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Recado desde Estocolmo
 

Diciembre de 1945

(Carta apócrifa de Gabriela Mistral)


Por Gloria Guardia
 

«Para Gabriela Mistral el destinatario [el escritor austriaco Stefan Zweig] está ya por fuera del espacio humano.  Se  diría que después de todas las pérdidas y duelos de su vida el único interlocutor posible es ése que se ha ido ya irremediablemente pero con quien ella tiene el poder de comunicarse, como pareciera que se comunicara después de haberse ido ella misma con la autora apócrifa Gloria Guardia para escribir, con la finura de su estilo, su recado. Escrito éste con el sosiego de quien ha asumido el terrible don: ‘esta palabra que albergamos como un puñal hendido, sin piedad, en la carne’».

 

                                                                                                

Balcázar Bucher

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Gabriela mistral

Stefan Zweig, inolvidable maestro: van adjuntas unas letras que inicié hace días donde hallará usted un recado sobre el premio que me acaban de conferir y que llegó tarde, demasiado tarde, cuando usted y los que mucho he amado se han marchado y me han dejado huérfana en este valle inmenso. Algunos tienen destinos de perdedores de fiestas. A otros -y creo que esto es lo que más duele-, nos toca la herida de la torpeza del atraso. Es cuando se aborrece más al duende malo que se ha comido el pobre requesón de nuestra nochebuena.                                                      

 

La noticia. Su fiesta perdida -la mía, inmerecida y, en lo afectivo, atrasada-, ha sido, claro, el codiciado Nobel. Empecemos por contar que cuando me comunicaron la noticia, allá en Petrópolis -en esa tierra tan suya como resulta mía-, se me escapó un "Ahora, ¿para qué?"-, con que ha hecho festín de sordos el diarismo. La frase, cuajada de mis pérdidas y penas, ha viajado conmigo, ha andado untada a mi cuerpo desde que inicié la travesía de un círculo polar al otro. Los de las gacetillas no se cansan de citarla. Hay cierta morbosidad que alcanza a las multitudes; cierta impermeabilidad hacia la herida ajena que es lo que alimenta al hombre a la hora meridiana. Nada, que es asunto de acostumbrase y no decir a flor de labio lo que en el corazón reposa. De esta fecha en adelante las horas de las intimidades serán todavía más escasas, y más ralos aún, aquellos que reciban como usted, amigo, los párrafos de nuestra amistad abierta.                           

 

Nosotros supimos la noticia del premio por un telefonazo del embajador de Suecia. Tal cual, como cuando M. Dominique Braga nos avisó de la desventura de la partida suya, absolutamente inesperada, y los muchachos aquellos nos comunicaron lo del accidente funesto de Yin-Yin, a media noche. Todo, lo malo y bueno dicho por medio de palabras que he oído a través de un aparato negro, sin entender el diálogo. "No puedo oírle, señor embajador: hable usted más alto. El teléfono está mal. No le oigo todavía. No puedo oírle, no le puedo oír". Y después aquel "Ahora ¿para qué?" que le ha dado no sé cuántas veces ya la vuelta al globo. En el caso suyo creí, primero, que había sido un accidente de auto y busqué a mis amigos de Petrópolis. En el de Yin-Yin, mi niño-Miguel de miel y niebla (el que fue mío como cosa parida), desde un primer momento estuve cierta de que había sido un crimen que trataban de cubrir con el hediondo embozo de un suicidio. Y ahora, ahora tenía ya tanto miedo de saber, amigo mío, tanto temor, que no quería preguntar si era o no el embajador el que me hablaba y, peor aun, si era o no cierto lo que me comunicaba.                            

 

Cierto ha sido y aquí me tiene desde principios de diciembre en este país que junta lo fabuloso con lo mítico; en el Estocolmo, listado de canales grises, de nuestra Selma Langerlöf. Creo yo, eso sí, que los de la Fundación Nobel y la Academia Sueca se decidieron a última hora por mi nombre para apaciguar la tempestad hace rato desatada entre el amigo de México y el de Venezuela. Y por esos juegos del destino incierto habré de quedar en archivos y memorias como la maestra rural que el rey nórdico sentó en su mesa, le entregó diploma y medalla de oro y coronó como la reina de la fiesta. "Todas íbamos a ser reinas", se me ocurrió balbucear un día con imaginería tropical vivida en un valle caliente. Reina fui desde temprano y por virtud de aquellos amargos Sonetos de la Muerte. Y más que reina habré de ser, de ahora en adelante, aunque por ese título -lo sé-, mi sangre he de seguir vertiendo. ¡Terrible don el nuestro, admirado maestro! Suplicio largo esta palabra que albergamos como un puñal hendido, sin piedad, en la carne. Alguien me ha dicho, desalmado, que aún me quedan más de mil jornadas bajo el sol ardiente. El surco de la espera resplandece. ¿Cuándo habrá piedad para mis labios mustios?                                    

 

Nuestra condición de Premio Nobel en país de civilidad tan ejemplar como Suecia (Dios se la guarde y el diablo de Stalin no se la muerda), nos ha regalado algunos gramos de entusiasmo humano. Desde nuestra llegada a esta tierra hemos sido tratados -no con majadería de adulones-, sino con la más alta cortesía urbana. ¡Qué necesidad tiene un estadista, un físico, un químico, un médico y un escritor de contar con servilismos y politiquerías! Aquí, nadie hace reverencias a la envidia goyescamente bizca. Aquí, Flemming, Chain, Florey (Medicina), Vitarnen (Química), Pauli (Física) y esta amiga suya hemos recibido la estima inmensa y sana de otra raza y nos hemos sentado a conocerla como a catar un vino viejo, bien prensado, de cosecha buena y perfume delicado. Todos -desde la doncella sonrosada y tierna del Grand Hotel, donde nos tienen alojados junto a Palacio Real y frente a los canales, hasta el rey Gustaf y su familia-, hacen gala de esa sencillez que revela gran raza en cualquier oficio. Son gentes éstas con mayorazgo que bien caminan, bien se sientan, bien comen, bien saludan y bien piensan sin que se les atraviese ninguna pedantería en la palabra y en el gesto.        

 

La ceremonia. El domingo 10 ha sido, desde hace casi medio siglo, el día de la ceremonia. Se conmemora, en esa fecha, el onomástico de Alfred Nobel, el químico que, si bien multiplicó la muerte con la dinamita, tuvo la chispa de dejar su legado de amor -su semen de cordura-, a través de los cinco galardones que instituyó a su muerte.                                                             

 

El Estocolmo de esa mañana despuntó sin sol, con repique de campanas y poblado de una escarcha suave que reposaba ya sobre pinos y tejados puntiagudos: picos, en fin, para una cordillera urbana. Desde la ventana de mi habitación y, mientras rompía el ayuno matinal con un té humeante y aromático y un buen pan con variedad de mermeladas -fantasía de frutas en almíbar para el paladar chileno- observé las idas y venidas de un corro de niños envueltos en bufandas coloradas-mansas-coloradas. A pocos pasos de distancia, rodeados de escasas palomas, caminaban lentos, cabizbajos, ancianos enfundados en sobretodos tan pardos y zurcidos como ha quedado este solar de Europa, tras los delirios criminales de Hitler y de Mussolini. Hay que observar a este pueblo, amigo mío; hay que clavar el ojo e hincar con humildad el alma ante esta gente de paso acompasado, de sonrisa franca y semblante rollizamente sano para llegar al hallazgo de un corazón legítimo. Se trata de ese corazón que durante la pesadilla que recién acaba de padecer el mundo, supo abrir -sin gestos histriónicos, ni charlatanerías-, de par en par sus válvulas inmensas para acoger en su sangre y sus entrañas a miles de judíos alemanes y de refugiados finlandeses, rusos, daneses, húngaros, noruegos y holandeses. Claridad llamó yo el regalar de regalo profundo al perseguido y al menesteroso; mejor que eso, el regalarlo sobrenaturalmente. Déjeme, maestro Zweig, que meta en casillero de "claridad" el gesto de acogida de los suecos y que siga dando mis razones para que los honremos, pese a la sonrisa mezquina, socarrona y turbia de nuestros viejos criollos.                                          

 

Largo preámbulo éste para decirle, amigo, que poco después del mediodía acudió, puntual, en busca mía el edecán que el ministerio de Relaciones Exteriores, a través de Protocolo, ha designado para que me acompañe y sea mi intérprete en todas partes. Asombro me causa ver a este atleta rubio -nadador, ciclista, domador de los "skíes" y discípulo lejano del gimnasta Per Henrik Ling-,  metido por quien sabe qué travesura del destino a diplomático de la corona sueca. Grácil y urbano es, casi dulce llamaría a este muchacho de mirada azul y pensamientos de oro. Se preocupa por todo lo mío como cosa suya; o mejor, como si fuéramos de la misma sangre. "Señora, ¿se ha protegido bien para enfrentarse al frío?", me pregunta, ansioso, al saludarme, una vez concluido el gesto crónico del besamanos. Pero, el colmo ha sido el 10; el día de la entrega de los premios. En esa fecha, como ya le he dicho, hizo su aparición por la puerta giratoria del hotel, diligente, cumplidor, exacto. Iba de frac y sin abrigo, tal cual los demás varones -incluso el Rey-, que asistieron más tarde a los diversos actos programados. -Como aquí oscurece al mediodía-se afanó en explicarme con sonrisa clara-, hay que hacer tempranísimo el tramo hasta Sveavägen y Kungsgatan, la zona céntrica donde queda la vieja Sala de Conciertos. Así, pues, prestos salimos, el gimnasta rucio y yo del brazo. Era necesario practicar un ensayo previo que el protocolo nos hizo escenificar en el mismo sitio donde se habría de celebrar el acto. Hubiese visto Vd., amigo Zweig, a los demás laureados y a esta mujer brusca y poco diestra en esos amaneramientos, subir escaleras sin equivocarse y sentarse en el estrado en los sillones exactos que ocuparíamos en el instante mismo de la ceremonia. A todo esto, lo más hermoso de aquellas horas de vigilia fue sentirnos arrullados por un jardín de dalias blancas y amarillas que habían sembrado en el escenario para dar a ese ambiente poblado de estatuas, alfombras y banderas, un aire primaveral, en pleno invierno.                                                          

 

Cerca de las tres, pasado el mediodía, la torre de la catedral (aquí, el 98% de los suecos "nacen" luteranos, tal cual en América nos bautizan en la Santa Iglesia), comenzó a soltar las campanas en una especie de estrofas musicales que anunciaban el canto mayor; o sea, el clásico concierto de la ceremonia. A partir de ese momento, se abrieron los portones de la Sala y el público inmenso, tranquilo y disciplinado fue entrando y buscando asiento en el teatro viejo, donde a la hora exacta hizo su entrada formal el rey Gustaf y la familia real para ocupar sus sitiales, en primera fila. Majestuoso y organizado pueblo es éste, no me canso de decírselo. Son gentes que circulan entre el silencio del agua y la algarabía del metal de sus campanas.                                                      

 

Fue, pues, en plena correspondencia entre el agua letal de los canales y la fiesta arrolladora de los bronces -en pulsaciones ascendentes, descendentes-, que el Secretario General de la Fundación Nobel dio inicio a la ceremonia, refiriéndose al genio de Alfred Nobel, tal cual lo ha hecho la persona en ese cargo desde el año 01, cuando se hizo entrega del premio por primera vez, en este sitio. (¿Cuánto, dígame usted., puede haber de nuevo bajo el sol para cantarle anualmente loas a un hombre igual que usted, igual que yo, amigo mío?).                                                       

 

Lo que sucedió después resultó verdaderamente inusitado. Lo vi separarse de la tribuna, lentamente. Escuché como en aquel ambiente, estructurado hasta lo último, se hacía un silencio majestuoso. Y de pronto ¡Oh, milagro! Fue el brusco despertar de un sueño largo, muy largo y frío sueño. Un vikingo alto, espigado, masa de monarca mitológico, se dirigía a Gabriela Mistral, a esta maestra rural del Valle de Esquí, en mi lengua materna. ¿Para qué decirle que en mis ojos se cuajaron las lágrimas de no sé ya cuántas lunas? El habla de mi infancia...El mirar de mi madre...El arroyo de aguas cristalinas...El viento del valle con aliento de miel...El verso aquél listado de hiel con sangre y hiel...Mi vida entera atajada en mis manos cuan manojo de lirios.                 

 

La sed ha sido larga, la cuesta muy aviesa, pero ramillete como éste, me ha regalado -con su perfume hondo-, caricia perdurable. Fue un ahuecar de manos para acunar en mí a Isabel-abuela-, allá en las despobladas noches de Vicuña, recitando El libro de Job, el Eclesiastés, Rut, los Salmos e Isaías. Fue un retomar de madejas y recobrar el hilo por donde rompí un día a cantar desde mi pecho herido. Allá, la niña por voluntad arisca de una maestra ciega, apedreada; acá, la misma niña, un día, por zarpazo amargo de “débil mental," encasillada; ahí, la amante adolescente por beso de suicida, ensangrentada; y, hoy, aquí, la madre putativa, la que sobre la Tierra lleva desnudo el costado, descubriendo con Cristo, que la vida y sus constantes lutos puede ser también oro y dulzura de trigo. La serenidad -corona de pasiones-, ha tenido bondad de soplármelo al oído: es breve el odio y el amor, inmenso.           

 

La entrega del galardón. Concluido el elogio de casi todos los laureados -faltó sólo el del norteamericano Cordell Hull, quien recibió su Nobel de la Paz, en ceremonia tradicional en Oslo-, llegó la hora de marchar de izquierda a derecha -en estricta ordenación-, de descender el escenario y saludar al Rey, tal como se nos había indicado previamente. Fue, entonces, cuando -cervatilla de instintos y costumbres-, miré  hacia los sitiales, detrás de los de la familia real, que habían sido designados para nuestros invitados. Busqué, uno a uno, aquellos rostros -mis rostros más amados, entre los que incluyo el suyo, Zweig, con quienes he compartido el pan, el vino de los dátiles, así como el más amargo de este valle-, y el manotazo hirviente del vacío, me quemó los ojos. La mujer sola, de contra-oficio vagabunda -esta Gabriela que se ha echado por rutas, continentes y océanos y ha pasado de la mano a la mano la estepa aplastada de sol o de lápida de hielo-, casi da un traspié, pierde el escalón tan ensayado y estropea por torpeza el acto. Remecida, busqué en qué asirme y me topé con la sonrisa de nuestro amable embajador en Estocolmo. Hombre de introspección y de ternura, su mirada fue bálsamo para aquella fiebre y fuerza para arrimarme con suavidad hasta el rey Gustaf, quien me aguardaba de pie: viejo fino, cabal hombre, bisnieto de Bernardote, el mariscal de Francia y su bella Desirée, primer gran amor de Bonaparte. En asunto de minutos, el monarca me extendió una mano mullida de hospitalidad, me entregó diploma, cheque y medalla de oro, me mostró su rostro dibujado por arrugas expresivas de los problemas de Europa, me preguntó con interés de poeta por mi obra, me mencionó a Vasconcelos, Mistral y D'Annunzio, envió un saludo para Chile y yo recibí, ávida, la voz de este hombre que procura que el mundo se vuelva mejor, con la esperanza acaso, de que pueda un día volverse admirable.                                                         

 

Seis años de guerra, cuando se ha pasado, como el Rey, de los ochenta, son cifra demasiado importante. Los ha contado, seguramente, día a día, este hombre que ha multiplicado energías para industrializar y democratizar a Suecia. Un estadista moderno que, en tiempos de paz, ha jugado al tenis con sus súbditos y al Bridge con su primer ministro; y, en horas de guerra, ha sabido mantener una política de militarización neutral, a toda costa. Armonía rara, en testa coronada, ha sido y es este Gustaf V, adorado por su pueblo. Lo he visto, lo he observado y le he tomado un cariño aupado en reverencia. Un hombre como este Rey, pese a sus ochenta y siete años bien cumplidos, no se muere fácilmente, porque contiene metales y cauchos en que la muerte tiene para rato.     

 

El banquete. No creo, amigo Zweig, que el banquete en sí, celebrado inmediatamente después de la ceremonia, en el Salón Dorado del Ayuntamiento, me llamaría, hoy, a mencionárselo. Ya conoce Vd. lo poco que me agradan estas recepciones oficiales. Pero, me cupo en suerte compartir la mesa con Sir Alexander Flemming, el médico de la penicilina, y eso no puede pasarle -ni al más indiferente-desprovisto. Sabio más sensato, más dueño de su alma, menos delirante (tal vez por haber luchado, cuerpo a cuerpo, contra el delirio del tétano, la septicemia y la gangrena), no he conocido, ni creo que pueda encontrarse en esta generación en que vivimos. Me habló con humildad poco común de sus inicios bajo el bacteriólogo Almroth Wright y cómo éste, después de haber sido su profesor en St. Mary's Hospital de Londres, le ofreció plaza en su laboratorio. Corrían, entonces, esos días cuando la mayoría, escéptica, le hacía mofa a la teoría de que la inmunización era el único frente eficaz contra las enfermedades infecciosas. Pienso, sin pretensión alguna, que mi origen indo americano -la muerte que acecha por falta de recursos a nuestros niños amautas, a nuestros cholitos, a los indiecitos de Titicaca, a los mulaticos del Caribe- influyó en él para que me incluyera con tanta buena voluntad en sus afanes. ¡Ay!, qué hombre éste para haber visto llegar con desesperación la muerte a tantos cuerpos jóvenes, intactos. Y cuánta piedad -habría que añadir-, para dedicar su vida entera a dar con esa “bala mágica,” la balle magique, como él se ha referido al antibiótico que fuera capaz de acabar con los microbios y dejar incólume al cuerpo humano. Fue durante la primera guerra, en Francia -me refirió, en un momento dado-.¡Y créame, señora, cuando le digo que estaba harto de batírmela con infecciones que acababan, a diario, con jóvenes desesperados, enterrábamos en una tierra abonada vilmente de cadáveres! Le confieso, amigo mío, que yo seguía el rostro de Flemming, punto a punto, e iba midiendo lo que su corazón decía, tal cual no me ha ocurrido nunca con ningún hombre de ciencias hasta ahora. Era que las dolencias mortales parecían ser tocadas por él en el mismo instante en que las refería y, entonces, le caía en la cara una tristeza sin límite que lo envejecía de golpe. Su repugnancia de la violencia del microbio no sólo es veraz, es absoluta. Después de la primera guerra, cuando en 1922 realizó su primer gran descubrimiento -cómo la mucosa es capaz de destruir ciertas bacterias, sin perjudicar al tejido-, vislumbró, me dijo, la primera chispa de esperanza. Tuve la certidumbre, entonces -añadió, en voz baja-, de que llegaría a dar con la bala mágica que se había aferrado, durante tantos siglos, en mantenerse solapada...Y fue, así, que un día -un día como tantos-, ahí estaba en la ventana abierta de mi laboratorio: era un moho, señora; sí, un moho como Vd. y yo hemos visto tantas veces, sin que se nos ocurra nada. Pero esa era la clave para el descubrimiento de la Penicillin Notatum, cuya sustancia, una vez cultivada, bauticé con el nombre de Penicilina. Había dado, al fin, con la bala mágica, señora. Era el final de una pesadilla y era el principio de un sueño para miles.            

                                     

La sobriedad de Flemming para juzgar su aporte inmensurable, me pareció completa: en ningún momento hubo en él, un auto alabanza solapada, ni siquiera un vocablo halagador u oficioso: su continencia verbal y emocional forma parte integral de su hidalguía, amigo Zweig. Bien otorgado ha sido el título de caballero a quien lo es y cabalmente. Acépteme cuando le digo que admirar a Flemming es ejercicio fácil de nobleza. Pero hay que dar un paso más: agradecerle de corazón y en todo tiempo porque con sus vigilias, sus obsesiones y su sabiduría ha enriquecido para siempre a esta humanidad nuestra, como los mejores.

                      

La fiesta de Santa Lucía. Esta semana -a partir del día de la ceremonia, en la Sala de Conciertos- agitada ha sido, pero ha habido momentos cuando un hecho, una canción o una palabra ha bastado para ejercer sortilegio sobre mi persona. Ya le he dicho, amigo mío: puede ser tierra de encantamiento Suecia. Y es que de entre la niebla surgen, de pronto, sugerencias de elementos poéticos que, de tan hermosos, desconciertan. Es cuestión, entonces, de no intentar atajarlos, sino de quedarse quieta, aceptando la magia de lo imaginado o creado.                        

 

La noche del 12 al 13 de diciembre -noche de números míticos con que la teosofía todavía no ha intentado complacerse- los suecos celebran La fiesta de Santa Lucía. Esa noche, la más larga noche entre las noches largas, esta gente la celebra mezclando el mito romano de Lucina -la diosa de la luz que preside, suprema, a la hora de los partos- con la festividad cristiana de Santa Lucía: celebración del santoral, cuando se honra a aquella virgen y mártir de Siracusa a quien Diocleciano -el pagano desalmado- asesinó, en un intento de posesión, fallido.                                   

 

El don de la inventiva y el de la sugerencia han hecho que esta noche se celebre, en Suecia, de manera jovial y cautivante. Aquí se viste a las doncellas rubias con graciosos camisones y se les corona de flores y velas encendidas. ¡Qué deslumbrante amanecer fue el de este miércoles! Todavía a oscuras, me despertaron unas voces que cantaban dulcemente en los corredores del hotel y, luego, ¡oh sorpresa!, me vi rodeada de estos seres, entre mágicos, celestiales y paganos que no sólo me servían el desayuno hábilmente, sino también me regalaban la obra toda de nuestra Selma, en castellano. Fue, le confieso, como abrazarla a ella; como tener conmigo y sin previo aviso a nuestra Señora, la Gran Señora de las letras suecas. Su genio-ingenio, plasmado con frescura de infancia estaba de pronto, frente a mí, esa mañana y me obsequiaba, en los rostros de aquellas criaturas sonrosadas, su mejor sonrisa.                   

 

A los largo de mis correrías por el mundo, he podido observar, amigo mío, cómo pueblos ricos en mitos y leyendas, son también sobrios y respetuosos del hombre por el hombre porque se ama -en él-, primero a las mujeres y a los niños. En estas tierras, ya le he dicho, el extranjero, el perseguido, el débil, recibe la acogida gozosa de la cortesía, la voluntad de salvarlo del más fuerte y un acento de ternura indescriptible que es preciso gozar en la composición entera.                                                

 

Durante estos días que me ha tocado catar el vino claro de la nobleza del espíritu, he confirmado, en una y otra instancia, cómo aquí se ama al niño y al menesteroso porque hay un culto por la memoria de la infancia. ¿No viene del olvido de ella el endurecimiento en que acabamos todos? Hay que visitar los centros de salud y también los escolares para quedar sobrecogidos al ver cómo estos niños son mimados, adorados desde el vientre. Rollizos vienen al mundo; y rollizos, saludables, sonreídos caminan, nadan, juegan por esta tierra suya de lagos cristalinos. Bien comen estos niños, bien se alimentan porque el núcleo familiar reconoce el valor nutritivo -en materia espiritual y física- de la buena miel, la buena leche, los mejores vegetales, el aire puro y más transparente de este mundo. Se trata de buscar la armonía entre todo lo que la Tierra ofrece, en su ricura elemental; se trata, en fin, de dar a luz y luz a seres educados, dóciles a su propio canto.                                                             

 

¡Qué lindo puede ser un pueblo donde no existe casi la pobreza, el analfabetismo, las enfermedades congénitas e infecciosas! Y, ¡qué diferente resulta esta realidad con esa otra, que acosa -desde el amanecer hasta el ocaso- a los niños de nuestro continente! No olvidemos a nuestros cervatillos, irreales, en su belleza pobre; ágiles, en sus  cascos débiles; agudos, en su olfato para evadir, a diario, el rifle asesino de tantos cazadores, al acecho.         

 

Ha sido extenso este recado, amigo. Hacía tantos años ya, que usted y yo no tocábamos la fibra interior de nuestras almas. He querido, por eso, compartir con Vd. un buen trozo de este pan, un buen sorbo de este vino que me han dado de comer y beber con generosidad en Estocolmo.                                        

 

Esta carta va para muy lejos: donde sea que usted descanse, después de su súbita partida aquel terrible mediodía de febrero, en Petrópolis. Espero que cuando haya terminado de leer este recado quede con un poco de la complacencia que ha significado para mí dirigirme a usted -ya no en la lengua de Montaigne como solíamos hacerlo cuando dialogábamos- sino en la mía propia. Rotos los temibles amarres de lugar y tiempo, he podido, al fin, conversar con Vd., maestro amado, en el habla de mi infancia: en ese tono más mío que ninguno; en mi dejo rural, el más frecuente. 

 

Le envío, recíbalo, un gajo -el más puro- de mi alma. Lo he guardado intacto, en quien encontré, de quien recogí, la miel de Isaías, la llama de Pablo, la ambrosía de Rut. Adiós. 

 

Gabriela Mistral

Gloria Guardia nació en San Cristóbal, Venezuela, en 1940. Aunque creció en el extranjero, de adulta adoptó la ciudadanía de sus padres, panameña y nicaragüense. Guardia es autora de varias novelas, entre ellas, El último juego (1977), Libertad en llamas (1999) y El jardín de las cenizas (2011). Sus más importantes distinciones incluyen la Beca del Centro Bellagio, el Premio Nacional de Novela Ricardo Miró, el Premio Nacional de Ensayo Ricardo Miró y el Premio Centroamericano de Novela. Además de su contribución literaria, Guardia es también periodista, siendo corresponsal para la Agencia Latinoamericana (ALA) en Centroamérica por varios años, y para la cadena de noticias ABC News en Panamá. Actualmente, es académica de número de la Academia Panameña de la Lengua, de la Real Academia Española, la Academia Colombiana de la Lengua, y de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Gloria Guardia vive entre Colombia y Panamá.

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