El viejo negro del semáforo
Por Mario Ramos
Siempre que pintas iglesias
pintas angelitos bellos,
pero nunca te acordaste,
de pintar un ángel negro.
«Angelitos negros»,
Eloy Blanco y M. Álvarez Maciste.
Foto Mario Ramos
El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros.
«Un señor muy viejo con unas alas enormes»,
Gabriel García Márquez.
Recuerdo los ojos tristes del viejo negro del semáforo. Sus espejuelos estaban cubiertos de polvo y de su frente chorreaba sudor. Tenía los labios secos y rotos y la barba blanca y descuidada. De su cuello colgaba un rosario. Vestía un saco de color mostaza, una camisa blanca curtida, un pantalón negro y unos tenis viejos que le quedaban muy grandes. Llevaba unos lentes rotos que se le mojaban a cada momento, pues sudaba a chorros. Sus largas manos se asomaban en las ventanas de los automóviles que esperaban la luz verde del semáforo, mendigando en otro idioma algunas monedas o cualquier cosa que saliera de la voluntad de los que esperaban impacientes la luz.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Había mucha gente en las calles y el polvo de las construcciones cercanas se dispersaba como niebla por todas partes. Hacía un calor infernal, tanto así que papá me permitió subir la ventana del viejo Volkswagen Polo del año 80 y encendió el aire acondicionado, que casi nunca usábamos ya que, según él, gastaba más combustible. Teníamos una docena de carros delante de nosotros y muchos más atrás que hacían sonar las bocinas como si esto ayudaría a que la luz del semáforo cambiase más rápido. Lo cierto es que el tráfico ese día era pesado y cada vez que se ponía la luz en verde solamente unos dos o tres autos lograban pasar por el atolladero que se formaba.
Mientras nosotros esperábamos muy frescos dentro de «Polito» (nombre con el que mi padre había bautizado su auto), yo no dejaba de observar a la distancia a aquel viejo mendigando al frente de la fila. Tenía el cuerpo encorvado y le era difícil caminar. Recuerdo haber sentido algo raro, una especie de dolor, una sensación extraña, como si el calor y la tristeza me apretaran el pecho. Por un momento sentí que quería llorar pero recordé que tenía doce años, que era casi un hombre y que eso de llorar era cosa de niñas.
En la línea de autos todo sucedía como en cámara lenta. Finalmente avanzamos un poco, quedando más cerca del viejo. Temía que él se acercara a la ventana, pues no sabía lo que debía hacer. Pensé que tenía que darle algo pero al mismo tiempo le tenía un poco de miedo, casi la misma sensación que me producía la vieja que recogía la ofrenda en la pequeña iglesia del barrio cuando me clavaba la mirada si no metía por lo menos una moneda en aquella bolsa que nunca se llenaba. Nos movíamos lentamente y yo no podía parar de observar todo lo que el viejo hacía. Su rostro me recordaba a alguien, no sé, quizá al personaje de alguna película o a un hombre de esas revistas sobre África y animales que papá siempre miraba. Recuerdo que también se me vino a la memoria aquel santo de yeso que estaba escondido en el armario de la sacristía en la capilla de las monjas carmelitas de mi escuela. Lo cierto es que aquel anciano me traía muchas imágenes a la cabeza.
Yo me sentía muy fresco dentro del auto, pero solamente verlo bajo el sol feroz, cubierto de ropa y sin un lugar donde esconderse del sol, me llenaba nuevamente de calor y tristeza.
Ese día veníamos de comer con papá. Como todos los domingos, fuimos al restaurante chino de siempre: un pequeño lugar al lado de un puente donde siempre nos atendía el mismo chino que le hacía de todo: de mesero, cocinero, cajero y, en ocasiones (como hoy), hasta de electricista, pues cuando llegamos estaba reparando un ventilador de techo que se había echado a perder. Ese día el chino nos sirvió el plato más grande de lo normal, tanto que papá dijo que con ese tamaño tendríamos para comer dos semanas. Comimos de aquel plato de arroz frito sin parar y seguía lleno. Creo que pasamos casi dos horas masticando y aun así sobró tanto que pedimos que nos empacaran el resto para llevar.
Dentro del auto el aire acondicionado se sentía bien pero el olor a comida me estaba volviendo loco, sin embargo, prefería soportar el olor a restaurante que el calor de afuera. De pronto nuevamente comenzamos a movernos y una vez más volví la mirada al viejo mendigo. Ahora lo tenía muy cerca y sabía que no escaparía de sus manos frente a la ventana.
De nuevo me sentí nervioso y no supe qué hacer. Traté de cambiarme de lugar pero era muy tarde: sus ojos me miraban, incluso había comenzado a caminar hacia mí. Parecía que se había olvidado de los otros autos y venía convencido de que yo tenía algo para él. Me puse aún más nervioso pero no podía dejar de verlo; no sabía qué hacer así que volví la mirada a papá como para obtener una respuesta, pero él no se daba cuenta de lo que sucedía. De pronto, el viejo, con su cuerpo encorvado, acercó su cabeza a mi ventana y me sonrió mostrando el único par de dientes que le quedaban. En ese momento el auto comenzó a avanzar rápidamente. Papá aceleró para no perder de nuevo la oportunidad de pasar el semáforo.
Recuerdo que mientras nos alejábamos del viejo, él sonreía y nos miraba como agradecido por algo, incluso sin haber recibido una limosna por parte de nosotros. Luego regresó a la acera. No puedo olvidar lo raro que fue ese momento, pues volví a sentir esa presión rara en el pecho y una especie de felicidad y tristeza al mismo tiempo. Nunca olvidaré su rostro. Por un momento pensé que quizá el viejo podría ser uno de esos ángeles de los que tanto habla mi abuela, aunque no recuerdo haber visto nunca en la iglesia un ángel negro.
Mario Ramos (Tegucigalpa, Honduras, 1977). Fotógrafo, productor de televisión y cineasta ganador del premio Emmy en 2016, 2017 y 2019. Es autor del libro de fotografías Framing Time (2012). Sus imágenes han ilustrado las portadas de libros como El vampiro, de Froylán Turcios, Flame in the Air, de Vidaluz Meneses y El evangelio del amor, de Enrique Gómez Carrillo, entre otros. Ha trabajado para El Tiempo Latino/The Washington Post, CBS Radio y American University. Ganador del Premio José Martí (Golden Award) otorgado por la Asociación Nacional de Publicaciones Hispanas en Estados Unidos y de la medalla de bronce en la categoría de foto-periodismo/interés humano, otorgado por la Sociedad Fotográfica Americana. Productor y director del cortometraje Vuelve con nosotros (2016), Chocolate (2017) y del documental Brigade (2017). Actualmente es director de producción para Univisión Washington, director de Cabezahueca Films, cofundador de Casasola Editores y columnista para la revista de opinión centroamericana (Casi) Literal. A su vez, es embajador honorario de Plan International Honduras y cofundador de Ágrafos, revista de literatura, arte y política.