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George Steiner: La muerte de la tragedia y la Leyenda Negra. 
La tragedia española deshonrada

Por Roberto Carlos Pérez

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George Steiner

A don Iván Vélez

 

En prueba de que no exagero y de que no pueden ser

más atroces las injurias que nos dirigen algunos

escritores, cuyas obras se traducen al castellano,

teniendo acaso nuestro público el mal gusto de

estimarlas y la candidez de creer lo que dicen, citaré al

célebre catedrático de la Universidad de Nueva York Juan

Guillermo Draper, el cual, en su Historia del

desenvolvimiento intelectual de Europa, asegura que

España, en justo castigo de sus espantosos crímenes, está

hoy convertida en un horrible esqueleto entre las

naciones vivas, y añade Draper: ‘Si este justo castigo no

hubiera caído sobre España, los hombres hubieran

ciertamente dicho: no hay retribución, no hay Dios’. Por

donde se ve que es un bien y no un mal el que este pobre

país esté muy perdido, porque, mientras peor estemos,

mayores y más luminosas serán las pruebas de la

existencia de Dios y de su justicia. Largo es, muy largo,

el capítulo de culpas que Draper nos echa a cuestas; pero

las dos culpas más enormes son las de haber destruido

por completo, o casi por completo, dos civilizaciones: la

oriental y la occidental.

 

Juan Valera, «Sobre dos tremendas acusaciones sobre España del angloamericano Draper».

 

 

Alguien manda siempre, y solemos odiar o admirar a quien lo hace por el mero hecho en sí, ciega e irreflexivamente, cuando el verdadero asunto moral es cómo manda el que manda cuando le toca mandar.

                                               

María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra.

 

 

Tras la estela esparcida por Friedrich Nietzsche (1844 – 1900), el crítico literario y filósofo franco-norteamericano George Steiner (1929) escribió su versión de la muerte del drama trágico. Sin embargo, meticulosamente leída, La muerte de la tragedia (1971) es una alabanza, en sordina, pero no por eso menos estridente, a la Leyenda Negra. 

Por decir lo menos, Steiner no hace una sola mención de España como pueblo productor de tragedias, negándole a la patria de don Miguel de Cervantes (1547 – 1616), Lope de Vega (1562 – 1635), Tirso de Molina (1579 – 1648), y don Pedro Calderón de la Barca (1600 – 1681)     -los nombres abundan- el derecho de ser contada entre los pueblos impulsores del género.

Al omitir a España como heredera de la tradición de Esquilo y Sófocles, Steiner la denosta, la afrenta, y la priva del derecho de decirse una nación que ha sufrido y vivido el regocijo, en otras palabras, que ha experimentado los impulsos dionisíacos, motores del mito trágico, de los que habló Nietzsche en El nacimiento de la tragedia (1871). Un breve repaso de la historia de España resulta indispensable para explicar la Leyenda Negra.

Con la unión de los reinos de Castilla y Aragón y la conquista de América, los reyes católicos, Isabel I de Castilla (1451 – 1504) y Fernando de II Aragón (1452 – 1516), se alzaron con el dominio del mundo y convirtieron a España en el primer imperio global de la historia.

El español surgió como la lingua franca, el nuevo latín, el idioma al que el novelista inglés Somerset Maugham (1874 – 1965) le adjudicó ser «la mejor creación literaria de los españoles». Como ningún líder al mando de exploradores y descubridores, los reyes católicos, y luego Carlos V (1500 – 1554), se dieron a la tarea de racionalizar el proyecto conquistador de España, único en el mundo, puesto que los demás países que apostaron por la navegación en busca de conquistas jamás presentaron un programa formal.

Los españoles lo hicieron a través de: 1). Las Leyes de Burgos. 2). Los debates de Valladolid en los que participaron los teólogos y juristas más importantes de Europa. 3). Leyes Nuevas o decretos para mejorar las condiciones de los indígenas. 4). La educación de los nativos en filosofía y gramática por medio de órdenes religiosas. 5). La fundación de universidades: Universidad de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo (1538), Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Perú (1551), Real y Pontificia Universidad de México (1551), Universidad de San Carlos en Guatemala (1676). 6). La creación de gramáticas de lenguas nativas como el náhuatl, otomí, purépecha y quechua escritas por españoles. 7). La fundación de hospitales en La Española, México, Chile, Perú, Nicaragua con el fin de atender tanto a españoles como a nativos. 8). La construcción de carreteras tales como el Camino Real de Tierra Adentro, la mayor ruta comercial de la época virreinal que unía a la Ciudad de México con la de Santa Fe en Nuevo México (hacia mediados del siglo XVI), con una extensión de 2,560 kilómetros, y reconocida en 2010 por la Unesco como Patrimonio Mundial de la Humanidad.

El antropólogo y filósofo Claude Lévi Strauss (1908 – 2009) lo declaró en los siguientes términos:

 

En efecto, es verdaderamente en suelo americano donde el hombre empieza a plantearse, de forma concreta, el problema de sí mismo y de alguna manera a experimentarlo en su propia carne. Las imágenes, fuera de toda duda exacta, que nos hacemos de la conquista están pobladas de matanzas atroces, rapiñas y explotaciones desenfrenadas. Sin embargo, no debemos olvidar que con ocasión de ellos la corona de Castilla asistida por comisiones de expertos, pudo formular la única política colonial reflexiva y sistemática hasta ahora conocida… («Las tres fuentes de la reflexión etnológica», 27).

 

Sin embargo, la reflexión de Strauss no ha sido tomada en cuenta. Tampoco han sido vistas las particularidades de la conquista española frente a otras. A partir de 1492 España fue atacada por Inglaterra, Francia, Holanda, los Países Bajos, el Imperio Turco-Otomano, y países berberiscos, naciones tradicionalmente enemigas, al ver éstas con ojeriza que un pueblo considerado inferior se hiciera de la potestad del mundo.

No es casual que en 1585 Miguel de Cervantes (1547 – 1616) compusiera la tragedia el Cerco de Numancia, pues durante todo el siglo XVI y XVII dichos países asediaron a España mediante ataques y asaltos piratas a fin de debilitar su poderío militar tras su éxito en América.  

Sólo durante el reinado de Felipe III (1578 – 1521), entre 1598 y 1621, el ejército español libró ciento sesenta y dos contiendas en los cinco continentes, entre ellas contra Holanda, Inglaterra, el Imperio turco-otomano y los piratas de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia tal y como lo dice el estudioso Hernán Sánchez Martínez de Pinillos en «El imaginario del ‘cerco’ en Quevedo: ‘Miré los muros de la patria mía’ y su eco en la literatura contemporánea» (La Perinola, vol. 23, 2019).

​La idea de una España asediada o, más bien, cercada -la palabra cerco, del latín circare o circus, tenía en los siglos XVI y XVII de acuerdo con Sebastián de Covarrubias (1539 – 1613)- la acepción de sitio o acoso y estaba en el ideario de los pensadores de los Siglos de Oro.

En su «Epístola satírica y censoria» Francisco de Quevedo (1580 – 1645) le relata al valido o ministro de Felipe III, Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares (1587 – 1645), el grave problema de la época. España se encontraba sitiada por países enemigos y Quevedo insta a los españoles, a través de su interlocutor, a dirimir lo falso de lo verdadero, o las mentiras dichas por los adversarios de España:

 

Lograd, señor, edad tan venturosa;
y cuando nuestras fuerzas examinan
persecución unida y belicosa,

 

La militar valiente disciplina
tenga más practicantes que la plaza:
descansen tela falsa y tela fina.

 

A la «persecución unida y belicosa» tales como los bloqueos de Italia en Flandes, la alianza formada por Holanda, Suecia y Saboya con el Imperio Turco a fin de amilanar el dominio español, el asalto a las isla de Baiona en 1585 y el ataque a Cádiz en 1587 por Francis Drake (1540 -1596), más sus saqueos piratas abalados por la reina Isabel I de Inglaterra (1533 – 1603) a los barcos españoles tanto en América como en la costas de España, y la Guerra de los Treinta Años (1618 – 1648), se le sumó una guerra de propaganda, origen de la Leyenda Negra, cuyo germen brotó de los textos del fraile dominico Bartolomé de las Casas (1484 – 1566). 

Se ha comprobado que las cifras ofrecidas por Las Casas de «millones» de indios «exterminados» por los conquistadores no son veraces. Vehementemente alarmado por la alta tasa de mortalidad de nativos por lo que ahora sabemos se debió, en gran medida, a un shock microbial y el debilitamiento psicológico como consecuencia del encuentro con seres desconocidos, Las Casas se propuso estremecer la conciencia del rey Carlos V, recién nombrado emperador del Sacro Imperio Romano.

Lo hizo a través de un escalofriante relato publicado en 1552 bajo el título de Brevísima relación de la destrucción de las Indias que, desde 1542 circulaba en versión manuscrita, dando comienzo a la propaganda antiespañola. Cuenta Las Casas que:

 

De la gran tierra firme somos ciertos que nuestros españoles, por sus crueldades y nefandas obras, han despoblado y asolado, y que están hoy desiertas, estando llenas de hombres racionales, más de diez reinos mayores que toda España, aunque entre Aragón y Portugal en ellos, y más tierra que hay de Sevilla a Jerusalén dos veces, que son más de dos mil leguas. Daremos por cuenta muy cierta y verdadera que son muertas en los dichos cuarenta años por las dichas tiranías y infernales obras de los cristianos injusta y tiránicamente más de doce cuentos de ánimas, hombres y mujeres y niños, y en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos (16).

 

Según Las Casas, en cuarenta años los «infernales cristianos» asesinaron a quince millones (cuentos) de indígenas en toda América. No obstante, en 1945 el filólogo Ángel Rosenblat (1902 – 1984) refutó los números del fraile dominico en su estudio La población indígena de América desde 1492 hasta la actualidad, en el que demostró que para los años en que los conquistadores pusieron pie en el Nuevo Mundo había, cuando mucho, alrededor de trece millones de indios. Olvida Las Casas que el indio muerto desfavorecía los intereses económicos de la Corona al anular la posibilidad de la encomienda.

Por si la exageración en los números no fuera suficiente, Las Casas retrata a los indígenas como habitantes de una Arcadia o miembros de una concordia sólo imaginada en la mítica, por incierta, Edad de Oro. O, en su versión cristiana, en el Paraíso Terrenal:

 

Todas estas universas e infinitas gentes, a toto genere, crio Dios los más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo (13).

 

Esto contrasta con el recuento de la toma de Tenochtitlán encontrado en las Cartas de relación escritas por Hernán Cortés (1485 – 1547) y con el relato de Bernal Díaz del Castillo (1494 o 1495 – 1584) La historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cuyo manuscrito data de 1568. De acuerdo con ambos textos, la caída del Imperio azteca se debió a la unión de las huestes de las tribus subyugadas -totonacas, tlaxcaltecas, entre otras- a los trecientos españoles liderados por Cortés.

Las etnias mesoamericanas no sólo se unieron a Cortés por los altos tributos que los aztecas les exigían, sino también porque éstos las sometían a la antropofagia, y cada año sacrificaban a sus vírgenes y niños por miles como animales expiatorios a fin de conseguir el favor de los dioses o, cuando menos, para aplacar su furia. Escuchemos a Bernal Díaz del Castillo en este resumen de aproximadamente cuarenta páginas de su Historia:

 

Pasemos ya adelante y digamos aue aquéstas fueron las grandes crueldades que escribe y nunca acaba de decir el obispo de Chiapa, fray Bartolomé de las Casas, porque afirma que sin causa ninguna, sino por nuestro pasatiempo y porque se nos antojó, se hizo aquel castigo, y aun dícelo de arte en su libro a quien no lo vio ni lo sabe, que les hará creer que es ansí aquello e otras crueldades que escribe, siendo todo al revés, e no pasó como lo escribe. Miren los religiosos de la orden de señor Santo Domingo lo que leen en lo que ha escrito, y hallarán ser muy contrario lo uno de lo otro. Y también quiero decir que unos buenos religiosos franciscos, que fueron los primeros frailes que Su Majestad envió a esta Nueva España después de ganado México, según adelante diré, fueron a Cholula para saber e inquirir cómo y de qué manera pasó aquel castigo y por qué causa, e la pesquisa que hicieron fue con los mesmos papas e viejos de aquella cibdad; y después de bien informados dellos mismos, hallaron ser ni más ni menos que en esta mi relación escribo, y no como lo dice el obispo. Y es desta manera: que ya me habrán oído decir que cuando sacrificaban algún triste indio, que le aserraban con unos navajones de pedernal por los pechos y, bulliendo, le sacaban el corazón y sangre y lo presentaban a sus ídolos, en cuyo nombre hacían aquel sacrificio y luego les cortaban los muslos y brazos y cabeza. Y aquello comían en fiestas y banquetes, y la cabeza colgaban de unas vigas; y el cuerpo del sacrificado no llegaban a él para le comer, sino dábanlo a aquellos bravos animales. Pues más tenían en aquella maldita casa: muchas víboras y culebras emponzoñadas, que traen en la cola uno que suena como cascabeles; estas son los peores víboras de todas, y teníanlas en unas tinajas y en cántaros grandes, y en ellas mucha pluma, y allí ponían sus huevos y criaban sus viboreznos; y les daban a comer de los cuerpos de los indios que sacrificaban y otras carnes de perros de los que ellos solían criar […] Y desque subimos a lo alto del gran cu, en una placeta que arriba se hacía, adonde tenían un espacio como andamios y en ellos puestas unas grandes piedras, adonde ponían los tristes indios para sacrificar, e allí había un gran bulto de como dragón e otras malas figuras, y mucha sangre derramada de aquel día […] E tenía puestos al cuello el Huichilobos unas caras de indios y otros como corazones de los mismos indios; y estos de oro y dellos de plata, con mucha pedrería, azules. Y estaban allí unos braseros con encienso, que es su copal, y con tres corazones de indios que aquel día habían sacrificadoe se quemaban, y con el humo y copal le habían hecho aquel sacrificio. Y estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y ansimismo el suelo, que todo hedía muy malamente […] E ansimismo estaban unos bultos de diablos y cuerpos de sierpes junto a la puerta, y tenían un poco apartado un sacrificadero, y todo ello muy ensangrentado y negro de humo e costras de sangre, y tenían muchas ollas grandes y cántaros y tinajas dentro en la casa llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carne de los tristes indios que sacrificaban, que comían los papas, porque también tenían cabe el sacrificadero muchos navajones y unos tajos de madera, como en los que cortan carne en las carnescerías (258 – 298).

 

El 1568, retirado en Guatemala, Bernal Díaz del Castillo escribe su recuento o memorial de guerra de la conquista de Mesoamérica y la entrada de Hernán Cortés en Tenochtitlán. Para sorpresa de los lectores de la época, su relato se titula Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, haciendo explícita la idea de que la historia no es un discurso neutro basado en hechos, sino uno expuesto a la falsificación. No es esta la única debilidad o fortaleza de una Historia o crónica; también lo es la retórica usada en el relato, ya que de ella y de cómo eran vistos los hechos dependía que las expediciones fueran consideradas vitales.

En la introducción de su Historia, Bernal Díaz del Castillo explica que cada cronista percibe el actuar de los conquistadores de acuerdo con sus intereses a fin de «dar luz y crédito a sus razones». La calidad de «verdadera» de su Historia queda justificada desde el preámbulo, puesto que su misión es honrar y darles crédito a los españoles caídos en la contienda y a aquellos que, habiendo tenido un proceder heroico, no habían sido mencionados en ninguna relación dirigida a los monarcas hispanos. Oigamos al cronista:

 

Y hablando aquí en respuesta de lo que han dicho y escrito personas que no lo alcanzaron a saber ni lo vieron ni tener noticia verdadera de lo que sobre esta materia propusieron, salvo hablar al sabor de su paladar por escurecer, si pudiesen, nuestros muchos y notables servicios, porque no haya fama dellos ni sean tenidos en tanta estima como son dignos de tener. Y aun como la malicia humana es de tal calidad, no querrían los malos retratadores que fuésemos antepuestos y recompensados como Su Majestad lo ha mandado a sus visorreyes, presidentes y gobernadores. Y dejando estas razones aparte, y porque cosas tan heroicas como adelante diré no se olviden, ni más las aniquilen y claramente se conozcan ser verdaderas, y porque se reprueben y den por ningunos los libros que sobre esta materia han escrito, porque van muy viciosos y escuros de la verdad, y porque haya fama memorable de nuestras conquistas. Pues hay historias de hechos hazañosos que ha habido en el mundo, justa cosa es que estas nuestras tan ilustres se pongan entre las muy nombradas que han acaescido, pues a tan excesivo riesgos de muerte y heridas y mil cuentos de miserias posimos y aventuramos nuestras vidas, ansí por la mar descubriendo tierras que jamás se había tenido noticia dellas, y de día y de noche batallando con multitud de belicosos guerreros, y tan apartados de Castilla; sin tener socorro ni ayuda ninguna, salvo la gran misericordia de Dios Nuestro Señor… (3-4).

 

Preciso es recordar que Bernal Díaz del Castillo no persiguió un puesto en la corte, tal como lo hicieron la mayoría de los cronistas, entre ellos el más conocido, Fernando González de Oviedo y Valdés (1478 – 1557), a quien le tardó varios años ponerse de acuerdo consigo mismo con respecto a la actuación de Las Casas. Bernal Díaz del Castillo, al contrario, fue coherente con su relato y a lo mucho pedía la justa retribución, como lo dictaban las leyes de la época, a sus hazañas al mando de Hernán Cortés.

Es verdad que el relato de Oviedo ofrece quizás el primer tratado naturalista de la historia, mucho antes del de Charles Darwin (1809 – 1882) en El origen de las especies; no obstante, su recuento no está exento de ambición, retruécanos y tergiversaciones.

En su Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano, publicada en su totalidad póstumamente en el siglo XIX, Oviedo primero abala a Las Casas para desacreditar a su archienemigo Pedrarias Dávila (1440 – 1531), a quien el sacerdote había denunciado por el supuesto maltrato indígena en Castilla del Oro, especialmente en Nicaragua, llamándolo Furor Domini. Sin embargo, luego ataca a Las Casas por estar en contra del sistema de encomiendas. Por eso el fraile dominico arremete contra Oviedo:

 

…como ya su Historia vuela, engañando a todos los que la leen y poniéndolos, sin porqué ni causa alguna, en aborrecimiento de todos los indios, y que no los tengan por hombres, y las horrendas inhumanidades que el mismo Oviedo en ellos cometió…Y que Oviedo haya sido partícipe de las crueles tiranías que en aquel reino de Tierra Firme, que llamaron Castilla del Oro, desde el año de 14 que fue, no a gobernado, sino a destruirlo, Pedrarias…e imponiéndoles abominables vicios que ellos no podían saber, sino siendo participantes o cómplices en ellos, de todo esto bien se hallará llena su Historia. ¡Y no las halla Oviedo ser éstas mentiras, y afirma que su Historia será verdadera y que le guarde Dios de aquel peligro que dice sabio, que la boca que miente mata el ánima! (Historia de Indias: 3: 524-525).

           

            En esta contienda de acusaciones e insultos entre Oviedo, Las Casas y Pedrarias, tan debatida entre estudiosos de la Conquista e historiadores, hemos olvidado algo de suprema importancia: los indios que percibió Bernal Díaz del Castillo y contra los cuales le tocó luchar eran, a diferencia de los indios caribes descritos por Cristóbal Colón, sumamente aguerridos. Al contrario de Bernal Díaz del Castillo, Las Casas no conoció un imperio, pues sus centros de acción fueron, durante la mayor parte de sus estancias en América, La Española y luego Castilla del Oro, lugares alejados de los centros imperiales como el azteca, el maya y el inca.

En todo caso, Europa tomó por verdadera la Brevísima relación de la destrucción de las indias, cuestionada pocos años después por Bernal Díaz del Castillo, quien señaló a Las Casas de falsear los hechos.

De todas formas, nunca el sentido de Historia se había cuestionado en Europa como empezó a cuestionarse a partir de la conquista. Con las crónicas de Indias, especialmente a raíz del contrapunto creado en las Historias de Bernal Díaz del Castillo y Las Casas (principalmente en Historia de las Indias), quedó inaugurado el concepto de ética en los relatos históricos. El falseamiento de los hechos, nos dicen, produce consecuencias enormes.

No obstante, tras una concienzuda lectura de La historia verdadera de la conquista de la Nueva España se puede deducir que la caída del Imperio azteca a manos de Hernán Cortés se debió, en gran medida, como posteriormente aseguró Philip Wayne Powell (1913 – 1987), especialista en historia colonial española, por un sesudo trabajo de diplomacia con las tribus sometidas por los aztecas más que por actos de guerra.

            A pesar de todo, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias circuló libremente en España aun con las graves acusaciones de Las Casas sobre el actuar de los conquistadores, y transitó sin tropiezos en los círculos humanistas españoles debido al afán de la corona de Castilla de concederle, desde el inicio de las quejas del sacerdote, derechos a los conquistados. Así se dio el primer debate sobre los derechos humanos y la primera discusión en la que se les otorga alma al conquistado o Junta de Valladolid (1550 – 1551), la cual se llevó a cabo, vale decirlo, en tiempo récord.

No actuaron así Francia, Holanda, Bélgica o Inglaterra, verdaderos imperios depredadores que, en sus desmanes coloniales en América, África y Australia, cometieron indecibles atrocidades, diezmando, en muchos casos a cero, a los aborígenes de sus colonias.

Estos países impusieron a las sociedades humanas no las Leyes de Indias (1680), un compendio de más de seis mil estatutos compilados en cuatro tomos publicadas por órdenes de Carlos II (1661 – 1700) bajo el título de Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, y que constituyen la cumbre de los derechos de los indígenas, sino las leyes de la ganadería. Tampoco fueron incluidos sus conquistados en los testamentos de sus reyes tal como lo hizo Isabel la Católica. Tanto holandeses como ingleses, franceses y belgas concebían a los indígenas como animales, es decir, seres inferiores que debían explotar hasta la muerte o aniquilarlos de facto a fin de establecer una raza superior.

Leopoldo II de Bélgica (1835 – 1909), por ejemplo, dos siglos después de vivida la Ilustración y promulgados los derechos humanos en Valladolid, se apoderó del Congo (el Petit pays, petit gens o «Pequeño país, gente pequeña» como él lo llamó) a título personal en 1885 gracias a un decreto emitido por Inglaterra, Francia, Alemania y los Estados Unidos: miembros de la Asociación Africana Internacional.

Leopoldo II se comprometió a «abolir la esclavitud y cristianizar a los salvajes». Sin embargo terminó amasando una escandalosa fortuna debido a la explotación indiscriminada de caucho, diamantes y otras piedras preciosas por esclavos congoleses. Por si esto no fuera suficiente, cometió uno de los peores genocidios en la historia: asesinó a diez millones de africanos.

El último genocidio imperial lo perpetró Inglaterra en 1911 cuando, bajo el reinado de Jorge V (1865 – 1936), por poco borró de la faz de la tierra a los últimos aborígenes australianos al imaginar a Australia como terra nullius, o sea, tierra sin habitantes humanos. Todos esto sucedió cuando el pensamiento europeo llevaba más de tres siglos pugnando, desde la Leyes de Indias y luego durante la Ilustración, por otorgar a todo hombre o mujer su dignidad humana.

Ya existía el antecedente inglés en los Estados Unidos, en el que los colonos puritanos, desertores del yugo anglicano y calvinista, no tuvieron como empresa convertir a los nativos al cristianismo sino aniquilarlos para poblar el territorio norteamericano de ingleses. No conocían los puritanos y tampoco se molestaron en averiguar sobre las Leyes de Burgos, las Nuevas Leyes ni los debates de Valladolid cuando, casi un siglo después, arribaron el 13 de mayo de 1607 a las costas de Massachusetts.

Al contrario de Hispanoamérica, en donde es todavía común encontrar a grandes poblaciones indígenas integradas a las ciudades (en México los indígenas equivalen al treinta por ciento de la población total, mientras que los mestizos componen el sesenta por ciento), en los Estados Unidos, para 1900, sólo quedaban trecientos mil nativos.

Hay más: sólo en México aún se hablan sesenta y ocho lenguas indígenas (novecientas en el resto de Hispanoamérica según la publicación impresa El etnólogo: lenguas del mundo frente a las veintitrés familias lingüísticas amerindias habladas en Estados Unidos, Canadá y Groenlandia), dato que muestra que en el haber de la corona española no existía la idea de aniquilación del otro sino la de otorgarles derechos a los conquistados, entre ellos las de conservar sus lenguas.

Por el contrario, en el nuevo milenio la población indígena norteamericana, confinada en reservaciones, representa sólo el dos por ciento de la población. Demás está decir que en Estados Unidos no hubo mestizaje, pues el matrimonio interracial no fue permitido hasta 1967. Ni lo de Bélgica o Inglaterra fue en 1492, año del que se tiene una imborrable memoria colectiva, sino ayer, para lo cual impera el olvido.

Datos que arrojan luz: para 1810, año de la independencia de México, Nueva España era una de las regiones más prósperas del mundo, mucho más que España. Siete años antes de que Miguel Hidalgo (1753 – 1811) lanzara el grito de independencia desde la parroquia de Dolores, Alexander von Humboldt (1769 – 1859) arribó a México. En su Ensayo político de la Nueva España (1811) describió a México de la siguiente manera:

 

La mayor parte del extenso reino de Nueva España es de los países más fértiles de la tierra. La falda de la Cordillera experimenta algunos vientos húmedos y frecuentes nieblas; y la vegetación alimentada con estos vapores acuosos, adquiere una lozanía y una fuerza muy singulares.

 

El vasto reino de Nueva España, bien cultivado, produciría por sí solo todo lo que el comercio va a buscar en el resto del globo: el azúcar, la cochinilla, el cacao, el algodón, el café, el trigo, el cáñamo, el lino, la seda, los aceites y el vino. Proveería de todos los metales, sin excluir ni aun el mercurio. Sus excelentes maderas de construcción y la abundancia de hierro y de cobre favorecían los progresos de la navegación mexicana; bien que el estado de las costas y la falta de puertos desde la embocadura del río Alvarado hasta el del río Bravo, oponen obstáculos que serían difíciles de vencer (30).

 

En el siglo XXI, en el que la propaganda antiespañola se ha multiplicado a través del cine, la televisión e Internet, cabe la siguiente pregunta: ¿Dónde están los documentos que avalan los derechos que las naciones diseminadoras de la Leyenda Negra le otorgaron a sus conquistados?

Casi de inmediato la Brevísima fue difundida por toda Europa. Las traducciones francesas (1552), inglesas (1583), alemanas (1597) y latinas (1598), entre otras, circularon como bestsellers, quizás por llevar impresos los amarillistas y espeluznantes grabados del ocultista francés Théodore de Bry (1528 – 1598).

De Bry se valió de los más tremebundos fragmentos del texto de Las Casas para ilustrar las supuestas «bestialidades» de los españoles que, es ocasión decirlo, no aparecen en las crónicas de Indias como las de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés y Antonio de Herrera y Tordesillas (1549 – 1626).

Veamos uno de los grabados de Bry con su respectiva leyenda:

 

«Hacían unas horcas largas que juntasen casi los pies a la tierra, y de trece en trece, a honor y reverencia de nuestro Redentor y de los doce apóstoles, poniéndoles leña y fuego los quemaban vivos». (La Española).

 

Así nació la Leyenda Negra, cuyo propósito fue, y sigue siendo en el siglo XXI, hacer de España receptáculo del odio del mundo. Consciente de esto desde el inicio, Quevedo escribió en 1609 una de las primeras reacciones a la guerra de propaganda: España defendida de los tiempos de ahora de las calumnias de los noveleros y sediciosos. Dice Quevedo:

 

Cansado de ver el zufrimiento de España, con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros, quizá despreciándolas generosamente, y viendo que, desvergonzados nuestros enemigos, lo que perdonamos modestos juzgan que lo concedemos convencidos y mudos, me he atrevido a responder por mi patria y por mis tiempos […] A fin de explicar la «La ocasión y las causas de libro», declara Quevedo: No ambición de mostrar ingenio me buscó este asumpto, sólo el ver maltratar con insolencia mi patria de los extranjeros, y los tiempos de ahora de los propios, no habiendo para ello más razón de tener a los forasteros invidiosos, y a los naturales que en esto se ocupan despreciados (87-89).

 

La «imperiofobia» continuó en el siglo XX. En el campo de la literatura, ya sea por omisión -ignorada o adrede- la España del Cid Campeador (hacia 1043 – 1099), del Arcipreste de Hita (hacia 1283 – 1350), de Don Juan Manuel (1282 – 1348), Joanot Martorell (hacia 1410 – 1565), Fernando de Rojas (hacia 1463 o 1473 – 1451), Diego Fernández de Córdoba (1469 – 1518), Mateo Alemán (1547 – 1605), Garcilaso de la Vega (1501 – 1536), Juan Boscán (1490 – 1542), Santa Teresa de Jesús (1515 – 1582), San Juan de la Cruz (1542 – 1591), Sor Violante del Cielo (hacia 1607 – 1693) , Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora (1561 – 1627), Francisco  Rojas de Zorrilla (1607 – 1648), Calderón de la Barca, José Zorrilla (1817 – 1893) y Federico García Lorca (1898 – 1936), por mencionar algunos, ha sido eclipsada por la figura de William Shakespeare (1564 – 1616), propuesto ante el mundo por Inglaterra, los Estados Unidos y países aliados, como paradigma de las letras universales.

En esta senda transita el crítico George Steiner. En La muerte de la tragedia, su libro más cuestionable, proclama que el drama trágico murió con El rey Lear, de Shakespeare y Fedra, de Jean Racine (1639 – 1699). Estas obras son las que según Steiner mejor se entroncan, en su calidad de tragedias «puras», a decir del crítico, o sea, en las que el destino actúa caprichosamente y el héroe trágico comete errores de juicio, y en las que las fuerzas que modelan o destruyen al hombre se encuentran fuera de la moral y el entendimiento, con Edipo Rey, la tragedia de tragedias según el autor.

Para Steiner estas tres obras son el paradigma del mito trágico. Como su amigo, el archipolémico Harold Bloom (1930 – 2019), Steiner insiste en imponer un canon, una regla con la cual medir las demás obras ya sea por calidad o inferioridad. También él aboga por un canon occidental o, más bien, anglocéntrico o francófono.

Dijo Steiner en Errata: examen de una vida (1997): «¿Por qué no podría haber un Proust caribeño, un Beethoven africano? Sin embargo, ¿honestamente podemos creer en esta esperanza?».

Debido es notar que de moda estuvo durante las últimas tres décadas del siglo pasado establecer una lista de las mejores obras, especialmente dentro de los grupos académicos anglosajones. Con el uso de la pedagogía como herramienta para educar a las masas e incluir a las minorías o ciudadanos en desventaja, surgió el afán de imponer listas de lecturas más o menos similares y poco exigentes.

La idea de establecer un canon literario comenzó en los Estados Unidos en las postrimerías del siglo XIX cuando, gracias al monopolio económico otorgado por la Revolución Industrial, las élites educadoras corrieron tras la idea de organizar la enseñanza a través de libros afines a sus intereses educativos, la mayoría de las veces religiosos.

La concepción moderna del canon es, pues, una idea en primera instancia religiosa y luego imperial. Basta ver la cantidad de colecciones y antologías que, ya entrado el siglo XXI, proliferan en Amazon o en las librerías físicas con títulos como The Best 100 Poems o The Best Short Stories. En ellas rebosan poemas y cuentos escritos en inglés. Tímidamente pueblan sus páginas alguno que otro poema de Pablo Neruda (1904 – 1973) o los cuentos de Jorge Luis Borges (1899 – 1986), los escritores hispanohablantes más traducidos al inglés.

Impensable es encontrar poemas de Garcilaso o Rubén Darío (1867 – 1916), poetas que en su tiempo revolucionaron la lengua española, haciéndola sentir los fuertes pálpitos del amor cortés, avivando su prosodia con luces, tactos, semipenumbras y, más que nada, la plétora de sonidos esquivos y rebeldes vedados a la espiritualidad de sus épocas tras el crepúsculo de la Edad Media.

El furor del canon alcanzó el punto álgido en 1996 cuando, siguiendo la senda de Steiner, Harold Bloom publicó The Western Canon. La novelista inglesa A. S. Bryatt (1936), como muchos que, en su desconocimiento abandonan a otras literaturas, le dio el espaldarazo con las siguientes palabras:

 

El canon de Bloom es, de muchas formas, mi canon. Está compuesto por aquellos autores que todo escritor debe conocer y por los cuales debe medirse. El canon de una cultura es un consenso en evolución de cánones individuales. Los autores canónicos cambiaron los medios y el lenguaje en el que trabajaron. Aquellos que simplemente describen lo que sucede saben que el canon no perdura. El mío incluye a escritores que no necesariamente son de mi agrado como D.H. Lawrence, a quien de alguna manera detesto. A Jane Austen también («Reloading the Ancient Canon»).

 

No obstante, de los veintiséis autores discutidos por Bloom, apenas tres son hispanohablantes: Miguel de Cervantes y, claro está, Borges y Neruda. El resto, en su mayoría, son ingleses, norteamericanos, franceses y alemanes. Incluso en la lista que Bloom ofrece como apéndice al final del libro, en la que aparecen más de ochocientas cincuenta obras, sólo cuarenta y ocho de ellas son de origen hispano frente a la descomunal lista de autores ingleses, estadounidenses, franceses, italianos y alemanes.

Shakespeare, el Yaweh de las letras de acuerdo con Harold Bloom, encabeza la lista. Bloom afirmó reiteradamente que dos de sus personajes, Hamlet y el rey Lear, de igual forma admirados por Steiner son, por inspiración divina, descendientes directos de Jesús y Dios, respectivamente.

De este modo, el dramaturgo de Stratford sólo puede ser aparentemente comparado con Dios, el Creador de creadores, esa profusión de energía capaz de engendrar todo de la Nada. En este aseveración, base y sostén de la patrística, erró el profesor de Yale, pues Shakespeare, a diferencia de Dios, no crea de la Nada. Como todo escritor, su obra se debe a un continuum, a un cable de alta tensión llamado literatura capaz de ser resumido en las siguientes palabras: herencia, tradición, acervo, mito.

 

Criado en los Estados Unidos, George Steiner también fue educado bajo el culto hacia Shakespeare. Por eso, en La muerte de la tragedia, su libro más comentado y convertido en bestseller a nivel mundial -sólo en Hispanoamérica cuenta, desde su aparición, con decenas de reimpresiones-, afirmó:

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…hay en los momentos finales de las grandes tragedias, sean griegas, shakespeareanas o neoclásicas, una fusión de pesar y júbilo, de lamentación por la caída del hombre y de regocijo en la resurrección de su espíritu. Ninguna otra forma poética consigue este efecto misterioso que hace de Edipo, El rey Lear y Fedra los más nobles poemas hasta ahora urdidos por el espíritu. Desde la Antigüedad hasta la época de Shakespeare y Racine, tal logro parecía al alcance del talento. Desde entonces, la voz trágica se empaña o calla en el teatro (14).

 

Shakespeare y Racine, dramaturgos que Steiner conoce a fondo puesto que provienen de Francia e Inglaterra, sus dos patrias lingüísticas, son encumbrados en la montaña sagrada del drama trágico. Para el crítico estos dos escritores materializan los arquetipos de dramaturgos, insoslayablemente emparentados con Sófocles, el Dexio, el que está a la derecha, el que derrotó a Esquilo en los concursos trágicos en la antigua Grecia y se alzó con la monarquía del teatro.

El trabajo de Steiner transcurre en una diatriba cuyo propósito es probar que la tragedia murió, como hemos venido diciendo, con El rey Lear y Fedra. Diatriba que se vale, a medida que avanza su análisis, del ejercicio de citar nombres sin aterrizar concretamente en por qué estas dos tragedias son las mejores y con las que el sol se oculta para el drama trágico.

Debido es señalar que a Steiner le resulta imposible deslindar lo que Miguel de Unamuno (1864 – 1936) y todos los existencialistas concibieron como la tragedia de existir, o la angustia de «ser» ante la vida y el sufrimiento que esto conlleva, y que nunca debe confundirse con el género trágico para el cual Nietzsche ofreció quizás la mejor definición. Steiner, por supuesto, omite El nacimiento de la tragedia, libro capital que todo estudioso del género debe conocer. Y en esta supresión caben grandes sospechas. 

Desde el inicio, La muerte de la tragedia camina con pies de barro al colocar a la Ilíada «como cartilla del arte trágico» (12). Sobre el peligro de mezclar la épica con la tragedia preciso es recordar las palabras de Nietzsche, para quien la épica es una ensoñación apolínea. Por el contrario, en la tragedia, Apolo, es decir, el dios que cincela las siluetas de la representación teatral está al servicio del instinto dionisíaco el cual, por definición, es la exaltación alingüística del gozo y del miedo ancestral. Sin Dioniso no hay tragedia pues Apolo es fantasía e ilusión. 

Para Nietzsche, lo apolíneo es el mecanismo con que los griegos del siglo VII A.C. se protegieron de la «violencia dionisíaca»: el grito, el dolor y el espanto que atenazaron al hombre mucho antes de que Homero convirtiera la existencia en un hecho victorioso a través de la perfección del Olimpo. Dice Nietzsche al hablar de Homero y su distanciamiento de la pulsión dionisíaca:

 

Hay hombres que, por falta de experiencia o por embotamiento de espíritu, se apartan de ese fenómeno como de «enfermedades populares», burlándose de ellos o lamentándolos, apoyados en el sentimiento de su propia salud: los pobres no sospechan, desde luego, qué color cadavérico y qué aire fantasmal ostenta precisamente esa «salud» suya cuando a su lado pasa rugiendo la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos (54).

 

Al proponer Steiner a la Ilíada como paradigma del drama trágico olvida que la épica, a diferencia de la tragedia, no era representada por personajes en el anfiteatro, en donde el mito se fundía con la acción y la representación directa en escena.

Los griegos de finales del siglo VII A.C. asistían al anfiteatro con toda la solemnidad que la ocasión ameritaba, como a una misa o a un ritual religioso, para ver la expiación del cordero o macho cabrío. No así la épica, que no era actuada sino narrada. Ello quiere decir que la acción y los problemas eran colocados en el mundo del pasado y, además, descritos en tercera persona. 

Steiner también descuida el hecho que la épica no contempla el conflicto insoluble que conduce al héroe trágico a cometer un error (hamartia) en su desesperado intento por hacer lo correcto, aun cuando las fuerzas que lo despeñan se lo impiden. El héroe trágico sabe que no hay remedio, y también sabe que nada de lo que haga lo liberará de su horrendo destino. La Poética de Aristóteles, libro que ahonda en los componentes trágicos como la anagnórisis, la peripecia, la catarsis, etcétera, también calla en el estudio de Steiner.

Entonces es fuerza formular la siguiente pregunta: Si tan importante son para Steiner los personajes homéricos ¿por qué su definición del mito trágico parte de la épica y no de una tragedia como Las troyanas, de Eurípides, en donde los personajes de Homero sí aparecen en escena?

En dicha tragedia, los griegos, vencedores en la guerra de Troya, incurren en horrendas crueldades y vejaciones, en un exceso de hamartia anunciada por Poseidón contra los vencidos y sus dioses: «Necio es cualquier mortal que conquista una ciudad y abandona sus templos y sepulcros, sagrado asilo de los muertos. Inevitable es su ruina» (4).

Así, los sufrimientos que posteriormente padecerán Odiseo, Menelao y Agamenón están inscritos en un rebasamiento de crueldad, pues el triunfo sobre Troya no les resultó suficiente. Vengaron la muerte de sus compatriotas y el haber sido separados ­sus familias durante diez años con un inusitado salvajismo.

Tanto griegos como troyanos fueron a la guerra por un fatum que rebasaba su campo de control y que provocó sus respectivas caídas. Allí empieza la tragedia. Luego se desborda por un exceso de hybris surgido en un instante en el que a su comportamiento le falta templanza; dos elementos fundamentales del drama trágico no contemplados en la épica pero sí en Las troyanas. Steiner pasa por alto tan importante detalle.

Repetimos que El rey Lear y Fedra son, según el crítico, las últimas tragedias. No obstante, es imperante decir que el rey de Bretaña escapa por completo la definición del héroe trágico. Su final no le sobrevino por azares del destino, sino por la necedad de validar su desmesurado amor propio al preguntarles a sus hijas Gonerilda, Regania y Cordelia, con el propósito de repartir su herencia, cuál de todas lo quiere más. Mientras las dos primeras se muestran lisonjeras, Cordelia le responde que el amor que le tiene no se mide con palabras. Enfurecido, el rey la deshereda.

Por esta cómica y hasta ridícula pregunta jamás escuchada en los arquetipos de padres en la historia, Abraham, Buda o Mahoma, le acaece la desgracia. Debido a este destino buscado por su irracionalidad, no impuesto, perecen enfrentados Lear y sus hijas.

En cuanto a Fedra, hay que precisar que es una obra neoclásica con la que Racine se apega al Racionalismo francés iniciado con Renee Descartes (1596 – 1650), cuyo pensamiento contrapuso la razón al empirismo como medio para alcanzar el conocimiento. Racine muestra, con el ejemplo de la heroína, llena de celos, el peligro de las pasiones.

El incestuoso amor de la protagonista hacia su hijastro Hipólito los conduce a la muerte. Fedra se suicida por el rechazo de Hipólito y la vergüenza que le provoca su ilícito amor. Hipólito, por su parte, muere por la furia de Poseidón incitada por Teseo, su padre, al creer que su hijo había seducido a su esposa.

Fedra se quita la vida puesto que en ella está presente, como lo está en todo héroe trágico -y este es un rasgo muy poderoso que hay que añadirle a la tragedia-, una escisión, un dilema, una lucha interior entre el deseo y el deber. ¿Incurrir en la vergüenza del incesto? ¿Dejarse arrastrar por su pasión o frenarla? He ahí el dilema de Fedra.

Las acciones de la heroína evidencian esta disyuntiva. Ausente su hijastro, la protagonista intenta llevar una relación en mayor o menor medida sana con su esposo. Sin embargo, al saber que Hipólito está enamorado de su prometida, Aricia, los celos la traicionan y le miente a su marido diciéndole que Hipólito le ha dirigido requiebros. Entonces Teseo pide a Poseidón matar a su hijo. Al conocer la muerte de Hipólito, Fedra ingiere veneno.

Continuemos con la definición de Steiner sobre la tragedia:

 

El personaje trágico es destruido por fuerzas que no pueden ser entendidas del todo ni derrotadas por la prudencia racional… El teatro trágico nos afirma que las esferas de la razón, el orden y la justicia son terriblemente limitadas y que ningún progreso científico o técnico extenderá sus dominios (13 -14).

 

Es una definición coherente con el Racionalismo y vale para Fedra, en nada para Edipo Rey y mucho menos para El rey Lear. Es, a saber, una definición varada en esta corriente filosófica surgida en el siglo XVIII, que no le hace justicia ni al teatro griego ni al lector contemporáneo que intuye que la razón, por muy esperanzadora que parezca en su apuesta por el orden y la lógica, no impidió el baño de sangre ocurrido en el siglo XX durante la Primera y Segunda Guerra Mundial, ni durante todos los horrores bélicos que dieron origen a la filosofía irracionalista de Henri Bergson (1859 – 1941) o a la de Unamuno. Para Steiner existe una inalterable igualdad entre la tragedia griega, la barroca y la neoclásica.

Al respecto dijo el filósofo Juan David García Bacca (1901 – 1992):

 

Y así como no habrá animal racional que exija se ponga en forma deductiva La Ilíada o La Odisea, o que se dé forma perfectamente racional a una poesía digna de semejante nombre, y que no sea pura y simplemente filosofía en verso, porque es faena imposible dar forma racional a ninguna clase de poesía, a ningún drama, a ninguna tragedia, y eso que tanto filosofía griega como tragedia griega se encuentran dentro del mismo ámbito fundamental, del mismo tipo de sentimientos, siendo el fondo del universo griego, el escenario en que se realizan la epopeya, la tragedia y la filosofía griega, el mismo, si esto no es posible, repito: traducir o dar forma perfectamente racional a la epopeya griega o a una tragedia griega (Siete modelos de filosofar, 80). 

           

Pero, siendo la tragedia un género y una construcción retórica, ¿dónde están los componentes que, como tejido artístico y poético, debe tener?

Steiner no explica, por ejemplo, por qué la tragedia recurre a la música y al verso, y por qué la lírica es la única vía posible para transmitir el mensaje cuando el elemento inexpresable o alingüístico como el dolor, el sufrimiento, la angustia, entran en acción. Y sí insistimos, como lo hizo Nietzsche, que la tragedia es un género, ¿dónde está la explicación de Steiner en cuanto a los diálogos o los monólogos que tan poderosamente demuestran el desgarro y la descoyuntada existencia del héroe? Estos son temas que Steiner no contesta ni aborda, pues el crítico plantea la tragedia como un tratado filosófico y no como un fenómeno estético y religioso.

A diferencia de Steiner, Nietzsche era un especialista en filología griega y tenía un conocimiento de la Grecia clásica que la crítica convencional no posee. Evadir el profundo y concienzudo acercamiento de Nietzsche al mundo griego y al origen y ocaso del drama trágico en El nacimiento de la tragedia es un enorme desliz.     

 

Nietzsche no simplifica nada. Bien sabe que el griego antiguo, idioma en que nació la tragedia, no otorgaba gran importancia lingüística a los tiempos verbales, o sea, al pasado o futuro sino al instante. Pues ese instante definía «cómo» acontecían los hechos, asunto de gran interés para los griegos, y no «cuándo».

La tragedia nació en una lengua muy particular, y esa es el griego antiguo, idioma que se apoyaba en la música, es decir, es la intensidad prosódica con la que los griegos rozaban sus más íntimas emociones. La tragedia es la más alta manifestación de esa lengua que moldeó a un pueblo que hoy nos cuesta mucho entender. Lo que jamás debemos perder de vista es que las lenguas construyen a las naciones, no lo contrario, y la tragedia cinceló el pensamiento de Grecia como nación.

Sobre la versificación en el griego antiguo Andrea Marcolongo (1987) asiente en La lengua de los dioses (2017): «Existían esquemas métricos concretos, o sea, modalidades de versificación basadas en ritmos distintos, específicos, para los distintos géneros poéticos. La épica, por ejemplo, prefería el hexámetro; la lírica el yambo, el troqueo y los metros eólicos; la tragedia y la comedia el trímetro yámbico y los metros eólicos para el coro» (67).

¿Por qué? Porque «La métrica de la poesía griega no era, por tanto, una manera de forzar la lengua, sino una forma de expresar en voz alta una determinada idea del mundo: un mundo musical» (67). Es decir, un mundo en que la métrica y la musicalidad eran la vía ideal y el dechado para referir los dolores del parto universal.

Steiner no contempla estos componentes. Por el contrario, nos da una explicación maniqueísta de la tragedia y su muerte que, según él, acontece en el Romanticismo. Su libro es una propedéutica del género al que hay que guardarle recelo.

El crítico nos dice que, aparte de las fuerzas irracionales o aquellas energías que no son entendidas por la razón, al mito trágico y, por ende, al héroe, se le debe añadir el concepto de alteridad:

 

Fuera y dentro del hombre está l’autre, la «alteridad» del mundo. Llámesele como se prefiera: Dios escondido y maligno, destino ciego, tentaciones infernales o furia bestial de nuestra sangre animal. Nos aguarda emboscada en las encrucijadas. Se burla de nosotros y nos destruye. En unos pocos casos, nos lleva, después de la destrucción, a cierto reposo incomprensible (14).

 

No hay duda que el héroe trágico se percibe a sí mismo desarticulado por fuerzas extrañas o ajenas, pero las acepta sin preguntarse si son racionales o no. Descuida Steiner que para los griegos presocráticos la razón, como la hemos entendido a partir de la Ilustración, no existía, y que más bien operaban en esquemas de sentido común. Algo más: el dilema del héroe trágico no le impedía autoanalizarse, verse hacia dentro, sentir y percibir las calamidades que lo lanzaban al barranco. En la catástrofe el héroe trágico terminaba conociéndose a sí mismo. 

El problema de los griegos presocráticos, por lo tanto, no es la razón ni el absurdo. Edipo jamás se dice a sí mismo: «Lo que me pasa es irracional o carente de sentido». Acepta su error y se autocastiga por no haber actuado correctamente en un momento crucial. Tampoco Ulises cuestiona si el cíclope que amenaza con destruirlo es racional o no; sólo lucha contra él para salvaguardar la vida. 

Esos esquemas de pensamiento no existían en los años gloriosos de la tragedia. Lo que existía era la sensación y la contemplación del daño. Y, sobre todo, el anhelo de dejar coexistir el horror y el júbilo, permitirles anidar en el alma, la cavidad donde se respira y se emite el aliento, y donde surge la vida según la etimología griega de la palabra, e inventar un rito de ellos.

Entre los graves errores de Steiner está el negar el origen religioso de la tragedia. Para los griegos, el drama trágico era prácticamente una misa en la que se representaban las desmesuras del mundo.

Al exonerar la religión de la tragedia, Steiner olvida que en la psiquis religiosa hay un «Eterno retorno», es decir, el afán de volver al orden sagrado, a los ritos primordiales en los que no existía la razón sino la necesidad de aniquilar el tiempo profano, desprovisto de significación y poco tolerable para el hombre arcaico. En la tragedia hay una necesidad de regresar al illo tempore, al mito primordial en que el cielo y la tierra se unieron en un acto divino. Mircea Eliade (1907 – 1986) lo explicó así:

 

Luchas, conflictos, guerras, tienen la mayor parte de las veces una causa y una función rituales. Es una oposición estimulante entre las dos mitades del clan, o una lucha entre los representantes de dos divinidades (por ejemplo, en Egipto, el combate entre dos grupos que representaban a Osiris y a Seth), pero siempre conmemora un episodio del drama cósmico y divino. En ningún caso pueden explicarse la guerra o el duelo por motivos racionalistas (El mito del eterno retorno, 35).

 

            El historiador y filósofo dice más:

                       

Un sacrificio, por ejemplo, no sólo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado por un dios ab origine, al principio, sino que sucede en ese mismo mítico primordial; en otras palabras: todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. Todos los sacrificios se cumplen en el mismo instante mítico del comienzo; por la paradoja del rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Y los mismo sucede con todas las repeticiones, es decir, con todas las imitaciones de los arquetipos; por esa imitación el hombre es proyectado a la época mítica en que los arquetipos fueron revelados por vez primera… En la medida en que se repite el sacrificio arquetípico, el sacrificante en plena operación ceremonial abandona el mundo profano de los mortales y se incorpora al mundo divino de los inmortales. Por lo demás, lo declara en estos términos: «He alcanzado el cielo, los dioses; ¡me he hecho inmortal!» (40-41).

 

 

El héroe trágico se extingue a sí mismo, se convierte en arquetipo para volver a vivir, ya redimido, en los espectadores de la tragedia que lo hacían suyo a través de la catarsis. Sin religión no hay salvación, no digamos en el sentido judeocristiano, sino en el hecho de recrear lo divino, la cosmogonía, a fin de hacerle frente al tiempo, a la historia, al incesante devenir carente de sentido. Más aún: la verdadera misión del arte es dar calor y abrigo en la desgracia. La tragedia es triple fuerza: ador, calidez y cobijo.

La imposibilidad del héroe trágico de explicarse a sí mismo racionalmente su desgracia, idea adscrita por Steiner, es impertinente para el drama griego. Funciona en El rey Lear, en donde el ego del rey lo conduce a la locura. Funciona también en Fedra puesto que Racine usa las pasiones de la heroína griega como ejemplo pedagógico para validar la razón a fin de no incurrir en faltas sociales. 

El peligro de la propuesta de Steiner radica en ver lo apolíneo como una pulsión racional, ignorando que las fuerzas apolíneas son sólo la posibilidad de ofrecer una manifestación lingüística de aquello que está fuera de toda posibilidad verbal; y que es la misma razón la que dio muerte al mito trágico. Así marcha su análisis, entre alabanzas a Shakespeare, Pierre Corneille (1606 – 1684) y Racine.

Pero hay un error de juicio aún más grave en el análisis de Steiner. Escuchémoslo:

 

La tragedia es ajena al sentido judaico del mundo. El Libro de Job es citado siempre como un ejemplo de visión trágica. Pero esa fábula sombría se halla situada en el borde exterior del judaísmo, e incluso ahí una mano ortodoxa ha afirmado los títulos de la justicia en oposición a los de la tragedia: «Yahvé bendijo ahora a Job más que al principio, pues se hizo con catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil burras».

 

Dios ha reparado los estragos sufridos por su siervo; ha recompensado a Job por sus infortunios. Pero donde hay compensación hay justicia y no tragedia. Esta exigencia de justicia es el orgullo y la carga de tradición judaica. Yahvé es justo, hasta en su furia. A menudo la balanza de la retribución o recompensa parece estar terriblemente desequilibrada o bien las providencias de Dios parecen insoportablemente lentas. Pero, tras la suma de los tiempos, no puede caber duda de que Dios es justo para con el hombre. Sus acciones no sólo son justas sino, asimismo, racionales. El espíritu judaico es vehemente en su convicción de que el orden del universo y de la condición humana es accesible a la razón. Las vías del Señor no son caprichosas ni absurdas. Podemos entenderlas cabalmente si a nuestras indagaciones les conferimos la clara visión de la obediencia (11).

 

Argumenta el Steiner que, por la esperanza de la recompensa en el cielo, el pueblo judío y, por deducción, los pueblos cristianos, son incapaces de producir tragedias. Sin embargo, tanto Shakespeare como Racine provienen de países altamente cristianos. Racine fue educado en los conventos de Port-Royal y Shakespeare fue hijo de padre católico, aunque él mismo, quizás para escapar del yugo de la Iglesia de Inglaterra, profesara el anglicanismo.

Si en sus obras no aparece el tema cristiano, excepto en Enrique VIII, obra en la que Shakespeare se presenta, por el contenido y los sutiles argumentos teológicos, como un criptocatólico, es porque el ambiente religioso en la Inglaterra de la dinastía Tudor era uno de feroz acoso.

            Para entonces, Isabel I, hija de Enrique VIII (1491 – 1547) y Ana Bolena (hacia 1501 o 1507 – 1536), y su hermanastra María I (hacia 1516 o 1517 – 1558), hija de Catalina de Aragón (1485 – 1536), primera esposa del rey Enrique, se encontraban en disputa.

Isabel abrazaba la reforma anglicana mientras que Catalina, ya como reina, acordó con el Parlamento Inglés regresar a Inglaterra a la jurisdicción romana. Debido al enfrentamiento entre amabas hermanas, provocado por el cisma de Enrique VIII con el fin de divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena, el ámbito político-religioso en Inglaterra era particularmente hostil.  

Ya alzada con el trono, María I, apodada Bloody Mary («María la sanguinaria»), mandó ejecutar a doscientos ochenta disidentes durante los cinco años de su reinado, mientras que Isabel I, ya muerta su hermanastra y convertida en su sucesora, se dio a la faena de borrar toda huella del catolicismo en Inglaterra y Escocia, dando inicio a una sangrienta lucha de poder con María Estuardo (hacia 1542 o 1548 – 1587), reina de Escocia, a quien gran parte de los ingleses católicos veían como la legítima soberana. Isabel I logró alzarse como máxima autoridad de la Iglesia de Inglaterra e hizo encarcelar y luego decapitar a su rival.

 

En ese entorno hostil surgió Shakespeare. Quizás para escapar del recelo de la ortodoxia anglicana situó la mayoría de sus obras en la Edad Media y en lugares lejanos, en los que el tema religioso está ausente tal vez como un recurso del dramaturgo de protegerse de Isabel I, quien ejerció una enorme censura en los temas teatrales de la época, aboliendo por completo, para 1584, los dramas religiosos o Miracle Plays. En todo caso, al contrario de lo que argumenta Steiner, detrás de la obra de Shakespeare está en el trasfondo un hombre profundamente cristiano.

Como si los tropiezos no fueran suficientes, Steiner adjudica la muerte de la tragedia al Romanticismo y al sentimiento de «culpa» o «remordimiento» que aureolan las obras de los románticos por incurrir sus personajes en un crimen o pecado, asumidos a su vez -en esto Steiner deriva en la ambigüedad- por el artista. Steiner ver el tema del amor, propio aunque no exclusivo del Romanticismo, como la redención que «le permite al héroe romántico participar de la emoción del mal sin pagar el precio que corresponde. Transporta al público hasta el borde del terror, sólo para sacarlo de allí, en el último momento, y llevarlo a la luz del perdón» (77). A lo que añade:

 

El romanticismo reemplazó la realidad del infierno que se abre ante Fausto, Macbeth o Fedra, con la cláusula salvadora de la redención oportuna y el «Cielo compensador» de Rousseau (77).

           

Para Steiner, Fausto (1808), de Goethe (1749 – 1832) no es una tragedia. Según él, debido a la fuerza salvadora del amor los románticos, con la excepción de Lord Byron (1788 – 1824) y su poema Manfredo (entre 1816 y 1817), no eran capaces de encarnar y concebir lo trágico por haber heredado de Rousseau «la bondad natural y su fe en los orígenes sociales y no metafísicos del mal» (77).

No obstante, basta leer las vidas de poetas como Karoline von Günderrode (1780 – 1806), Mariano José de Larra (1809 – 1837), Gérard de Nerval (1808 – 1855), José Asunción Silva (1965 – 1896), y las de músicos como Franz Schubert (1797 – 1828), Robert Schumann (1810 – 1856), Frederic Chopin (1810 – 1849) o Piotr Tchaikovsky (1840 – 1893) para entender lo mal que terminaron por una sociedad que los negó y que, a pesar de todo, jamás aceptaron el «cielo compensador» de Rousseau.

Pasa por alto Steiner las grandes tragedias de las óperas románticas Aída (1871), de Giuseppe Verdi (1813 – 1901), o Tosca (1900) y Madama Butterfly (1904), de Giacomo Puccini (1858 – 1924), que regresan el género trágico a la música. El crítico también desoye que fueron los músicos y los artistas en general, con sus grandes desgracias provocadas por el ascenso de la burguesía como consecuencia de la Revolución Industrial y su dominio del gusto estandarizado, lo que por definición es subjetivo, quienes encarnaron lo trágico.

La tragedia no murió gracias a la música, ya que un artista huérfano y mendicante como Puccini, al que le tocó ver múltiples accidentes y suicidios a lo largo de su vida, estaba emocionalmente capacitado, por tales sufrimientos y pérdidas, para componer una tragedia como Madama Butterfly.

Pero: ¿Cuál es la mayor omisión de Steiner en La muerte de la tragedia? España y sus dramas trágicos. El profesor de literatura comparada apenas nombra de pasada a dos o tres autores españoles a razón de impugnarles su incapacidad de componer tragedias por venir de un pueblo «religioso» o, mejor dicho, cristiano, en una desnaturalizada movida que convoca la propaganda antiespañola que comenzó en Inglaterra, Francia y Holanda una vez que llegaron a Europa las noticias del hallazgo del Nuevo Mundo.

Imposible es esperar de Steiner una revisión profunda de los astros que iluminaron los corrales de la España de Felipe II y III, cuyos nombres no son ni más ni menos que los de don Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Juan Ruiz de Alarcón (hacia 1572 o 1581 – 1639), Agustín Moreto (1618 – 1669), y Tirso de Molina, por nombrar los dramaturgos españoles más conocidos que, tras su muerte, dejaron obras memorables.   

Al referirse a una de las tantas obras igualmente polémicas de Steiner, Gramáticas de la creación, el filósofo británico A.C. Grayling (1949) acusó al ensayista de «ampulosidad intelectual». Otros lo tildaron, según un artículo de Maya Jaggi para The Guardian, «George and His Dragons) de «verbosidad, de decir lo obvio, de valerse de la técnica de name-dropping, de hiperbolizar, de usar citas erradas, de oscurantismo y de un gusto autodramático por lo apocalíptico. Incluso -continúa Jaggi- sus amigos reconocen que la amplia capacidad crítica de Steiner viene con el precio de la imprecisión».

En esa «imprecisión» queda inscrita la Leyenda Negra y la voluntad de no reconocer tragedias, en todo el sentido de la palabra, tales como El cerco de Numancia, de Cervantes, El castigo sin venganza (1631), de Lope de Vega, El médico de su honra (1637) y El pintor de su deshonra (1640), de Calderón de la Barca, entre otras.

Entre los diversos propósitos de la propaganda antiespañola se encuentra el de eclipsar su literatura. Así se presenta el estudio de Steiner. Pero hay que recordar que en carta a Friedrich Schiller (1759 – 1805), Goethe manifestó, con sentidas palabras, lo siguiente sobre una de las mejores obras en la historia del género trágico: «Si toda la poesía del mundo desapareciera, sería posible reconstruirla sobre la base de El príncipe constante».

Esa obra, capaz de servir de fuente para restaurar la poesía en el caso hipotético de que fuera extinguida de la faz de la tierra por una catástrofe mundial, fue escrita por don Pedro Calderón de la Barca, «la delicia de las Musas, el honor del Parnaso, el alumno de Apolo» conforme las palabras del consejero de los monarcas hispanos del siglo XVII, don Diego de Scals y Salcedo (1610 – 1687).

Y para terminar en materia, ofrecemos un fragmento del segundo monólogo de Don Fernando, en el que el infante de Portugal, tras ser capturado por el rey moro de Ceuta, le espeta a su hermano Enrique que, de no existir la ley de Dios, igual defendiera a su país del dominio de los moros. Es, por lo tanto, la idea de nación, y no la recompensa en el cielo, la que mueve las acciones del infante:

 

Porque rey, hermano, moros,

cristianos, sol, luna, estrellas,

cielo, tierra, mar y viento,

fieras, montes, todos sepan

que hoy un príncipe constante,

entre desdichas y penas,

la fe católica ensalza,

la ley de Dios reverencia;

pues cuando no hubiera otra

razón más que tener Ceuta

una iglesia consagrada

a la Concepción eterna

de la que es Reina y Señora

de los cielos y la tierra,

perdiera, vive ella misma,

mil vidas en su defensa.

 

                                     (El príncipe constante, versos 1449 - 1461).

           

 

 

 

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Obras citadas

 

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Roberto Carlos Pérez (Granada, Nicaragua). Músico, narrador y ensayista. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D. C. Además, es máster en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro por Maryland University. Producto de sus investigaciones son los numerosos ensayos aparecidos en revistas nacionales e internacionales. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012), de la novela corta Un mundo maravilloso (2017), y del libro de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018).  Ha sido incluido en las antologías Flores de la trincheraMuestra de la nueva narrativa nicaragüense (2012), Un espejo roto (2014), Nicaragua cuenta (2018) y SOS Nicaragua (2019). Su cuento «Francisco el guerrillero» fue traducido al alemán y apareció en la antología Zwischen Süd und Nord: Neue Erzähler aus Mittelamerika (2014). Es también editor del libro en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco: José Emilio Pacheco en Maryland (1985-2007), de la edición crítica de la novela El vampiro (1910), de Froylán Turcios y de Breve suma (1947), antología original de Joaquín Pasos. Sus áreas de investigación incluyen los Siglos de Oro y el teatro áureo español, el Modernismo y los efectos de la guerra civil nicaragüense en la literatura contemporánea. Roberto Carlos Pérez es miembro colaborador de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y secretario de la Delegación de Washington, D.C. de esta entidad. Es también miembro del Centro Nicaragüense de Escritores. A su vez, es parte del consejo editorial de Revista Abril y cofundador y editor en jefe de la revista Ágrafos.

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