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Una mujer desnuda


Por Jorge Ávalos

Domingo

 

El amor no es ciego. El amor es un ojo que nos mira sin reparos a la luz de la verdad. Estamos desnudos ante el amor, liberados incluso de las apariencias que elegimos para hacer más tolerables nuestras vidas. Pero mi amor por ella, por el objeto de mi deseo, descansa sólo a la luz de su propia, íntima verdad.Hace un par de años, después de cumplir los treinta y cinco, inicié el rito de buscarla, de zambullirme, cada semana, en un río de gente para llegar hasta ella, hasta este refugio del mundanal ruido. Ella está aquí, entre las columnas de otra historia, en este templo del deseo. Ella es una diosa. No exagero. Podría estar equivocado, pero creo que su nombre es Venus.

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Mi divorcio me dejó lastimado. Mi esposa conservó la casa y la custodia de los niños. Y mi trabajo como ajustador en una subdivisión del Banco de Escocia, la compañía limitada de seguros de vida Sísifo Avanza, es ahora mi contienda diaria, mi zona de batalla contra el agobio de mi muerte cotidiana. No soy un hombre rebelde, lo admito, sólo soy un soldado de la vida moderna que quiere, ante todas las cosas, sobrevivir. Hago lo que puedo, con las pocas reservas emocionales que aún resguardo.

Lunes

 

Inspecciono la escena de un incendio. Ocurrió anoche, en la casa de una madre soltera llamada Isabel. El punto de origen es atípico: el área de la puerta trasera, dónde no hay circuitos eléctricos ni otras fuentes de ignición. Comprendo de inmediato que se trata de un incendio provocado por mano criminal. Quien lo perpetró sabía que el fuego se colaría por los conductos bajo el techo, sobre las paredes, invadiendo las habitaciones. El cielo raso, consumido casi por completo, era de fabricación local, un material sintético inflamable. Entro a la habitación principal y encuentro una cuna carbonizada.

 

 

Martes

 

Visito a Isabel, en un cuarto de motel asignado por la compañía de seguros. El expediente indica que tiene dos hijos. Imagino a una mujer de treinta y cinco años, con exceso de peso y con un rostro que denote su aflicción y su cansancio. Pero la puerta se abre y el semblante que me encara detrás de la puerta reta mis prejuicios. Una mujer menuda y atractiva de veinticuatro años me deja entrar al apartamento.

El mayor de sus hijos tiene siete años, y asesina zombis —muertos en vida— en la ciudad prohibida de un vídeo juego. El otro niño, de sólo un año, duerme en la cama. Un vistazo es suficiente para notar que son hijos de padres distintos. El primero, sin duda, es fruto del primer idilio de Isabel, a los dieciséis años. El segundo, estoy casi seguro, es el producto de una relación desesperada y violenta. Es un patrón de comportamiento que he aprendido a reconocer.

—Isabel —susurro con discreción—, será mejor que hablemos a solas.

Ella asiente con un gesto, y me conduce a la pequeña cocina contigua, fuera de la vista de los niños. Los platos están apilados, sin lavar. Ella abre la ventana, y me pregunta si puede fumar, al mismo tiempo que saca el cigarrillo y lo enciende.

—No es problema —le digo, mirando el humo que ella exhala de una boca muy fina y muy bella.

Abro su expediente y le leo mis notas.

—El suyo es un caso difícil. Todo indica que el incendio fue provocado por mano criminal.

Se lo digo sin dejarle saber que el investigador de la compañía, el único en este caso, soy yo. El rostro de Isabel se contrae y se descompone.

—¡Mis hijos estaban en casa! —dice, con un quiebre en la voz.

Llora. Se lleva las manos a la cara, con el cigarrillo a medio fumar entre los dedos de su mano derecha. Sé que no está actuando. Sé que una revelación se aproxima y mi deber es esperar: callar y estar atento para escuchar. Eso es lo que hace la diferencia entre un vendedor y un ajustador de seguros: el primero usa la palabra para ofrecer el sueño de una felicidad indestructible; el otro —yo, por ejemplo— usa el silencio como esa única tabla de salvación en un mundo sin piedad: la verdad. Sólo el silencio puede acoger la verdad. Le ofrezco mi pañuelo. Ella lo acepta sin decir gracias, una indicación de que necesita ayuda, la ayuda que yo le ofrezco.

—Los actos criminales realizados para defraudar a una compañía de seguros… —ella me escucha con los ojos fijos en los míos. Se enreda en una frase: Los actos criminales… Emite un sonido: aspira. Necesita oxígeno, se ahogaba.

—¿Castigados?

Eso es lo que dije: “El fraude se castiga con severidad”. Pero ella no me mira a mí, se mira a sí misma, descubre su vacío mientras escucha mis frases, tan irreales: “Los actos criminales”; “defraudar a una compañía de seguros”; “castigados por la ley… con severidad”.

—¿Severidad?

Ella reacciona de inmediato con un nombre: el de su ex novio. Tiene una orden de protección para mantenerlo lejos de su familia. Es muy violento, dice, pero no sabía que podía ser capaz de algo así, que podía llegar tan lejos. Ella rompe en llanto. Abro mis brazos. Estoy listo, y ella se entrega a mi gesto de compasión. La abrazo con fuerza; es un mensaje de la compañía: estamos aquí para ayudarla; para apoyarla en este difícil momento de transición.

—Debe denunciarlo, Isabel. Debe pensar en sus dos hijos. No quiero que la culpa de este incendio recaiga sobre usted; si eso ocurre le negarán el dinero del seguro.

 Ella asiente sin decir palabra. Se limpia las lágrimas.

—Todo va a estar bien —susurro.

Este es el momento cuando cambia mi papel, o más bien, cuando se cumple de lleno mi propósito y soy el ajustador: un mensajero de esperanza, algo así como un ángel guardián con corbata y gabán. Le ofrezco mi tarjeta a Isabel, ilustrada con el logotipo de la compañía: un hombrecito empujando una inmensa roca hacia el tope de una colina.

—Ese hombrecito soy yo —le digo.

Ella hace un leve intento de sonreír. Es evidente que el dolor no se lo permite. Tomo su brazo y lo aprieto en solidaridad. Sus ojos se humedecen, y una lágrima cae. Levanto mi mano, la apoyo sobre su cuello y limpio su mejilla con mi pulgar. Ella me mira a los ojos, sorprendida, y entreabre un poco su fina boca. La beso, muy cerca de los labios. Me marcho.

 

 

Miércoles

 

Venus está desnuda, de espalda a mí, reclinada sobre una cama cubierta de negra seda. Sólo yo la observo, en silencio, mientras ella se mira a sí misma en un espejo. En la imagen reflejada veo el rostro de encendidas mejillas. A la derecha, un brazo sostiene su cabeza, elevada e inclinada hacia el espejo. Su pelo, castaño, está recogido en un holgado moño. Un largo listón de su pelo descansa, inmóvil, sobre el marco de ébano del espejo. Mis ojos recorren la curva de su espalda, su delgada cintura, la cadera que se eleva hacia el cielo, dejando al descubierto el redondo pliegue de sus nalgas. Su pierna izquierda se extiende, a lo largo de la cama, con la rodilla descansando sobre el tobillo derecho. ¿De dónde proviene la intensa luz que ilumina su hombro y su costado, su muslo y su cadera? Más allá del campo de mi visión, existe una fuente de luz natural que se ubica en lo alto de la alcoba, en el extremo superior izquierdo. Debe ser una ventana pequeña, que concentra la luz entre gruesas paredes para no difuminarla en el resto de la habitación. Advierto que hunde el pie izquierdo bajo la sábana; sólo el tobillo permanece desnudo. Es posible que Venus no se contemple a sí misma por vanidad. El pie que se oculta apenas entre las sábanas podría ser una muestra de recato. Tal vez se mira en el espejo en busca de una respuesta. Observo la imagen de su rostro, con atención, y comprendo que no se mira a sí misma. Me ha descubierto, y me mira a mí.

 

 

Jueves

 

Recibo noticia de que Isabel denunció esta mañana a su esposo y que la policía lo arrestó dos horas después, en su taller de auto mecánica. El tipo resultó ser un cobarde; la policía no hacía más que conducir una investigación de rutina, pero cuando él los vio, comenzó a chillar y confesó su crimen.

Al final del día visito a Isabel y le llevo un bote de mermelada de frambuesa para los niños. Ella me recibe, con una sonrisa. Sonrío también y ella me deja pasar.

Su niño mayor asesina zombis en la ciudad prohibida. El menor duerme a esta hora, después de comer. Nos arrinconamos de nuevo en la cocina. Saco su expediente y hablo de procesar su solicitud. Pero su rostro me comunica otra necesidad, y no puedo evadir el papel emocional que he asumido por más de una década como ajustador. Es ella la que ha extendido los brazos a los lados, es ella la que se expone a ser lastimada. Me acerco y se acopla a mi cuerpo, y me rodea con sus brazos y me besa en la boca.

Hace diez años, yo habría sido más sutil. Pero ahora prefiero no alargar las cosas. Desabotono su camisa y libero sus pechos y los beso. Rodeo su pezón izquierdo y lo succiono con el sólo propósito de excitarla. Mi boca se colma de un sabor muy dulce. Isabel se tensa.

—¡Leche! —susurro, sorprendido.

Ella está ruborizada. Asiente con la cabeza. Sonrío, la beso en la boca para borrarle el bochorno y regreso a su pecho, y bebo un poco más de su dulce leche. Con los niños presentes, no podemos ir más lejos. Completamos los trámites del seguro y me despido. Cuando abro la puerta, ya por salir, el hijo mayor de Isabel me apunta con la pistola de su vídeo juego y aprieta el gatillo.

 

 

Viernes

 

Con el reporte de policía adjunto, la solicitud de Isabel ha sido aceptada sin problema. La he llamado y le he dicho que pasaré por el motel a las siete de la noche.

Sé lo que sucederá. Ella me estará esperando, reanimada. Me abrirá la puerta y descubriré que sus hijos no estarán allí. El mayor estará lejos de la ciudad prohibida y el pequeño no estará durmiendo sobre la cama. Estarán en casa de alguna hermana de la que nunca sabré nada más. El cuarto del motel estará limpio, los platos estarán lavados y ella tendrá puesto un bonito vestido y un par de zapatos baratos que una amiga del trabajo le habrá prestado.

Y yo estaré allí, con ella, para ella. La volveré a besar y volveré a beber la leche de sus pechos. Haremos el amor para concluir la noche. Y me iré, como acostumbro, antes de la madrugada. Lo nuestro no será una historia de amor; no será nada más que un encuentro casual. También en ello hay una lección, un mensaje vital: aún existen los caminos hacia el amor.

 

 

Sábado

 

Lejos del mundanal ruido, camino entre las columnas de la Galería Nacional, un tanto distraído. De pronto escucho mi nombre. Ana Cristina, mi ex esposa, está frente a mí. Los niños están con ella. Un súbito pánico me sobrecoge.

—¿Cómo estás? —pregunta ella.

—Estoy muy bien —respondo sin pensar; mi voz se quiebra.

Ella me ve con una inmensa ternura.

—Lo lamento —me dice.

—Estoy bien.

—Los niños te extrañan…

Miente, para consolarme. El mayor me mira con cierto recelo; está por cumplir los cuatro años. El menor está en el cochecito, dormido. No puedo contenerme. Lágrimas desbordan mis ojos. Ana Cristina extiende los brazos. Nos abrazamos. Me consuela con un leve siseo mientras acaricia mi nuca, como se consuela a un niño que despierta de una pesadilla.

—Era lo mejor —dice.

Tiene razón.

—Es lo mejor —dice mi propia voz.

Ella coloca sus manos en mi cuello, justo bajo las líneas de mi quijada, y limpia las lágrimas de mis mejillas con sus pulgares.

—Todo estará bien —dice—. Sé que estarás bien.

Asiento con la cabeza. No digo más. Ella me besa en la mejilla, cerca de los labios.

Mi hijo ya no me ve con el mismo temor. Me acuclillo frente a él y me abraza. Le doy un beso en la frente.

—Tenemos que irnos —dice Ana Cristina.

Nuestro hijo se despide con la mano. Y los tres se marchan. Ana Cristina empuja el cochecito con una cadencia al caminar que reconozco y me enternece. Es el ritmo de mis sueños, el ritmo de mis propias palabras. Amo su angosta cintura, la curva de su espalda, sus anchas caderas.

Con la mente confusa, con un nudo en el pecho, camino hacia la sala de Velázquez y me siento, como siempre, ante La Venus del espejo —una ventana al tiempo en este templo del deseo, un refugio de 123 por 177 centímetros de tamaño para el amor que mira y calla.

Y ella, en la distancia, bella como ninguna otra mujer, yace desnuda, reclinada sobre una sábana de seda negra, con el pelo recogido en un moño. Su pie izquierdo se oculta, a medias, entre las sábanas. Su cadera se eleva hacia el centro del cuadro. Y sus mejillas se encienden con el rubor de la sangre que se agolpa porque me ha visto, porque me ha reconocido en el espejo que su hijo Cupido sostiene para ella.

No tengo miedo, no. No tengo miedo cuando me mira. Y sé que ella tampoco tiene miedo. Cansada de estar reclinada, se levanta y se sienta a la orilla de su cama. Me mira con sus ojos negros y sonríe. Se desata el moño y deja que su cabello caiga sobre sus finos hombros. Y se pone de pie y camina, decidida, a mi encuentro.

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Jorge Ávalos (El Salvador, 1964). Poeta y dramaturgo, su obra poética y ensayística ha sido publicada, desde 1979, en suplementos y revistas literarias de El Salvador, entre ellas: LetraViva [suplemento cultural de El Universitario, Universidad de El Salvador], Taller de letras [Universidad Centroamericana], Ars, Tendencias y Cultura. Entre sus publicaciones de poesía se encuentran: El cuerpo vulnerado (1984), Lluvia negra (1992), y El coleccionista de almas (1996). Ha dirigido dos revistas culturales: Matraca Avalovara, ambas publicadas en Nueva York. Obtuvo su Licenciatura en Artes Liberales, con una especialidad en Antropología Cultural y una subespecialidad en Economía, en la Universidad de Long Island en 1997. Jorge Ávalos cursó estudios para una maestría en desarrollo económico en la Universidad de Southern New Hampshire (1998-2000), donde coordinó el “Scaling-Up Institute” un programa de postgrado para practicantes de desarrollo económico local financiado por la Fundación Rockefeller. Entre el 2005 y el 2009 se desempeñó como periodista en el área de investigaciones de El Diario de Hoy, por cuyo trabajo mereció dos premios nacionales y un premio internacional. Ha sido columnista y colaborador (periodista y fotógrafo en temas culturales) de La Prensa Gráfica y de El Faro, entre otros medios de comunicación, en los cuales también se ha destacado por su labor como crítico. Su libro de cuentos La ciudad del deseo fue galardonado con el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán 2003-2004, y fue publicado en septiembre, 2004 por Editorial Géminis, Panamá. Por El secreto del ángel recibió el Premio Centroamericano de Literatura Mario Monteforte Toledo 2012. Actualmente dirige la revista electrónica La Zebra

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