos años después el recipiente para asegurarse que los restos estaban allí. Un fuerte viento levantó las cenizas, cegándolo para siempre.  

 

El Vengador, Óscar Acosta (1933-2014) 

***

Rápido se corrió la noticia de la llegada de los hijos del cacique Huantepeque. Volvían al pueblo después de años de ausencia. Partieron siendo casi unos niños por mandato de su padre, a conocer la tierra detrás de las montañas, sobre el lago que robaron los patos a principios del tiempo, allá a donde termina el mundo a orillas del gran río salado. El anciano  Huantepeque, gobernante del gran pueblo de los hombres, preparaba su último viaje para reunirse con sus ancestros y sus hijos venían a despedirle. 

Entró Clautli a la ciudad al frente de una imponente procesión de guerreros maquillados para el combate, llevaban consigo lanzas, arcos y flechas adornadas con plumas de papagayos y quetzales. Los niños los miramos con asombro, al centro de la procesión, bello y gallardo, ataviado con un lujoso traje de joyas de jade, iba el gran Clautli. Frente a él guiaba el camino el tamborilero, que abría el paso al son de un elegante tambor de piel de venado. 

—Cuautli tiene el derecho de ser el heredero —decían los ancianos del pueblo—, son los primogénitos los llamados por los dioses para gobernar. 

Atrás venía Xocoyotzin, el menor hijo de Huantepeque; ejecutaba una ocarina que sonaba a pájaro de Okin Ajval. Era sencillo su traje blanco de manta, simple su andar. Pero nosotros apenas le notamos, encantados como estábamos con el tambor de Cuautli. 

Les vimos llegar a la escalinata, saludarse con cariño, como se saludan los hermanos después de muchos años de no verse. Juntos subieron a la casa de Huantepeque que los espera sentado en el trono. 

Era extraño ya mirar al ciego Huantepeque, se había refugiado en su casa desde hacía muchos años. La ceguera, que inició un día en el bosque, fue aumentando con el tiempo y lo sumía en una oscuridad total. Desde allí gobernaba. Los mayores que recordaban haberlo visto describían sus ojos blancos y duros como los de una estela. 

Yo me escabullí al palacio, escapando de mi madre y entré al salón por la puerta de los sacerdotes. Quería escuchar lo que hablaban Huantepeque y sus hijos. 

El cacique estaba feliz, si bien parecía preocupado, recibió a sus hijos sonriendo. Mi hermana Yamil llevó un huacal para lavarles los pies, como era costumbre hacer con los viajeros. Mientras se aseaban, Huantepeque  y sus hijos conversaban sobre la cosecha y los ciclos de la luna. 

—Los dioses auguran años difíciles para nuestro pueblo —dijo Huantepeque, luego de un rato. Con una mano indicó a las mujeres que se retiraran y lo dejaran solo con sus hijos. 

Mi hermana, que me había visto desde que llegué, discretamente me indicó a que saliera con ella, pero yo la ignoré.

—En mi sueño un niño corre por la selva hasta llegar a la playa —continúo Huantepeque. El anciano se levantó de su silla. Xocoyotzin se levantó para ayudarlo tomándole del antebrazo. Cuautli, que estaba a un lado viéndolos moverse, se levantó también y con un movimiento hágil desplazó a su hermano menor como lazarillo del anciano. Juntos salieron a la terraza. 

—En la playa había una enorme canoa de colores —continuó Huantepeque, describiendo su sueño—. Del vientre de la canoa un grupo de hombres brillantes bajaban vestidos como pájaros. Los hombres pájaros tenían manos de hierro, sus dedos de navajas chorreaban sangre. Yo levanté la vista y vi que en el suelo habían muchos muertos. Los hombres pájaros reían. Sus dientes eran amarillos y sucios como los de los monos.

Yo, que podía oír claramente las palabras de Huantepeque, sentí miedo.

—Gobernar no es fácil —dijo el anciano luego de un largo silencio—. Las guerras son duras y dolorosas, las sequías abren surcos en la tierra y las llenas de los ríos arrasan pueblos enteros. El gobernante debe guiar por los momentos difíciles, ser el primero en sacrificarse para que su pueblo prospere. Sus desiciones equivocadas y acertadas cuestan muchas vidas y de sus consecuencias no podrá escapar ni siquiera después de la muerte. 

Nuevamente reinó el silencio entre aquellos hombres. Cuautli y Xocoyotzin miraban a su padre como esperando les rebelara la razón por la que los había hecho llamar. 

—Vienen cambios que solo la sabiduría de un buen líder podrá hacerle frente —dijo el anciano. 

—Toda la vida he estado preparado para gobernar, padre —avanzó Cuautli, interrumpiendo al anciano Huantepeque—. Soy un buen guerrero, el mejor de todos y ha sido la tradición desde siempre que el primogénito gobierne. Xocoyotzin, en cambio, es un hombre débil, más ocupado en escuchar a los pájaros que en conquistar territorios. 

Huantepeque asintió con la cabeza, su rostro reflejaba un dolor profundo.

—He tomado ya mi decisión —dijo, interrumpiendo a su hijo. Su mano se alzaba con un dedo al cielo. —Y para eso los he hecho venir. Voy a dejar el trono a Xocoyotzin, porque creo que es el líder que su pueblo necesitará en estos años que se avecinan. 

Cuautli, que esperaba ser rey, se puso de pie, sus ojos brillaban de ira.

—Pero padre, usted no puede hacer eso. Es la tradición —reclamó.

—Los dioses crearon las tradiciones y los dioses pueden cambiarla. Hay que saber escucharlos —respondió el anciano—. Mañana anunciaré mi decisión al pueblo. Ahora les pido que descansen, sus madres querrán verles.  

Huantepeque se acercó a Xocoyotzin y le besó la frente. Con un gesto de su mano acarició la cabeza de Cuautli, que seguía rígido, como de piedra. 

—El viejo está cometiendo un error —dijo Cuautli, luego que su padre entrara nuevamente al palacio. 

Xocoyotzin guardó silencio. 

—Siempre te ha preferido a ti. Aunque yo he sido el mejor en todo —reclamó el mayor. 

—Yo no tengo nada que ver con la decisión de nuestro padre —dijo Xocoyotzin, con honesto pesar—. Pero estoy seguro que ambos podremos hacer un buen gobierno. 

—Recuerdas cuándo éramos niños y salíamos de caza, tú siempre tenías miedo de la noche y me pedías que te cuidara —comentó Cuautli—. Siempre fuiste debil, hermano —dijo.

Xocoyotzin asintió con la cabeza, escuchando a Cuautli.

—En el norte pude ver las ciudades de los aztecas —comentó Xocoyotzin, luego de un rato de silencio—, sus templos son altos y fuertes. En el sur los incas tienen una ciudad de oro. Su rey es un dios reluciente. En mis viajes por el mundo aprendí a disfrutar lo que la madre naturaleza me da. Cuando no hay comida, aprendí a ayunar para honrar a los dioses. 

Cuautli, junto a su hermano, apenas si lo escuchaba. 

—Crees que podrás gobernar, hermano Xocoyotzin.

—No se, pero confío que los dioses saben lo que hacen. 

—Los dioses nada tienen que ver con la senilidad del cacique Huantepeque. El viejo ha perdido la razón y todo el mundo lo sabe. Ahora cree que con poesía podrás ser un buen rey. 

Xocoyotzin escuchaba en silencio a su hermano que parecía llenarse de odio con cada palabra. 

—No quiero que esto sea causa de un conflicto, hermano —dijo Xocoyotzin.

Sin decir más, Cuautli comenzó a bajar la escalinata.  Xocoyotzin bajó después. Ambos se alejaron conversando y entraron a la montaña por el camino que da a los guamiles.

No lo seguí más. Tuve miedo. Regresé a mi casa y no dije nada a nadie de lo que había escuchado. 

Esa noche el anciano Huantepeque lloró dormido. Mi hermana que lo cuidó me contó que reclamaba a los dioses que lo seguían castigando. A la mañana siguiente no pudo levantarse de la cama. Agotado, el anciano cacique comenzaba a morir.

Cuautli llegó radiante al templo. Lo vi pasar frente a mi casa, entrar a las habitaciones de su padre. Nuevamente lo seguí, pude escuchar como el anciano Huantepeque le preguntaba:

—¿A dónde está tu hermano?

—Se fue ayer, padre. Lo vi salir por la noche. Me dijo que no se sentía preparado para gobernar el reino. 

El anciano entonces comenzó a llorar. Yo no entendía porque lloraba de esa manera. Era un llanto ronco, profundo, amargo.

—Eso es los que Cuautli siempre ha hecho, padre. Nunca ha tenido madera para ser rey. Él es un poeta. 

—No hijo —dijo, entrecortando las palabras con su llanto—. Siempre has sido tú mi preferido. El más bello de mis hijos. El más fuerte de mi reino. Al no darte el reino te salvaba del infierno que viene sobre nuestro pueblo. ¿Por qué has matado a tu hermano?

Cuautli, sorprendido, intentó negarlo. 

—No se lo que estás diciendo, padre. Yo no he hecho nada… 

Huantepeque, en su llanto, maldijo a Cuautli.

—No lo entiendes. Xocoyotzin volverá y se vengará de ti como mi hermano se vengó de mí hace mucho. Los dioses han querido que mi maldición se repitiera y así será hasta el fin de los tiempos. 

Luego el anciano comenzó a gritar, llamando a las mujeres que lo cuidaban. Cuautli, asustado, le tapó la boca para evitar que sus gritos llegaran a dónde estaban las mujeres y se descubriera así su crimen. Huantepeque intentó defenderse pero era inútil. Había muerto desde adentro y no tardó mucho en expirar en brazos de su primogénito. 

Cuautli, aún asustado por lo que había hecho, se levantó del lecho de su padre y salió de la habitación dejando a su padre muerto. 

Yo me acerqué a ver el cadaver de Huantepeque. Parecía dormido, sus ojos blancos me miraban desde el otro mundo.

 

Los años pasaron, como Huantepeque advirtiera, la desgracia cayó sobre mi pueblo. Cautli dirigió a nuestros hombres en la guerra y morimos por cientos. Luego que ardieron las últimas casas nos fuimos a la montaña, desde allí luchábamos contra los invasores hombres pájaro. Antes del anochecer llegamos a una planicie en la montaña cerca de los guamiles. Al centro pude ver un montículo de piedras. Cuautli pareció reconocer el lugar, se quedó quieto viendo aquellas piedras sin responder a nuestros llamados.

—Sigan sin mí —nos dijo—, yo les doy alcance luego. 

Yo decidí quedarme allí, con él, que parecía no notarme. Comenzó a quitar las piedras del montículo y luego a escarbar en la tierra. 

Cuautli juntó madera y comenzó a armar una pira de fuego para quemar lo que comprendí eran los restos de un cuerpo. 

Las llamas eran altas, como una enorme lengua roja. Una columna de humo se alzaba hasta el corazón del cielo.

Al terminar de consumirse el fuego, Cuautli miraba las cenizas aun humeante. Su mirada perdida, como de quién ve algo profundo. Yo sentí pesar por él. Despacio me acerqué para invitarle a seguir nuestro camino.

Cuando Cuautli me vio se levantó asustado. Era como si hubiera visto un fantasma.

—Déjame en paz, Xocoyotzin, yo soy el rey ahora —me dijo. 

Me hablaba a mí, pero no me hablaba a mí. Entre los carbones pude ver el cráneo de Xocoyotzin.

—Huantepeque cometió un error —dijo, tartamudeando—. Yo estoy mejor preparado que tú para gobernar.

Yo intenté hacerle comprender que no era su hermano, que era uno de los últimos soldados de su ejército, de los pocos que aún peleaban, pero Cuautli no me escuchaba. Enojado tomó con las manos un poco de la ceniza aún humeante de la hoguera y la lanzó sobre mí. Un viento suave regresó las cenizas que cayeron en sus ojos. Su grito estremeció a la montaña, los pájaros se levantaron como una nube de colores. 

Cuautli lloraba desconsolado, con las manos se agarraba los ojos. Vi en el bosque la ropa colorina de los hombres pájaro que llegaban siguiendo la columna de humo. Intenté nuevamente hacerlo entrar en razón, pero era inútil. Yo me escondí entre los árboles. Desde el bosque pude ver cómo los hombres pájaro rodearon a Cuautli, que lloraba con las manos en la cara. Al levantar la cabeza, uno de los soldados vio que Cuautli tenía sus ojos blancos, igual a los de su padre. 

Al bajar al río me encontré con los demás guerreros que venían subiendo, siguiendo también la hoguera que Cuautli había hecho. Yo les expliqué que los hombres pájaro lo habían capturado, que era inútil ya intentar rescatarlo. Indecisos aún, finamente dimos la vuelta y partimos rumbo al río.


 

Óscar Estrada

Brimfield, Massachusetts, 2019

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Óscar Estrada (Honduras, 1974). Es guionista, novelista y abogado. Productor de radio novelas y documentales sociales. En 2008 dirigió el largometraje El Porvenir. Ha publicado los libros Honduras, crónicas de un pueblo golpeado (2013), la novela Invisibles (2012) y más recientemente su colección de cuentos El Dios de Víctor y otras herejías (2015). Fundador de la revista Lastiri. Actualmente dirige la editorial con sede en Washington, D.C. Casasola Editores y es director del periódico digital El Pulso.

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