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Un subversivo título: El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha


(Notas a propósito de la edición príncipe de Juan de la Cuesta en la Biblioteca del Congreso)

Por Roberto Carlos Pérez

Esta nota no intenta ser erudita. Jamás podrá competir con las anotaciones de Luis Ángel Murillo, Francisco Rico, Martín de Riquer, Antonio Rey y Florencio Sevilla, entre otros, cuyos comentarios en sus respectivas ediciones del Quijote han brindado luz sobre los guiños y juegos de palabras que Cervantes lleva a cabo con el título El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha.

 

Tampoco intenta superar los trabajos de Otis Green, Harold Weinrich, Maldonado de Guevara, Jean-François Cannavaggio, Nobuaki Ushijima y James A. Parr.  Su propósito es condensar muchas de las ideas que ofrecen estos eruditos sobre la gran novela de Cervantes y ofrecerle al lector uno que otro detalle de nuestra propia cosecha. 

Fue el impresor Juan de Cuesta quien apostó por tan desmesurada novela e increíble título, pero antes lo había hecho el librero Francisco de Robles. Su padre, Blas de Robles, publicó La Galatea en el Madrid de 1585. Francisco de Robles convenció a Juan de la Cuesta para que de la imprenta ubicada en Atocha 87 de Madrid saliera la primera edición de la primera parte del Quijote.

«Tenía cientos de erratas –incluso en la portada–, fallos en la maquetación, y un tamaño más pequeño de lo normal en una obra de este género. Fue una edición muy pobre, para ahorrar costes», ha dicho José Francisco Castro, conservador del taller de Juan de la Cuesta, donde hoy se encuentra la Sociedad Cervantina.

Se cree que la novela comienza con el inmortal inicio: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». No es así. Su verdadero comienzo se da con el subversivo título que Cervantes le otorgó.

Resulta imposible saber la reacción de los contemporáneos del Quijote. En la España de Felipe III se dispararon las carreras de don Luis de Góngora, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Calderón de la Barca, y otros tantos, cuyo dominio del español, el nuevo latín, los llevó a reestructurar cómo se pensaba a través de la lengua que había hecho hablar al anónimo juglar del Cantar de Mio Cid. De modo que una novela que es parodia y alabanza de las novelas de caballería, un género literario en desuso para 1605, debió ser algo insólito.

Antes de que Juan de la Cuesta lanzara la edición príncipe del Quijote, Lope de Vega había leído el manuscrito. No dudó en decir en carta a un amigo: «De poetas, muchos están en ciernes para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote».

          

Quizás el insulto se deba, en gran medida, a la ambigüedad del título que engloba el enigma de la novela. ¿Puede un hidalgo, es decir, un fijodalgo o hijo de algo, en otras palabras, un miembro de la baja nobleza, poseedor de ciertos caudales, ser «ingenioso»? No ingenioso -del latín ingenium- en la acepción de mañoso, artificioso o de tener la virtud de inventar con facilidad, sino como en la ya apuntada por algunos críticos: un hombre de temperamento colérico y melancólico, según expone el filósofo y médico español Juan Huarte de San Juan (1529 – 1588) en el Examen de ingenios para las sciencias (1575), cuyo carácter lo condujera inevitablemente a la monomanía.

 

Don Quijote no es mañoso, es más bien un solterón de cincuenta años que ha perdido la razón por haber leído novelas de caballería. Monomaníaco hasta el delirio, se empeña en corregir los males del mundo, idealiza a una mujer que no existe y revive la caballería andante, oficio para entonces sepultado por la nueva artillería que había hecho del caballero un hombre de corte y no alguien que se forjaba en los caminos. Don Quijote es, también, como todo hombre de genio, o ingenio, ambas palabras tienen la misma raíz, proclive a la melancolía tal y como lo sostiene Aristóteles en la Problemata 131.

 

El Examen de los ingenios tiene su fuente en Hipócrates y era el planteamiento antropológico en boga en el Renacimiento, cuyos orígenes se remontan a la antigua Grecia. Don Quijote sufre un desbalance en los humores, tiene la bilis amarilla, lo cual lo hace voluntarioso, independiente, decidido, y de extrema facilidad de expresión e imaginación.

Tal y como dice el cervantino Hernán Sánchez Martínez de Pinillos: «Don Quijote es el ingenioso, en el sentido de que ingenium significa no sólo perspicacia y agudeza mental, sino también fidelidad a la naturaleza propia: es decir, Don Quijote es el hidalgo ingenioso, auténtico, aquel que ha encontrado su verdadero ser, según proclama en el quinto capítulo de la primera parte: ‘Yo sé quién soy’» («Don Quixote USA o el purgatorio de los sueños rotos: «Desolation Row» de Bob Dylan y la Cueva de Montesinos»).

Don Quijote también es melancólico. No por nada los románticos pensaron que el Quijote era una novela triste. A la lectura cómica que hicieron sus primeros lectores se impone la de un ser a la deriva. Con esta visión dos de los más importantes comentaristas de la novela, don Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset, que parecen haber hecho suyos los versos de Darío, «Románticos somos… ¿Quién que Es, no es romántico?», arreciaron sus carreras comentando la novela y se convirtieron en los más destacados intelectuales peninsulares de principios del siglo XX.

Dice don Miguel: «Como tú siento yo con frecuencia la nostalgia de la Edad Media; como tú quisiera vivir entre los espasmos del milenario… Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada… No se comprende aquí ya ni la locura. Hasta del loco creen y dicen que lo será por tenerle su cuenta y razón. Lo de la razón de la sin razón es ya un hecho para todos estos miserables. Si nuestro señor Don Quijote resucitara y volviera a esta su España andaría buscándole una segunda intención a sus nobles desvaríos» (Vida de Don Quijote y Sancho).

Como Don Quijote, Unamuno es el gran melancólico en una España deshecha. Es también fiel a la proclama quijotesca de «Yo sé quién soy» en una época en que el espíritu español necesitaba regresar a sus orígenes, es decir, a los ideales del caballero que encarnó la esencia misma de la hispanidad.

Pero el título tiene otras implicaciones y otras tomaduras de pelo. El calificativo honorífico «Don», reservado a la alta nobleza, jamás se le otorgaba a un hidalgo, o sea, a un miembro de la nobleza baja. El nombramiento «Don» también se reservaba a los caballeros; sin embargo, todos sabemos que Don Quijote en realidad no lo es. Su investidura se lleva a cabo de manera ilícita en la venta de Juan Palomeque el Zurdo, y las leyes medievales eran explícitas al respecto: a quien era ordenado caballero en broma se le prohibía se ordenado caballero en su totalidad. Por otro lado, hay que recordar las palabras de la esposa de Sancho Panza: «y yo no sé, por cierto, quien le puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos» (II,5).

En el momento en que Cervantes nombra a Don Quijote «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha», crea un oxímoron al yuxtaponer el adjetivo «Don» (Dominus o señor en latín) con el otro adjetivo «hidalgo», pues éste encuentra su mejor lugar con el título militar de «caballero». Don Quijote no es un caballero en la vida real. Por lo tanto, no tiene derecho a llevar este nombramiento. Así, en el siglo XXI el título de la novela ha perdido el shock que tuvo para los lectores del XVII.

Pero el juego no termina ahí. El apellido Quijote, aumentativo del patronímico Quijano, verdadero apellido de Don Quijote, proviene de la lengua provenzal y, posteriormente, del catalán cuixot, pieza de la armadura que cubría el muslo. En otras palabras, Quijote no significa agresión sino pasividad y hasta marginalización, pues Don Quijote es el más marginado de cuanto personaje principal existe en toda la literatura universal.

Al nombrar a su caballero con el aumentativo Quijote, Cervantes entronca al hidalgo con uno de los más reconocidos caballeros de la materia artúrica: Lanzarote del lago. No obstante, existen diferencias entre uno y otro. James A. Parr asegura que «´Lanzarote´» incorpora el vocablo que designa el arma ofensiva por excelencia del caballero, la lanza. «Quijote», en cambio, se asocia más bien con la armadura defensiva, y, lo que es más, armadura que cubre una parte inferior de la anatomía que muy difícilmente se puede asociar con lo heroico. Si «Lanzarote» sugiere actividad y agresión, «Quijote» insinúa todo lo contrario, pasividad y marginalización -aspectos de la caracterización que empiezan a predominar ya en 1605» («La paradoja del Quijote»).

Pero el «Don» continúa dando problemas y merece mayor detenimiento. Este calificativo jamás se anteponía al apellido sino al nombre, como don Juan, don Carlos, don Fernando, etc. De esta manera, Cervantes pone el mundo al revés, pues el título de la novela, sobreadjetivado come era de costumbre en el autor, es más bien carnavalesco. Citamos a James A. Parr de nuevo: «Lo que anuncia Cervantes desde el título de la obra es un elogio irónico de la locura. Capta muy bien no sólo su propia ironía y subversión sino también la falta de juicio del personaje por ese título encajado y aparentemente innocuo, el ‘don’».

«El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha» es un choque contra la lógica. En la España del siglo XVII la Mancha era una región agrícola, árida, no muy próspera y alejada de los sitios exóticos, remotos e idealizados de las novelas de caballería, como la Gaula o Grecia. La Mancha era, más bien, un lugar próximo tanto para el héroe como para su autor y quizás vulgar para los españoles de la época, de modo que, tan sólo en el título, hay una riqueza de sentidos que Cervantes pone de relieve.

Más aún: para 1605 España se encontraba en lucha contra el islam y los países no cristianos. Había expulsado a moros y judíos por motivos religiosos, y los conversos, o cristianos nuevos que permanecían en el país, se concentraban, en su mayoría, en la región de la Mancha, es decir, en la zona de los manchados, o de sangre manchada, ya que no habían hecho uso de las ejecutorías de limpiezas de sangre, o compra de hidalguías, para borrar todo vestigio de su filiación con el judaísmo o el islam.

Presentamos en esta edición de Ágrafos una pequeña galería fotográfica realizada por el fotógrafo y cineasta Mario Ramos de la edición príncipe del Quijote, editada por Juan de la Cuesta y albergada en la Biblioteca del Congreso, en Washington, DC. El sello característico de Juan de la Cuesta preside la portada de esta edición: un halcón de cetrería, un león dormido y el texto de del Libro de Job que dice: «Post tenebras spero lucem» («Después de las tinieblas espero de la luz»).

Tal edición es una de las diecisiete que existen en el mundo, y está disponible en la colección «Miguel de Cervantes» de la división «Rare Book and Special Collections» de la Biblioteca del Congreso. La adquisición parece ser otro oxímoron, pues por Cédula Real de 1543, se prohibió el envío de novelas de caballería a América.

Dice la cédula: «Se prohíbe enviar libros de romance de historias vanas o de profanidad, como sonde Amadís e otros desta calidad, porque este es mal ejercicio para los indios, e cosa es que no es bien que se ocupen ni lean».

 

A la gloria del Quijote, a la victoria del «Caballero errante de los caballeros,/barón de varones, príncipe de fieros», como lo llamó Darío, presentamos estas imágenes de uno de los ejemplares que salieron de la imprenta de Juan de la Cuesta para honra de las letras universales.

Mario Ramos

Roberto Carlos Pérez (Granada, Nicaragua, 1976). Músico, narrador y ensayista. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D. C. Además es máster en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro por Maryland University. Producto de sus investigaciones son los numerosos ensayos aparecidos en revistas nacionales e internacionales. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012), de la novela corta Un mundo maravilloso (2017), y del libro de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018).  Ha sido incluido en las antologías Flores de la trincheraMuestra de la nueva narrativa nicaragüense (2012) y Un espejo roto (2014). Su cuento «Francisco el guerrillero» fue traducido al alemán y apareció en la antología Zwischen Süd und Nord: Neue Erzähler aus Mittelamerika (2014). Es también editor del libro en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco: José Emilio Pacheco en Maryland (1985-2007) y de la edición crítica de la novela El vampiro (1910), de Froylán Turcios. Sus áreas de investigación incluyen los Siglos de Oro y el teatro áureo español, el Modernismo y los efectos de la guerra civil nicaragüense en la literatura contemporánea, Roberto Carlos Pérez es miembro colaborador de la Academia Norteamericana de la Lengua Española..

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