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Esta vez no dirías nada

Por Mario Ramos

Nos encontrábamos allí, los dos, frente a frente. Yo sentado en la única silla del cuarto con las manos apoyadas sobre las piernas, él, desnudo y en silencio, desplomado sobre una mesa de metal oxidado, esperando ser reconocido al igual que el resto de los cuerpos que sigilosamente nos acompañaban.

Me encontraba paralizado por el frío y el dolor. No había ni un alma alrededor, solo una pila de cuerpos regados por todas partes. Hombres, mujeres y niños. Algunos cubiertos con viejas sábanas manchadas, otros envueltos en bolsas negras y algunos desnudos sobre mesas al igual que el cuerpo de tío Ernesto. En una de las esquinas del cuarto había una pequeña ventana curtida por donde apenas se filtraba la luz del sol. Del otro lado un desnutrido gato observaba atemorizado las gigantes ratas que correteaban por el salón. En el piso de concreto la sangre se mezclaba con el agua que usaban para limpiar los cuerpos. El mal olor era muy fuerte y yo tenía que esperar ahí por el notario. Debía ser allí dijo el celador, en ese cuarto frío donde me entregarían su cuerpo sin vida.

No era el familiar más cercano pero alguien tenía que identificar el cadáver. Me ofrecí a hacerlo porque sabía que nadie más lo haría. Después de varios minutos de espera finalmente apareció el celador junto con un abogado y un fiscal del Ministerio Público. Sin mucho protocolo me preguntaron si reconocía el cuerpo mientras me entregaban unos formularios que debía firmar. Respondí que sí.

Mario Ramos

Foto: Mario Ramos

Una de las últimas veces que lo vi estaba ebrio. Tenía un moretón en el ojo y algunos rasguños en el cuello.  Me contó que en el barrio Guanacaste, en una de las cantinas que frecuentaba, había tenido una discusión que terminó en golpes con un amigo. Reñía todo el tiempo. Siempre se quejaba de que la vida estaba empeñada en rodearlo de ignorantes. «Trato de esquivarlos pero siempre vienen en masa, es imposible no tropezar con tanto imbécil», decía.

Me gustaba escuchar sus historias, siempre tenía relatos maravillosos que compartir. Sabía de todo. Era muy culto. Sus teorías científicas y teológicas, sus críticas sociales y sus profundas reflexiones existenciales se mezclaban con anécdotas de cantina, en una serie de cuentos inverosímiles.

Solíamos coincidir en la casa de mi tía, su hermana. Siempre iba a visitarla y él a pasar sus borracheras. Era su destino final, el lugar donde tomaba el último trago antes de volver a la sobriedad. La casa tenía un porche cubierto por un frondoso napoleón con flores púrpuras. De una de sus ramas colgaba una pequeña jaula con dos pericos australianos, uno verde y el otro amarillo. Las paredes estaban decoradas con casitas de barro pintadas de diferentes colores que a mi tía le gustaba coleccionar. Había tres sillas de metal bordadas donde tío Ernesto acostumbraba sentarse. Pasaba horas en ese lugar, muchas veces solo y en silencio, llorando por el recuerdo de sus hijas y esposa que lo habían abandonado. Sentía pena por él. Me causaba dolor verlo sufrir, así que siempre que tenía la oportunidad lo acompañaba para que tuviera con quién conversar. Pasábamos horas en el porche, él hablando y yo, disfrutando de sus historias.

Recuerdo que una calurosa tarde de mayo, de esas en las que oscurece temprano por los aguaceros, pasaba frente a la casa de mi tía y vi sentado al pie del napoleón a tío Ernesto. Tenía la cabeza escondida entre las piernas.  De inmediato detuve el auto, me bajé y me acerqué a él. Estaba empapado y un poco borracho. Le ayudé a levantarse, me abrazó y lo llevé al porche donde estaban las casitas de barro colgadas de la pared. Sus lágrimas se mezclaban con el agua que le chorreada de la cabeza.  Tenía la mirada triste y apagada. Parecía un animalito indefenso. Lo acomodé en el mismo lugar donde siempre solíamos sentarnos. Estuvimos en silencio por un largo rato hasta que temblorosamente me tomó la mano: «Gracia papaíto… gracias», me dijo apretando fuerte, en un gesto de gratitud.

Sentí un dolor profundo en su voz. Un nudo me atenazó la garganta. No pude articular palabra, sólo hice un gesto parecido a una sonrisa. Quería llorar junto a él. No sabía cómo iniciar la conversación para que no se notara que sentía pena por él. No fue necesario. Me soltó la mano, se limpió los ojos y respiró profundamente para comenzar lo que sería nuestra última conversación. No recuerdo muchos detalles ni cuánto tiempo pasamos juntos ese día. Quizá fueron dos o tres horas, sólo recuerdo que esa tarde, a diferencia de las anteriores, reímos mucho, y que antes de irse dijo con un brillo diferente en sus ojos: «Gracias por escucharme y entenderme. Te quiero mucho papaíto» y me dio dos palmaditas en la pierna. Quería abrazarlo y decirle que también lo quería pero no tuve valor. Sentí vergüenza pues en mi familia no se acostumbra a expresar tales sentimientos pero pensé: «lo haré la próxima vez que nos encontremos».  

Se levantó lentamente diciendo que se debía ir, pues tenía que trabajar al día siguiente y que no podía darse el lujo de faltar nuevamente al trabajo. Me ofrecí llevarlo, pero se negó, y entre bromas dijo que quería caminar porque quizás el olor a tierra mojada le ayudaba a dejar de beber.  Esa fue la última vez que nos vimos.

Unas semanas después lo encontraron muerto una de las habitaciones que alquilaba en el mismo hotel donde trabajaba como ingeniero eléctrico. Cuentan que esa mañana, después de unos  días de no saber de él, rompieron la puerta del cuarto al ver que salía sangre. Estaba acostado en su cama. Se había desangrado después de vomitar el hígado por la cirrosis. Había pocas cosas en su habitación. Sobre el piso junto a su cama encontraron una docena de libros y unas revistas cubiertas de sangre. En una silla había una mudada de ropa y en la mesa de noche un vaso con agua, un manojo de llaves y una billetera medio abierta donde se podía ver la foto de sus dos hijas.  

Después de una larga espera y un molesto trámite en la morgue, me entregaron el cadáver. Con la ayuda del celador y del fiscal metimos a tío Ernesto en una bolsa negra. Lo sacamos de aquel lugar y lo subimos al auto de medicina forense que lo transportaría a la funeraria donde prepararían el cuerpo.  

Todo era extraño, una escena decadente, una oscura tragedia como esas que se ven en las películas. El sol brillaba intensamente y el calor nos hacía sudar a chorros. Cruzamos la ciudad con dificultad ya que tuvimos, que esquivar el tráfico que la satura a esa hora del día. Por encima de  todo nos topamos con un accidente en el que un automóvil había embestido a una motocicleta. Sobre el pavimento y con los sesos de fuera, el motorista fue cubierto con una camisa por un transeúnte. Se encontraban en espera de los forenses para llevar al cuerpo a la morgue de donde nosotros veníamos.

Al llegar a la funeraria, bajamos el cuerpo y lo llevamos hasta el cuarto localizado al final de un largo pasillo, y lo colocamos sobre una mesa de metal. Todos salieron y nuevamente quedamos solos los dos. Con mucho cuidado abrí la bolsa y vi su rostro. Tenía los ojos semiabiertos. Lo observé por un instante y comencé a lagrimear. Quería abrazarlo, pero al igual que la última vez que nos vimos, no pude. Tenía un nudo en la garganta e involuntariamente dije: « ¿Por qué tenías que irte así?».

Esta vez no dirías nada. No habría más tertulias, ni alegatos, ni reyertas. No habría discusiones ni palabras sugerentes y mucho menos contrariedades. Nuestras conversaciones habían terminado. Ahora sólo quedaba el recuerdo de esas tristes charlas en las que alguna vez dijiste: «Pienso que una forma de vencer a la muerte que me persigue sin tregua es dejando algo escrito: un libro, un artículo, o al menos una nota de despedida». Todo eso se había disipado. Te habías ido sin vencerla.

Mario Ramos (Tegucigalpa, Honduras, 1977). Fotógrafo, productor de televisión y cineasta ganador del premio Emmy en 2016 y 2017. Es autor del libro de fotografías Framing Time (2012). Sus imágenes han ilustrado las portadas de libros como El vampiro, de Froylán Turcios, Flame in the Air, de Vidaluz Meneses y El evangelio del amor, de Enrique Gómez Carrillo, entre otros. Ha trabajado para El Tiempo Latino/The Washington Post y CBS Radio. Ganador del Premio José Martí (Golden Award) otorgado por la Asociación Nacional de Publicaciones Hispanas en Estados Unidos y de la medalla de bronce en la categoría de foto-periodismo/interés humano, otorgado por la Sociedad Fotográfica Americana. Productor y director del cortometraje Vuelve con nosotros (2016), y del documental Brigade (2017). Actualmente es director de producción para Univisión Washington, director de Cabezahueca Films, cofundador de Casasola Editores y columnista para la revista de opinión centroamericana (Casi) Literal. A su vez, es embajador honorario de Plan International Honduras y cofundador de Ágrafos, revista de literatura, arte y política.

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