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La niña del vestido rojo

Por Mario Ramos

Son las nueve y media de la noche. El reloj que cuelga al final del pasillo suena una sola vez, marcando media hora más de dolor y espera. Las aspas de un viejo ventilador rompen el silencio, mientras el sonido de la máquina de oxigeno que llevo conectada a la nariz me explota en la cabeza. Una tenue luz se filtra del pasillo y me cruza el pecho, deshaciendo la oscuridad que tanto odio. Unas gotas de sudor  me recorren lentamente el cuello, siguiendo la ruta de las venas que resaltan de mi cuerpo cansado. De pronto la tos me roba los minutos de sueño que logro conciliar, regresándome a mi calvario. Antidepresivos, analgésicos, mentol, una botella de agua y una estampa del Padre Pio da Pietrelcina me acompañan desde hace cinco meses.

 

¿Cuánto tiempo más transcurrirá? ¿Qué sigue ahora? Por lo pronto me preparo para una nueva noche de insomnio. Trato de acomodar el cuerpo, húmedo por el sudor, ni piernas ni brazos me responden. Logro moverme lentamente y poner de lado el cuerpo, consiguiendo apoyar el rostro contra la fría pared (eso me gusta). Tengo en la espalda las marcas de la cama y las sabanas están impregnadas de dolor, dibujando la silueta de mi cuerpo casi muerto. Cierro los ojos y trato de imaginarme fuera de esta habitación que se ha convertido en mi mundo, pero no puedo: la tristeza y el dolor son más fuertes que mi mente.

Mario Ramos

Foto: Mario Ramos

 A veces no siento las piernas y las manos me tiemblan cuando me las llevo al rostro. No acepto la miseria en la que me he convertido. La fuerza y la energía se me han escapado, se me secaron  lágrimas  y no puedo llorar. Sé que estoy muriendo poco a poco y me invade la ansiedad. ¿Qué pasará al morir? No con mi cuerpo que ya no sirve para nada, ni con mi espíritu que se apagará conmigo, sino con los que amo y quedan por aquí. Pienso en ellos todo el tiempo. Quizá son la única razón que me mantiene despierto, lo único que no me deja morir.               

 

Desde hace dos semanas mi hijo viene a ayudar a mi madre, que me ha cuidado todo este tiempo. Duerme en el piso junto la cama, en una pequeña colchoneta improvisada, y siempre me pregunta si estoy bien, si necesito algo o si tengo hambre; tanto que a veces interrumpe momentos de paz y silencio con preguntas que no quiero responder, pero me gusta que esté ahí. Algunas noches lo veo dormir y trato de imaginar un futuro con él, aunque para mí ya no hay futuro. A veces pienso que soy yo quien vela su sueño y me hace feliz, pues es lo único que puedo hacer por él. Pero llega de nuevo el dolor y se corta el sueño y también el suyo. Hoy, como las últimas tres noches, tengo la sensación de que alguien vendrá a visitarme y eso me llena de alegría aunque a veces no lo puedo expresar. Mi rostro, cansado, ya no es capaz de mostrar emociones.

Hace dos noches finalmente logré dormir después de una lucha incesante contra el dolor en el abdomen que sólo el cansancio y la morfina lograron vencer. Desperté a la medianoche y él estaba ahí, sentado en una mecedora junto a la ventana. Era mi padre que me observaba y se mecía lentamente, como para no despertar a mi hijo que estaba dormido a sus pies. En su rostro se dibujaba una sonrisa que muy poco recuerdo: siempre fue un hombre serio. La luz que se colaba por la ventana apenas lo iluminaba. Sus manos estaban entrelazadas sobre sus piernas y tenía puesta su boina color crema que tanto le gustaba. Sus pantalones estaban sujetados por tirantes color marrón y vestía una camiseta blanca.

Por unos minutos no cruzamos palabras, cosa normal pues nunca fue muy conversador, mucho menos conmigo. No entendí por qué él estaba allí, y me sentí un poco confundido. En algún momento me dijo: «Estoy feliz porque que finalmente estaremos cerca». No supe qué decir. Una mezcla de emociones comenzó a recorrer mi pecho y de pronto las lágrimas me llenaron los ojos. No pude decir ni una palabra, sólo me dediqué a disfrutar ese momento mientras él seguía meciéndose pacientemente y recorriéndome el alma con su mirada. La verdad es que nunca tuvimos una buena relación e incluso, en ocasiones, tenía que visitar a mi madre a escondidas porque mi presencia le molestaba y llegué a pensar que sentía celos de mí, pues mi madre y yo siempre fuimos muy apegados. Pero esta vez fue diferente: él estaba allí, más cerca de mí que en los últimos 58 años. Quería decirle tantas cosas, abrazarlo y confesarle cuánto lo extrañé durante toda mi vida, pero antes de articular una palabra me dijo: «tranquilo hijo, ya llegará el momento en que podamos contarnos todo lo no pudimos contarnos antes. No te preocupes, esta vez estaremos juntos». Fue tan raro todo, que parecía que él podía escuchar lo que yo pensaba. En ese momento, como un impulso involuntario que salía de mis entrañas, le dije: «Papi», y mi hijo despertó de un salto, diciendo: «¿Estás bien, necesitas algo?». Limpié mis lágrimas rápidamente y dije: «No, solo platicaba con tu abuelo», y él, extrañado, preguntó: «¿Mi abuelo?». Se acercó a mí, me puso la mano en la frente como para medirme la temperatura y me comenzó a sobar la cabeza: «Trata de descansar papá. Descansa».

El reloj en el pasillo suena otra vez, marcando las once de la noche. Han pasado casi dos horas desde que posé la mirada en la pared. Tengo un calor extraño, como si tuviera un incendio interior. A veces siento como si alguien dibujara con navajas dentro de mi cuerpo y me arde. Quisiera que este suplicio terminara ya. Me aterra pensar lo que sucederá en la próxima hora, le tengo miedo al futuro. No quiero que el reloj del pasillo suene otra vez. Por ahora no me queda más que seguir en esta lucha de ganar una batalla perdida. Estoy cansado. Paso en vela pensando tantas cosas que no tienen sentido, o acaso no las entiendo. Busco respuestas a esta maldita enfermedad que me ha alejado de todo lo que tenía, dejándome como un ser inútil al que algunos visitan por cariño, otros por compasión y otros por curiosidad. No quiero gente a mí alrededor más que mi familia. Detesto que me vean así.

Una vez más apoyo mis brazos débiles sobre la cama para poder sentarme y eso me duele. Me mojo la cara y el pecho con la botella de agua que está en la mesa de noche, buscando apaciguar el incendio que llevo dentro.

En mi familia son varios los que han muerto de esta enfermedad. El último fue Tío Chema, hace seis días apenas. Siempre pensé que no existía un mal que derrotara al gran «Chemón», pues siempre fue un hombre fuerte y tenía mil historias de esas que entrecruzan la realidad con la ficción. Sobrevivió a tantas cosas pero no pudo contra el tiempo, que se valió del cáncer para vencerlo. De nuevo me siento extraño, quizá el agua enfrió el dolor. Otra vez siento las piernas dormidas y los brazos flácidos. Creo que el cansancio me está ganando; extrañamente tengo un poco de sueño. Mi hijo entra en el cuarto, me pregunta si necesito algo y, moviendo la cabeza, le respondo que no. Acomoda la colchoneta como preparándose para dormir. Una vez más pregunta si necesito ir al baño y nuevamente le digo que no, que descanse, que estoy bien.

Me despierto de golpe sin razón alguna. Tengo el rostro apoyado en el brazo derecho y me siento bien. No hay dolor, no tengo calor y puedo sentir las piernas. No recuerdo lo que soñé, quizá sólo han pasado un par de minutos. La espalda no me molesta y estoy cómodo. De repente el reloj suena cuatro veces, marcando las cuatro de la madrugada. He dormido de seguido varias horas por primera vez en semanas. Me volteo y veo en la mecedora a una niña que no conozco. Está vestida de rojo, me regala una sonrisa inocente. La luz que se filtra por la ventana le ilumina el rostro. La niña se acerca a mi cama, me abraza y me dice al oído: «Descansa». Fue lo último que escuché anoche antes de quedarme dormido una vez más.

Ahora están todos aquí, alrededor de la cama: mi madre, mis hijos, hermanos, primos, tíos, un doctor y algunos vecinos. No los veo, sólo los escucho y los siento. Me cuesta abrir los ojos, hay mucha luz en el cuarto. Poco a poco voy dejando de sentir dolor, el ruido se apaga, mi cuerpo está ligero. Unas manos me acarician el pelo. Todo es silencio. Una vez más escucho la misma palabra:«Descansa». Esta vez es mi hijo que me habla al oído. No puedo responderle porque mi voz se ha apagado, así que no tengo más opción que apretar su mano y regalarle la última lágrima que me queda.

Mario Ramos (Tegucigalpa, Honduras, 1977). Fotógrafo, productor de televisión y cineasta ganador del premio Emmy en 2016 y 2017. Es autor del libro de fotografías Framing Time (2012). Sus imágenes han ilustrado las portadas de libros como El vampiro, de Froylán Turcios, Flame in the Air, de Vidaluz Meneses y El evangelio del amor, de Enrique Gómez Carrillo, entre otros. Ha trabajado para El Tiempo Latino/The Washington Post y CBS Radio. Ganador del Premio José Martí (Golden Award) otorgado por la Asociación Nacional de Publicaciones Hispanas en Estados Unidos y de la medalla de bronce en la categoría de foto-periodismo/interés humano, otorgado por la Sociedad Fotográfica Americana. Productor y director del cortometraje Vuelve con nosotros (2016), y del documental Brigade (2017). Actualmente es director de producción para Univisión Washington, director de Cabezahueca Films, cofundador de Casasola Editores y columnista para la revista de opinión centroamericana (Casi) Literal. A su vez, es embajador honorario de Plan International Honduras y cofundador de Ágrafos, revista de literatura, arte y política.

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