NARRATIVA
Tres noches con Lily
Por Javier Suazo Mejía
1
LA CONOCÉS A TRAVÉS DE UNA APLCACIÓN, Duoo, y en el mismo día, aquí estás, esperándola, en el bar más fiera de Managua.
Vos sos loco, pueta. Pudiste haber ido a cualquier lugar de la ciudad y de fijo hubieras conocido a una chavala sin tener que implicar tanto a esta tecnología que vos decías despreciar… o que despreciabas hasta que los viejos te regalaron la pulsera OneMe40.
¡Qué fácil caíste en su trampa! Solo así pudieron hacerte socializar, maje. Pero es lo último en tecnología y se comprende ¿no? Además de darte la hora, te consigue la chavala de tus sueños.
Ahora, estás obligado a salir de tu caparazón y enfrentarte al mundo real entre los muslos de esa jaña que has citado.
Luces tenues, olor a tabaco y ron, música suave, jazz. Justo lo que te gusta, la razón por la que escogiste este lugar. Por los datos del perfil de la chavala, este es, también, el ambiente que ella prefiere. Todo se alinea, prix.
Duoo no es cualquier cosa y te evita las complicaciones usuales de agarrar jaña. La inteligencia artificial te dejó sin aliento ¿verdad? ¡Bienvenido al siglo XXII! Ya llevabas demasiado tiempo de «contemplación de la naturaleza», de «vida orgánica-vegana», era lógico que tal despliegue de innovación científica te capturara casi de inmediato.
¡Mirá, ahí viene! Es ella, loco. Es puntual, ¡y está linda, jueputa! ¡Qué belleza de rostro, pueta! Ve, parece europea.
La verdad, es mucho más de lo que has conseguido en toda tu jodida vida, jueputa.
Podrán decir que está un poquito mayata y algo flaca, pero así te gustan a vos ¿verdad, pueta? Así como góticas.
¡Andá, pues! ¡No te quedés callado, maje!
…
No sos muy creativo, te diré. «Hola, mucho gusto, yo soy Abel.» ¿Y quién más ibas a ser? Ella ya vio tu foto y toda tu aburrida historia en el perfil de Duoo. De plano no sos James Bond, maje. Pero eso si habría estado más original: «Mi nombre es Bond, James Bond.»
Ella es más sencilla, pero mucho más elegante cuando te dice:
—Podés llamarme Lily.
—Me gusta el nombre de usuario que te pusiste. «WhiteRose» es muy poético —le decís. Sos un cursi, baboso.
—Lo puse sin pensar. Lily es mejor.
Asentís y luego la llevás a un rincón acogedor dentro del mismo bar. Le preguntás si se toma algo y acepta: un Vodka Tonic con bastante limón. Vos pedís otro, porque la verdad no sabés qué putas pedir.
Dos, tres, diez palabras y ya estás hechizado, broder. ¿Y cómo no estarlo con esta belleza de rostro de ángel pintado por Da Vinci? Como te decía, está algo flaquita, fijate, pero es linda. Tiene un no sé qué como mágico.
Por eso, no dejás de ver sus manos que aletean alegres cuando habla, sus labios de un rosado pálido que te recuerdan a un estanque secreto en medio de un jardín bajo el sol del verano.
Las manos que son gaviotas y la boca, alberca de aguas diáfanas, te tienen, ahora, cuatro horas después, frente a la puerta de tu apartamento, a punto de entrar con una desconocida a quien creés conocer, para cumplir con el explícito y establecido deseo de hacer el amor conforme ella misma te lo ha solicitado.
Es increíble, loco. En veintisiete años de vida no has pescado ni un resfriado y hoy te salta encima la trucha más deliciosa del estanque.
¿Será una ladrona?
Mientras buscás las llaves en todos tus bolsillos, nervioso porque parece inminente que vas a echar un palo —después de una vida entera de celibato—, una sensación impertinente y mezquina te está jodiendo, halándote las orejas, haciéndote cosquillas en la panza, jincándote el culo, clavándote los dardos de la misma pregunta mierda ¿Será una ladrona?
Pero bueno, ya está, encontraste la llave, abriste la puerta, y en la complicidad de las sombras de pronto estás sin camisa, sin pantalón, sin calzoncillos, sin pudor, sin calma y con la lanza en ristre, dispuesta a masacrar lo que se le ponga por delante.
Y así fue la primera noche con Lily, y la última de tu castidad. Trafalgar, combate naval sobre el océano de tus sábanas, y vos hundiendo la flota en la espuma entre sus muslos. Fue un coito desesperado, de profundos gemidos y repentinos sobresaltos en los que subías al cielo y caías en el infierno casi en simultáneo.
Afuera, la peste comenzaba a danzar sobre las calles solitarias de la ciudad. Llegó abrazada a un guitarrista alegre que venía llegando de Nueva York, para encontrar una tierra que solo existía en su recuerdo, y un amor que, por algún milagro o ironía, le había esperado por diecisiete años solo para morir cuatro días después, a causa de la plaga que el músico arrullaba en su saliva.
Pero esa es otra historia. A vos anoche solo te importaba esa piel blanca, aterciopelada como la superficie de un durazno, que te envolvía en el más exquisito retozo que jamás te hubieras imaginado. Tu primer polvo, con un ángel que tuvo que haber sido dibujado por Leonardo Da Vinci.
WhiteRose…
2
La criatura angelical amanece entre tus brazos, acurrucada, con sus caderas entre tus piernas, y su espalda pegada a tu pecho. El espejismo no se ha desvanecido y vos estás envolviendo esa aparición seráfica con el calor de tu cuerpo.
Dudás, por un instante, que la felicidad sea instantánea. Pero aquí está, transfigurada en esta chavala de rostro renacentista y cuerpo delgado, con el deseado relleno en las partes más importantes.
Te quedás contemplando sus hombros que parecen cubiertos de leche espumosa; el cuello grácil, sensual, del que nace esa cabellera corta, de pelo de seda, tan negro como los abismos de la noche.
Entonces, un diablillo desconocido hace su aparición en tu torrente sanguíneo y antes de que podás defenderte, te clava el ponzoñoso dardo del amor en el pecho. Vuelven a buscarse en el sexo, pero esta vez algo ha cambiado en la ansiedad de tu corazón. Las riendas que te arrastran hacia ella ya no están anudadas por la lujuria, sino por una inconmensurable necesidad de completarte, de volverte parte de un todo misterioso, mágico e indisoluble.
El olor a semen y humores vaginales todavía llena tu habitación cuando la ves levantarse, vestirse, arreglarse el pelo y volver su mirada hacia vos. Unos ojos que te miran con un hambre voraz y, diríase, eterna.
—Sos idéntico —te dice, y no entendés. ¿Idéntico a quién? Por primera vez, el demonio verde de los celos te hinca los dientes en el alma. Desde ese momento, tus pensamientos son como el remolino pardo y sucio de la mierda que desagua por el excusado.
Pero no te atrevés a preguntar. Así es como se acumula la basura en tus entrañas.
Ella se acerca a vos, se inclina, te besa, da la media vuelta y sale de tu habitación, de tu apartamento, de tu mañana, dejándote dicha una sola frase:
—Voy a volver.
Te has pasado el día entero pensando en ella, en Lily, el ángel de labios gruesos y rostro pálido que te succionó el alma con su vulva insaciable y su abrazo desesperado.
WhiteRose…
«¿Y si ha ido a verlo? ¿Al otro? ¿Al que se parece a mí?», te susurran los celos con impertinente constancia. Las voces también te recriminan haberla dejado ir. Debiste haberla obligado a quedarse, a seguir cogiendo con el imparable frenesí de aquellos que ven cercana la muerte.
Viviste toda una vida huyendo del contacto humano, ahora que alguien te ha acariciado el espíritu, ya no podés vivir sin paladear la sal de su piel. Te jodiste, pueta.
La insondable soledad te empuja a escribir los más desgarradores versos que hayás escrito en toda tu vida. Garabateás a mano, con pluma de tinta roja, sobre el cuaderno de papel reciclado y fundas de cuero en donde vas acumulando obras maestras. Pero nada llena el vacío de su ausencia.
El sol ya besa la curva de los montes cuando llaman a la puerta. Corrés, abrís y es ella quien se lanza a tus brazos, y te come la boca en un beso que inunda tu cuerpo con la cálida sensación de seguridad y paz que has anhelado todo el día.
No hay palabras, el único lenguaje permitido son las caricias, los rasguños en la espalda, las mordidas en los labios, tus dedos en su boca y los de ella en la tuya, los tirones de cabello, tu lengua humedeciéndole el jardín de las delicias y su boca comiéndote el eje de tu masculinidad, los abrazos incandescentes y la fluorescencia que surge de la unión de tu falo con su vagina.
WhiteRose…
La noche se consume en la pólvora de la incontenible pasión.
Con el agotamiento, llega la paz, y con la paz, surgen a la superficie, de nuevo, las palabras que parecían haberse exiliado de este mundo.
—Te am… —vas a decir la palabra prohibida y ella te calla con un beso, largo, húmedo, de lenguas convertidas en boas entrelazadas mientras se aparean.
—Yo también —te dice Lily después, con sus ojos que ahora son dos gotas de lava viva—, pero no digás nada. Cada palabra nos roba un segundo de tiempo.
Te dejás abrazar, sus piernas se entrelazan sobre tus caderas. Su diminuto pie, desnudo, recorre tus nalgas, tus muslos, tus pantorrillas, hasta posarse sobre la planta del tuyo. Te gusta.
Pero la paz eterna no existe para los amantes, y la voz del diablo de los celos reaparece con la misma pregunta que no podés evitar:
—¿A quién decís vos que me parezco?
Lily ha intentado apagar tus palabras, pero sus dedos sobre tus labios no han llegado a tiempo para impedirte terminar la frase.
Baja la mirada, acaricia tu mano, una lágrima desciende por su mejilla.
—Es alguien que murió hace mucho tiempo. Muchísimo antes de que vos nacieras.
—¿Pero cómo…?
—¿Sos feliz conmigo? —te pregunta ella.
—Sí, pero…
—Entonces, no perdamos el tiempo con cosas que no importan. ¿Qué harías con los segundos que tenemos si yo te dijera que solo nos queda un día más para estar juntos en este mundo?
Te quedás callado. Está bueno que te pase por caballo, hijueputa. ¡Tenés un ángel entre tus brazos, y salís con una pendejada como esa! Con razón has vivido solo toda tu vida, pueta.
Ella adivina, en tu mirada, la desolación que se ha adueñado de vos. Te arrulla con una ternura maternal, y te llena de besos el cuerpo entero hasta que vuelven a entregarse al amor.
En algún momento de la noche, ya rendidos ante la tiranía del sueño, sentís que ella no está allí acurrucada a tu lado, pero una invencible pesadez se ha apoderado de tus párpados y seguís durmiendo a pesar de la ansiedad que te hace cosquillas en el cerebro.
WhiteRose… Lily…
3
Cuando el sol traspasa las cortinas de tu habitación, ella aparece haciendo a un lado las legañas de tu sueño, desnuda, abrazada a vos, contemplándote en silencio.
Una alegría, que hasta ese momento desconocías te invade.
Se acerca, te besa, hace un remolino con tu espíritu.
—¿Quién sos, Lily, WhiteRose, amor? —apenas terminás de hacer la pregunta y sabés que has dicho algo estúpido porque eso no importa. Lo que sí es relevante es que ella sigue aquí, pegadita a vos, piel de tu piel y calor de tu vida.
Una lágrima brota de sus ojos.
—Me has enseñado tanto —te dice. Se aparta y se pone de pie.
—¿Te vas?
—Tengo mucho más trabajo que ayer. Pero también hoy voy a regresar.
Una inexplicable sensación de orfandad te inunda el cuerpo, viene acompañada de un hielo que te pone la carne de gallina.
—Desde ya te extraño —le decís—, es como si cada vez que te vas me quedo más vacío.
—También yo siento lo mismo —te responde y se va.
Querés escribir y las palabras se atoran en los recovecos de tu mente. Tomás un libro que has estado leyendo desde hace un par de meses y no lográs terminarlo. Es corto, no más de cuarenta páginas, un libro de poemas de Cesárea Tinajero, el único que la fallecida poeta publicara, aunque póstumo, y que la convirtió en un mito para toda una generación de jóvenes poetas mexicanos en la década de los 80. Su vida estuvo rodeada de misterio, desapareció de la escena por décadas y murió en medio de una balacera, en circunstancias confusas. Poco tiempo después, alguien encontró sus versos y los publicó, desatando una fiebre sin precedentes por su obra. Durante años quisiste conseguir una copia del poemario, y ahora que por fin lo tenés, no podés pasar de los primeros diez poemas. Son buenos, también son crípticos, pero no lográs juntar las ganas para seguir adelante con la lectura. Mucho menos ahora, WhiteRose ha taladrado tu cerebro y se encuentra en lo más profundo de él, comiéndote los sesos.
«¿Y si me mintió? ¿Si ha ido a verse con ese tipo al que ella dice que me le parezco? Deben estar cogiendo, ella es insaciable, tiene que estar revolcándose con él». Vos solito te quebrás la cabeza, pueta. ¡Puta! ¿No te basta con que la jaña te haya escogido a vos de entre los cientos de miles de majes que pudo haber conquistado aquí en Managua? Sos pendejo.
Mejor encendés el SmartWall, necesitás algo que te distraiga. En la pantalla aparecen las noticias de la mañana: cinco muertos a causa de un extraño virus que recién se detecta en la ciudad, una decena más de ingresados con los síntomas, rumores de un nuevo caso de corrupción, dos arrestados por narcotráfico.
Quitás las noticias, esas no te van a calmar nada. Ponés la aplicación de música para relajación, te echás sobre la cama y clavás la mirada en el cielo raso. Cuando te das cuenta la mitad del día se ha disuelto como granos de arena en el mar del tiempo.
Regresó hace media hora y está ahí, callada, acurrucada en el sillón, frente al SmartWall, con sus grandes ojos grises clavados en la pantalla, atenta al recuento de víctimas del virus. Los muertos han aumentado de manera exponencial y los hospitales pronto serán insuficientes para la cantidad de enfermos que llegan en busca de auxilio médico.
La lengua te quema por preguntarle la caballada que has estado rumiando toda la tarde. Sos pendejo, pueta. Sos un intestino, tóxico, perfecto para hacer mierda la felicidad que ha venido a buscarte a tu propia puerta. Y aunque tu cerebro, tu corazón, y yo te insistimos que no vayás a abrir las tapas, tu estupidez es más fuerte que todo y soltás la pregunta:
—¿Por qué lloraste por él? Si murió antes que yo naciera. No podías haberlo conocido.
Lily te mira con misericordia. Se levanta del sillón, apaga el SmartWall, se desnuda frente a vos dejando relucir la luminosidad de su piel en la penumbra de la sala. Se acerca. Te desviste con paciencia de tortuga. Besa tu boca con la pasión del amante que no volverá. Deja que le acariciés el pubis hasta que la humedad corre por tus dedos y, tras el primer temblor que estremece su cuerpo, te toma de la mano y te lleva hasta la cama, que aún está sin arreglar desde hace tres días. Está demás describir las atrevidas acrobacias de las que es mejor dejar, como único testigo, al lecho taciturno en el que, antes de ella, solo dormías con tu soledad.
La medianoche se acerca. Ella te despierta con un beso.
—Lloro por él porque lo amé —te dice. Hay lágrimas en sus ojos.
Un pánico silencioso se apodera de tu garganta, no podés articular palabra alguna. ¡Ve, se quedó sin versos el pueta!
—Sí lo conocí. Yo estuve allí desde que él fue concebido, cuando nació, a lo largo de su vida y en el momento de su muerte —Lily habla con una seriedad que te hace imposible cuestionar la veracidad de sus palabras.
—¿Pero cómo? —es lo único que logra estructurar la torpeza que te enreda las ideas.
—Vos sos él en todo, pero vivís en otro tiempo —las palabras de Lily te dejan aun más aturdido y le decís que no entendés nada, que estás confundido. Ella te sonríe, con esa mirada de profunda misericordia. Ahora, en lugar de parecer un ángel renacentista, tiene el rostro de una madona mártir.
—¿Todavía lo amás? —le decís mientras el mundo gira a tu alrededor.
—Sí, por eso vine a vos.
Ahora, las lágrimas corren por tus mejillas, pueta.
—Nos queda poco tiempo, unas cuantas horas. ¿Cómo querés que vivamos estos instantes? Te concedo ese deseo —ella habla envuelta en un intoxicante perfume con aroma de amor. Tu corazón palpita desbocado al percibirlo.
—Soy una candela y vos, el fuego. Si mi destino es que me consuma pronto, que sea por tu llama —al fin le hacés un poema, y este se le clava en el pecho.
—Antes de que el día de mañana termine, vas a morir, Abel. Pero yo te voy a sostener en mis brazos cuando ese momento llegue, y después, mi amor, vamos a caminar tomados de la mano.
—¿Sos una asesina en serie? —le preguntás en medio de un letargo similar al que produce el consumo de estupefacientes.
—Yo no mato a nadie, mi amor. Ese es trabajo de la Muerte. Mi labor es guiar a las almas por la senda del Más Allá. Soy lo que ustedes llaman, un psicopompo, un ángel que conduce a los muertos.
—Esto es una locura —decís, aunque apenas no se escuchan tus palabras.
Ella entiende tu confusión. Te da un beso largo, tierno, que se convierte en un bálsamo de paz. De pronto, es como si todos tus sentidos se abrieran a otras realidades hasta entonces ocultas en el entramado del universo.
—Estuve presente en los primeros tiempos de la Creación —las palabras de Lily mantienen ese tono de convicción que avala su veracidad—. Presencié el nacimiento del primer hijo de Adán, Caín, y el del bebé que le siguió, Abel. Y, por alguna razón, amé a este último con intensidad desde el momento en que nació.
Lily te toma de la mano, mira tus ojos y es como si para ella se proyectara la historia de la humanidad de inicio hasta la actualidad.
—Ya sabés que Caín mató a Abel —te dice—, esa fue la primer alma que guié hacia los infiernos, y nunca más supe de él porque no me fue permitido. Lo anhelé por siglos, hasta que hace poco, no más de tres días atrás, te encontré y supe que llevás la idéntica huella de mi amado.
—¿Pero cómo es posible?
—Cada uno de ustedes, los mortales, tiene un código, irrepetible, en él va toda la información que los identifica en cuerpo, alma y espíritu.
—¿El ADN?
—Como lo llamen. Es una probabilidad abismal que ese código se repita, pero vos tenés el de Abel, no sé cómo ni por qué, así que tuve conocerte para comprobarlo.
—¿Y por qué tengo que morir? —le decís con un leve tono de reproche.
—Porque así ha sido decretado. Nadie puede cambiar eso. Hace tres días te cruzaste con un hombre que llevaba una guitarra. Intercambiaste unas palabras con él y en esas palabras iba un espíritu de muerte.
—¿Un virus?
—Vine a Managua a recoger las almas que morirán por ese espíritu. Vos estás entre ellas y voy a volver a perderte.
—¿No queda nada por hacer? —tu voz ha cambiado su tonalidad, revela tu desesperada necesidad de absolución, justo ahora que has encontrado el amor.
—Solo lo que has pedido, lo que anhela tu corazón: consumir tu último aliento conmigo.
Pensás que es irónico. Ella te ha esperado a través de toda la historia, vos has vuelto de manera inexplicable a sus brazos, en tres días han consumado su amor y ahora, se repite la despiadada separación.
Entonces, te das cuenta de la irreductible verdad del tiempo relativo, de que un segundo puede ser la eternidad o que un milenio puede caber en un grano de arena, y una inexplicable paz te llena el estómago, los pulmones, la tráquea y sube hasta tu mente. Te inclinás sobre ella para darle un beso. Lily te recibe con deseo. Un calor agradable los anuda.
Van a hacer el amor durante una eternidad, pueta, o unos cuantos minutos, es lo mismo, hasta que llegue el tiempo de tu segunda muerte.
Tegucigalpa, 10 de julio, 2020
Javier Suazo Mejía. Artista hondureño nacido en Tegucigalpa, 1967. Se ha desempeñado en diversas áreas del arte, como actor, dramaturgo y director teatral en el Teatro Universitario Libre de Honduras (TULH), y, siempre en la actuación, en el Teatro Taller Tegucigalpa (TTT). Asimismo, fue director de arte de la Compañía Nacional de Arte Dramático. Realizador cinematográfico con varios documentales, cortometrajes y largometrajes exhibidos: La hora muerta (1989); Colores y sabores (2008); Toque de queda (2012); Cuentos y leyendas de Honduras (2014); El encarguito (2018); Kaha Kamasa: En busca de la ciudad perdida (2019). Músico compositor y bajista en la banda de rock Triángulo de Eva con un álbum grabado: Cien años (1998).