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Notas sobre la tragedia griega

Por Roberto Carlos Pérez

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A Efraín Rodríguez Espinoza, hermano en la tragedia

 

 

 

 

¿No ha pasado un dios cerca de mí?

¿Por qué entonces soy presa del pánico?

 

Poema de Gilgamesh

En el siglo VI antes de Cristo, un pueblo ubicado en las costas del Mediterráneo convirtió las fatalidades del hombre y la desazón de existir en género literario. Con los antiguos griegos nació el drama trágico. Como género, se debe diferenciar de los terribles hechos que le acontecen al ser humano a la manera cómo la expresó don Miguel de Unamuno (1864 – 1936) en Del sentimiento trágico de la vida (1912).

Don Miguel había sido precedido por el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813 – 1855). Ambos pensadores ahondaron sobre la angustia de vivir y su terrible desenlace: el sufrimiento, el desconsuelo y la tumba; o aún: «Y no saber adónde vamos,/ni de dónde venimos», como exclamó Rubén Darío (1867 – 1916) en «Lo fatal» (1905).

Sin embargo, el español fue más lejos que su maestro danés, pues para él no había un Dios que aliviara sus males sino, cuando mucho, el aparato racional que debe asistir al ser humano en la pena de existir. También Martín Lutero (1483 – 1546), en el siglo XVI, había afirmado: tragoedia vita e nostra («La vida es una tragedia»).

Para fundamentar su pensamiento Unamuno escribió estas líneas: «…la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción». Sin embargo, los griegos vieron en la fatalidad y el fatum, o destino, una poderosa forma para expresar las veleidades del barco a la deriva que es la existencia. El drama trágico es el símbolo estético de las tristezas y dolores del hombre.

Con Tespis (c. 550 – 500 A.C.), a quien se le atribuyen cuatro obras teatrales de las cuales ninguna se conserva: Los juegos de Pelias o Forbante, Los sacerdotes, Los muchachos y Penteo, nació el drama trágico o la tragedia. Además de ser el padre de este género, Tespis es también su primer actor.

La creación de la tragedia parece hoy en día muy simple. Consistió en añadirle un actor (hipocrites) al coro que se utilizaba en Grecia durante las celebraciones dionisíacas. Pero en vez de unirse al canto lírico coral, este actor servía como su contrapunto. La tragedia griega nace cuando el actor, a través de su recitación, entabla un diálogo con los cantos del coro. El actor llevaba máscaras, llamadas prosōpon. Su equivalente en latín es persona.

Existía una fuerte religiosidad en la tragedia. Prometeo, Menelao y Agamenón, personaje de Hesíodo el primero y de Homero los dos siguientes (siglo VIII A.C.), vuelven a vivir en las tragedias de Esquilo, el gran dramaturgo autor de Prometeo encadenado y Las troyanas, por citar dos de las siete obras que de él conservamos. En Esquilo estos personajes son castigados por la ira de Zeus.

Consciente de dicha religiosidad, en 1611 Sebastián de Covarrubias (1539 – 1613) definió la tragedia en el primer diccionario en lengua española o lengua vulgar o moderna: el Tesoro de la lengua castellana o española. Covarrubias sabía que la palabra «tragedia» proviene de palabra griega tragoedia o «canto del macho cabrío», y define el género así:

Tragedia, vna reprefentacion de perfonages graues como Diofes en la Getilidad, Eroas, Reyes, y Principes: la qual de ordinario fe remata co alguna gran defgracia. Lat. Tragedia a Græco τραγῳδία, tragodia. Dixofe tragedia, del nombre ƬꝬαγ, hircus, porq al principio que fe introduco efte genero de poema dauan por premio vn cabron o fegun otro que fe tiene por mas cierto vn cuero de vino, que como a todos confta, es el pellejo de un Cabron. Lo qual da a entender Horacio en el arte poética, y en efte verfo. Carmina qui tragico vilĕ certautit ob hircū.

 

Otros quieren fe aya dicho de las hezes del vino, o de las moras conque fe tenian las caras antes auer hallado la inuencion de las mafcaras...

La idea de un dios que castiga o premia no desapareció del pensamiento griego durante los años gloriosos de la tragedia. Tal separación llegó poco después con la filosofía, o sea, con Platón (427 – 347 A.C.) y con los Epicurios quienes, al saberse ceñidos por grandes limitaciones crearon un pensamiento a fin de que, como el mismo Epicuro (341 A.C. – 270 A.C) aseguró, sirviera como «medicina para el alma».

Michel de Montaigne (1533 – 1592) lo dijo de otra manera en el siglo XVI: «filosofar es aprender a morir». Así que no fue hasta finales del siglo V A.C., cuando la tragedia ya se había transformado y apareció el melodrama, que los griegos se hicieron de un pensamiento que desplazó a los dioses o, cuando menos, los colocó en el plano del folklore y la tradición.

Mucho le debe la filosofía al nacimiento de la tragedia. Al separar Tespis del coro a un individuo para hacerlo dialogar y mostrarnos que la tragedia brota cuando alguien es señalado por los dioses, nacieron los diálogos, o sea, el arte de conversar mediante la lógica. Sólo así se explican los diálogos de Platón, en los que el filósofo entabla discusiones con su maestro, Sócrates, sobre política, ética y moral, entre otros.  

Gracias a Werner Jaeger (1888 -1961) y su Paideia: los ideales de la cultura griega (1933) sabemos los entresijos históricos que llevaron a los griegos a fundar la tragedia. Con el ascenso de los Áticos como dirigentes del Estado ateniense en el siglo VII A.C., y bajo el liderazgo de uno sus mayores guías, el reformador Solón (638 A.C. – 558 A.C.), los estratos medios griegos obtuvieron poder económico y político.

De esta manera lograron frenar a los tiranos, aquellos gobernantes cuyas desmesuras los colocaban fuera de la ley. Sin embargo, hay que recordar que para los griegos de los siglos VII y VI A.C. la palabra «tirano» no tenía connotación ética alguna, y sólo describía a aquellos gobernantes que se hacían del poder por medios no convencionales. No por herencia de sangre o por capacidad.

Solón abogó por la democracia, y para enseñarla al gran público estatalizó las fiestas dionisíacas, tan arraigadas en la sociedad griega. Bajo este legado y con el mismo espíritu, Pisístrato (607 A.C – 527 A.C) convocó el primer concurso trágico en el año 534 A.C. con la finalidad de educar a la población sobre los límites humanos y la contención de las pasiones, base y sostén de la democracia. Los personajes de la tragedia no sólo hablaban de cara a la religión sino que, como recuerda Jaeger, también lo hacían políticamente.

En su Poética Aristóteles nos dice que una tragedia es la «representación de una acción memorable y perfecta, de magnitud competente, recitando cada una de las partes por sí separadamente, y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y terror, dispone a la moderación de estas pasiones… Mas supuesto que la representación es no sólo de cosas terribles y lastimeras, éstas, cuando son maravillosas, suben muchísimo de punto, y más si acontecen contra toda esperanza por el enlace de unas con otras, porque así el suceso causa mayor maravilla que siendo por acaso y por fortuna (ya que aun de las cosas provenientes de la fortuna aquéllas son más estupendas, que parecen hechas como adrede»).

Con estas palabras Aristóteles le atribuyó a la tragedia tal vez su mayor característica: la catarsis (kátharsis en griego) o purificación y purga de pasiones. Tal purga conducía al espectador por dos caminos: la compasión y el temor, Eleos y Phobos. «Porque la compasión se tiene del que padece no mereciéndolo; el miedo es de ver el infortunio en un semejante nuestro».

Resulta difícil comprender a la concurrencia del siglo VI A.C. en el siglo XXI, el siglo de la «felicidad» y el confort. A la idea de asistir al espectáculo con la finalidad de obtener la redención al ver las pasiones representadas por los actores en escena y sufrir la purificación de la que habló Aristóteles, se antepone un presente en el que el dolor y el sufrimiento deben ser escondidos a fin de evitar que la sociedad, deseosa de dicha y prosperidad, señale al que busca la catarsis como un perdedor.

En todo caso, la catarsis griega estaba altamente ligada al repudio de la hýbris, es decir, a los excesos o, por referirlo de otra manera, al miedo de transgredir los límites impuestos por los dioses. Los griegos tenían en alta estima la moderación y la justicia, de modo que, mediante la tragedia, pretendían formar a hombres justos y prudentes en pos de vivir en una sociedad armoniosa que desdeñara la tiranía y el poder absoluto. Por lo tanto, hay un propósito tanto religioso como político y social en la tragedia.

Pero ¿Quién era el héroe trágico? ¿Qué atributos debía tener? ¿Cómo se diferenciaba del resto de los mortales? 

Según Aristóteles, el héroe trágico debía ser de la alta nobleza, poseedor de grandes virtudes para captar el interés del público, pero a la vez imperfecto, cuya desgracia le sobrevenía por alguna falta, a veces heredada de sus antepasados, como en las tragedias de Esquilo (525 A.C – 456 A.C) (Los siete contra Tebas y Orestía, por ejemplo) o por un exceso de hýbris, como le sucedió a Edipo, que mató a su padre por lo que hoy llamaríamos «ira al volante».

En Edipo Rey, de Sófocles (496 - 406 A.C), otra de las figuras destacadas del teatro griego, Edipo le cede lentamente el paso -esclavo de la altivez- a la caravana de Layo, rey de Tebas, y su verdadero padre. Polifonte, heraldo de Layo, había matado a su caballo. En un arranque de furia Edipo asesinó al heraldo y a toda la comitiva, incluyendo a su padre. Lo irónico es que, por haberle sido anunciado que mataría a su padre y se amancebaría con su madre, Edipo hizo hasta lo imposible por evitar su destino.

El castigo a la hýbris o hamartia («trágico error» en griego) era la némesis, o sea, la reprimenda de los dioses cuyo fin era devolver al transgresor a los límites que había traspasado. El historiador Heródoto (484 – 425 A.C.) lo dijo así en su Historia:

Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía

A más de dos mil quinientos años después de que Tespis ganara el primer concurso trágico en Atenas en el año 534 A.C., y de premio le fuera otorgado un cordero para sacrificio a los dioses, lo importante es entender la forma de dialogar, fundamento de la democracia y la justicia, que los dramaturgos griegos utilizaron en la tragedia.

A través de este género los griegos pretendían mostrar hasta dónde llegaban los límites de las personas y cómo sus desmesuras, enfermedades que rebasaban el equilibrio emocional, perjudicaban a la sociedad. Tal entendimiento nos ayudaría a comprender las fallidas democracias de hoy.

No hay que olvidar que los espectadores de la tragedia no nada más veían el drama, sino que, compungidos, lo escuchaban silenciosamente, a diferencia de tradiciones teatrales posteriores como la inglesa, cuyo público en ocasiones ofrecía tomatazos, pues el silencio y la reflexión eran altamente estimados entre los griegos.

Como ejemplo de la estima de los griegos al silencio basta recordar a Pitágoras (570 – 495 A.C.), que obligaba a sus discípulos a no hablar por al menos un lustro. Sólo después podían hacer preguntas o expresar su pensamiento. Únicamente por esta vía obtenían el rango de filósofos. La tragedia era filosofía para el pueblo.  

A la idea de la felicidad se antepone la tragedia. La felicidad habla en susurros y es esquiva, en cambio el dolor lo hace a gritos y es lo que nos hace accionar. Entre sus muchas lecciones, la tragedia nos enseña que el hombre aprende sólo por medio del dolor, y para los griegos la sabiduría provenía de los dioses, quienes la otorgaban al hombre únicamente a través del sufrimiento.

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Roberto Carlos Pérez (Granada, Nicaragua). Músico, narrador y ensayista. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D. C. Además es máster en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro por Maryland University. Producto de sus investigaciones son los numerosos ensayos aparecidos en revistas nacionales e internacionales. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012), de la novela corta Un mundo maravilloso (2017), y del libro de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018).  Ha sido incluido en las antologías Flores de la trincheraMuestra de la nueva narrativa nicaragüense (2012), Un espejo roto (2014), y Nicaragua cuenta (2018). Su cuento «Francisco el guerrillero» fue traducido al alemán y apareció en la antología Zwischen Süd und Nord: Neue Erzähler aus Mittelamerika (2014). Es también editor del libro en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco: José Emilio Pacheco en Maryland (1985-2007), de la edición crítica de la novela El vampiro (1910), de Froylán Turcios y de Breve suma (1947), antología original de Joaquín Pasos. Sus áreas de investigación incluyen los Siglos de Oro y el teatro áureo español, el Modernismo y los efectos de la guerra civil nicaragüense en la literatura contemporánea, Roberto Carlos Pérez es miembro colaborador de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y Cofundador de la revista Ágrafos.

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