La Mona
y otros minicuentos
Por María Augusta Montealegre
La Mona
Aparecí de madrugada, vestida de negro, encapuchada; esperé que saliera de la cantina. Me abalancé, flagelé sus manos con un palo, azoté sus piernas hasta desfallecer, machaqué su cabeza, sin piedad. Lo dejé mugiendo como una vaca. En casa, curé sus heridas, besé sus manos, saqué de su frente cada piedra incrustada.
-¿Qué te pasó, mi amor?
-Me salió la Mona. Escuché su voz de ultratumba. Dijo golpearme porque yo aporreaba a mi mujer.
Desde aquella noche mi marido no volvió a pegarme. ¡Santo remedio!
Todas íbamos a ser princesas
Malinche no traicionó a nadie. No perteneció a nadie más allá de la siguiente batalla. Arrancada de su abolengo como botín de guerra, una y otra y otra vez, se armó hasta los dientes con el ángel de la palabra. Supo que Hernán no venía del cielo, así pactaba con el salvaje de siempre, para supervivir.
Catador de pieles
Expuso sus intereses y coincidencias: las múltiples lenguas de doña Marina. Preguntó por detalles, palpó brazos y piernas. Cualquier otro se hubiera detenido en la rodilla. Sin embargo aquella mano se deslizó sin pausa hasta el empeine, como si los zapatos formaran parte de las piernas. Finalmente con una sola oración, como mimo del largo ademán de la mano, elogió la ternura del cuero verde de su bota. Era un catador convincente, yo misma observé ese calzado como si fuese una pezuña.
Omnisciencia
En su defensa, reclamaría a Marina que debió ofrecerle una señal de disgusto y no lo hizo. Como narradora me había adelantado a los hechos. Como lo hace una madre, había inscrito en mi personaje una seguridad contundente: cuando un hombre se sobrepasa nunca es culpa de una mujer.
Aura
Sabía por las alucinaciones de neón que si no lograba un orgasmo en diez minutos, tendría dolor las próximas 24 horas. Había guardado las pastillas para la migraña en el equipaje que facturé por carga. Aterrada y medio ciega le dije al hombre que se sentaba a mi lado: Sir, please help me […] Se apagaron las luces y el anuncio de abrocharse el cinturón. En el acto más desinteresado que un ser humano jamás haya podido tener, aquel héroe desconocido me cubrió con su frazada caliente y ¡ay bendito! Me salvó con sus manos.
Eva aprende a escribir
Yo Eva, te recibo a ti, Adán, como esposo y me entrego a ti, y prometo hacerme cargo de mi bienestar todos los días de mi vida porque se nos acabó el paraíso, y trabajar con pasión en mis proyectos literarios, y cuidar de nuestros hijos el cincuenta por ciento del tiempo, y serte infiel en el sexo aunque aún no haya con quién, y serte leal en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días en los que tu me ames y me respetes.
María Augusta Montealegre Nicaragua, 1967. Narradora, poeta, traductora y crítica nicaragüense. Obtuvo su doctorado en literatura en la Universidad de Salamanca, España. Su disertación Ideas estéticas y políticas de las vanguardias en Nicaragua (1922-1933) mereció cum laude y fue publicada por la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua (2016). De su obra poética se destacan El país de las calles sin nombre (2013) y La oración que Efraín nos enseñó (2018). Su obra ha sido traducida al inglés y al ruso. Escribe cuento en revistas literarias desde 1990. La combinación de la poesía y la narrativa le han llevado a incursionar en el microrrelato. Su obra de publicación más reciente es Afasia (2019), una colección de microcuentros. Su investigación exhaustiva sobre el género breve, su escritura experimental y su dominio teórico le han inspirado a la realización de talleres para jóvenes micronarradores.