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El olvido de Marco Polo

Por Horacio Biord Castillo

Las sombras se esconden tras la columnata de Bernini y, desde abajo, por las gruesas columnas, trepan hasta la cornisa figuras ambiguas que hablan con las estatuas. Conversan y a ratos discuten. Se les ve accionar las manos y gesticular apuradas, con violencia, intranquilas, en medio de la zozobra. Los apóstoles miran y saben que el río guarda secretos en sus aguas. Abajo, en el lecho, como escondidos, viven seres muy antiguos. Intuyen el rumbo de los vientos y trazan a la perfección lo que ocurre en el presente, el destino de los años, lo que ha de suceder.

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Las luces del Vaticano están apagadas desde temprano. Gran parte de Roma permanece a oscuras. Nadie sabe por qué. En realidad es un eufemismo. Todos conocen la causa. La han sufrido. Sin iluminación, el Vaticano parece un inmenso castillo en medio de la quietud y la noche despejada.

El silencio envuelve toda la ciudad y desdibuja ese carácter eterno que muchos le atribuyen, a pesar de los altibajos de su historia.

Por los bordes, las siete colinas se estremecen cuando rememoran épocas de destrucción y aniquilamiento, vividas siempre de manera agónica. Grandes cocodrilos capturados por dioses con cara de fieras en los remansos del Nilo, jirafas, elefantes, leones melenudos fueron sacrificados y hombres, muchos hombres, murieron entre las fauces de las bestias o a mano de gladiadores que tal vez, por su violencia, deberían ser llamados hijos de la ira o esclavos del volcán. La oscuridad lo envuelve todo, pero no es la primera vez. Roma sabe de orgías e incendios, de odios y pasiones sin medida, de traiciones.

 

Los medios de comunicación recogen la noticia y la divulgan por todo el mundo. El papa ha sido encarcelado. Las autoridades lo niegan con disimulo e hipocresía, pero saben muy bien lo que ha ocurrido. Una mujer grita, escondida entre las sombras de la plaza. Llama al papa. Impreca a la guardia suiza. "Cuídenlo. Sálvenlo. Den su vida por él. Atrévanse", suplica retorciéndose por el dolor, la tristeza y la frustración. A pesar de sus gritos desgarrados nadie la escucha sino un monje, disfrazado de eremita y a veces de caballero andante, que recoge mendrugos en los basureros de las calles cercanas mientras anuncia con histrionismo el fin del mundo, tal como le ha sido revelado. Debió habérselo anunciado un espíritu inmundo y no un ángel porque si no recitaría las visiones del Apocalipsis y hablaría de una parturienta y de serpientes terribles a las que no menciona ni alude.

 

La mujer de las sombras enciende una cerilla y se ilumina como si mil rayos cayeran sobre sus facciones. Habla con acento extraño. Solo el monje puede entenderla, en virtud de tratos misteriosos con íncubos extraídos de un índice de prohibiciones que guarda y venera una hermandad de sacerdotes y laicos numerados. Tal vez sea una lengua distinta, quizá no humana o anterior a los sonidos que Adán pronunciaba al darle nombre a plantas y animales, a las estrellas que veía en el cielo y a los vientos que soplaban por la tarde en las estancias del jardín primigenio. "¿Dónde está el papa? ¿Dónde lo han escondido? ¿Lo asesinaron? Digan la verdad, políticos deshonestos, cobradores de impuestos, ladrones, sepulcros blanqueados. Digan dónde está. Díganlo. Digan quién lo mató. No se conformaron con detenerlo, sino que lo sacrificaron como un cordero en esta hecatombe que apenas empieza. No era esa la profecía. Ustedes torcieron el sentido". El monje escucha, aunque simula no entender el recóndito sentido de las palabras de la mujer. Quisiera ser él quien habla y acusa, quien desvela a los fieles el arcano.

 

Las sombras dan vueltas en la plaza y van formando laberintos. Mugen bueyes; adquieren forma humana y gritan insultos que manchan la piel prístina de la creación. No habrá hilos y nadie encontrará la salida. Eso lo sabe el monje. Lo sospecha. Alguien se lo dijo antes de que cometiera la herejía. Lo ha callado, sin embargo. Es mejor pasar desapercibido. La mujer grita y es la única luz en una ciudad a oscuras. El ángel del castillo mira con pesar la lobreguez que envuelve balcones y templos, que cierra ventanales y portones.

 

 

 

 

Se ha consumado el tiempo, piensa el monje. "Ha llegado el momento, mi momento", se dice en voz tan baja que ni él alcanza a oírse con precisión. La mujer emplaza uno a uno a jueces, ministros, alcaldes. Llama por su nombre completo a cada general, a coroneles y soldados, a fiscales y diputados. Todos conforman una organización de complejos intereses y venganzas, como las pandillas que según dicen prosperan en los reinos del sur, no tan distantes pero sometidos al capricho del fuego de las montañas, a las corrientes que separan y juntan rocas en el mar ocultando a Ítaca y hundiendo ciudades. Todo eso lo dice la mujer en un dialecto empleado por ancianas y comadres que cuchichean entre enramadas y quioscos en parques con pocas flores y mucha tierra, bajo la ardiente mirada de mujeres vestidas de negro, en los suburbios más pobres y apartados, donde ahora sobreviven aquellos que lograron escapar del océano y las tragedias que avinagran sus aldeas y países.

 

"¿Dónde está el papa?", no cesa de gritar la mujer mirando las puertas de la basílica. "¿Lo mataron? ¿Dónde dejaron el cuerpo? ¿Acaso no escuchan los lamentos de las vírgenes zánganas y de las otras que supieron aguardar al marido con lámparas y bebedizos?". Las sombras se hacen más espesas y por el río descienden barcas con cadáveres desfigurados por los dedos de la pandemia. Mueren hombres y mujeres, mueren niños porque ya no quedan ancianos. El mar los recibirá y algún cronista mil años después ha de describir el dolor de estos días, la indefensión de personas que no entendieron la metáfora de la gran torre. Se empeñaron en cimentar terrazas y apuntalar agujas en los pisos más altos, desde donde ya no se puede divisar el mísero polvo que mancha los pies de los caminantes y obliga a lavárselos antes de entrar a los recintos sagrados. "¿Dónde está el papa?", grita la mujer. "Han matado a un inocente". El monje oye y calla. Sabe que la fémina tiene razón. Lo debió haber soñado o quizá escuchó la voz que él mismo hubiera querido sentir en su corazón para proclamarla.

 

La peste fue creada por sabios que conocen la alquimia, mezclando sin titubeos males, infortunios y dolores, padecimientos horribles, hierbas, humores gélidos y calientes, como en los tiempos desaforados de la lepra que castigó a los pecadores sin distingo de sexo. La vacuna no es más que una poción para rematar a quienes puedan sobreponerse a los síntomas y al ansia desaforada que tiene la Muerte de sumar adeptos para su altar. Eso parece decir el monje. Quizá se lo oyó a la mujer. "Al papa lo asesinaron con la vacuna", grita ella y las sombras acurrucan el eco de sus palabras. "Un arcángel lo protegió de la peste, pero mercenarios llegados por Venecia lo mataron con esa sustancia infecta y diabólica".

 

"El papa en Roma dejará de estar", afirma santa Hildegarda en un fragmento perdido de su lengua ignota. Los filólogos comparan códices y discuten si la frase debe traducirse como "morirá" o "desaparecerá". Un escritor ciego logró precisar la etimología del verbo, pero su viuda se niega a divulgar el manuscrito. Lo resguarda en las bóvedas de un banco por temor a editores sin ética. Ese estudio por años consumió la vista del erudito en sus aposentos del fin del mundo.

 

El monje se crispa y decide hablar. Oye a la mujer que dice con fuerza lo que muchos sospechan: "La peste la fabricaron en ánforas vampiros amarillentos". "Hombres que comen ratas, impíos y ateos, con ropajes de seda, o quizá la trajeron en naves voladoras seres deformes", vocifera como respuesta el monje. "Calla", tercia la mujer. Roma está a oscuras y se oyen voces y sonidos. "El papa ha muerto. Habemus vacunas", anuncia el espectro de un cardenal. La gente no puede entender. La peste avanza y enfermeras vestidas de rojo vacunan sin cesar, una y otra vez, a los fieles que imploran clemencia al cielo.

 

"Cada mil años llegan nuevos monstruos y desaparecen los menos aptos ", advierte en un idioma de sonidos guturales un hombre que lleva en sus manos huesos y tortugas. La mujer lo mira. El monje otra vez simula no escuchar. Nadie entiende. Pregones y vendedores de jeringas gritan "Nuevos confinamientos", "Decretan más encierros", "No sirven las vacunas".

 

En Catay a veces fuman cáñamo y no opio, olvidó precisar Marco Polo.

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Horacio Biord Castillo Escritor venezolano (Caracas, Venezuela, 1961). Ha publicado varios cuentos y poemarios. Ha escrito dos novelas. Las ilustraciones fueron realizadas por Kevin Alves Burgos (Caracas, Venezuela, 1995). Estudiante de la carrera de arquitectura en la Universidad Central de Venezuela. Ha realizado ilustraciones para diversas publicaciones.

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