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  NARRATIVA  

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Novenario
Por Elesvan Alpízar Moreno

El último enemigo que será destruido es la Muerte.

Corintios 15:26

 

Me siento a esperar la noche sabiendo que no hay nada que evite el dolor. Está es la tercera noche en la que su visita me despierta. La llamada, ese temor eterno que la muerte trae consigo, esa tensión de saberse inútil, incapaz de hacer nada, dejar de ser y respirar. “Pronto” dice la voz, pronto será el momento de partir, mi mente le da vueltas a esto, supongo que es de esperar considerando la cercanía siempre presente de la muerte durante el transcurso de un novenario.

Llevo días durmiendo, o al menos pretendiendo hacerlo, en el cuarto que compartíamos cuando éramos niños y estábamos de visita, creo que con el pésame de la situación todo queda de alguna manera enmarcado dentro de la realidad. Ya han pasado algunos días desde el funeral, estuvo lleno de silencios y pésames que sobraban, el ataúd bajó y tiraron tierra. Siempre que alguien dice “lo siento” quisiera increpar al idiota y decirle que no se disculpe a menos de que fuera él el que empuñara el arma. ¿Quién puede entender nada?

Logramos conseguir que la Iglesia de Aserrí oficializara la ceremonia, algo difícil dadas las circunstancias y el carácter de último momento, pero creo que el hecho de que mi abuela llorase en el teléfono ayudó. La Iglesia delante de la plaza, su color verde, su arquitectura Hispánica de siglo XIX, ese cuadrado que busca la altivez más no lo magnánimo, se alza por sobre el pueblo sabiéndose el inicio y el final del mismo, sabiéndose que, de alguna forma, sus habitantes terminarán ahí eventualmente así como empezaron con sus coronillas siendo humedecidas por el párroco. Todos toman asiento y yo ocupo mi lugar junto a mi sangre para dar paso a una misa donde lo impersonal y repetitivo se conjugan cuando el discurso es recitado por un Padre que nunca envejece ni tampoco se hace más joven, un Padre que siempre tiene la misma forma de ser a pesar de que varias caras:

“Vinimos de Dios y a él regresamos, alabada sea su misericordia y su infinito amor. Hoy nos vemos en necesidad de decir adiós, de pedir por el alma de nuestro hermano que ha rechazado el regalo más grande que Él, en su infinito amor, no ha hecho entrega”.

Me genera duda pensar en la vida como un regalo es más como una forma de obsequio indeseado, como esas camisas que quedan al fondo del closet, como las medias que no combinan con nada. Dios es dichoso de no existir, el estar presente y, todavía peor, consciente, es un suplicio. Este regalo nadie lo pide, pero en su lugar se nos da y luego ya no debemos querer perderlo. Lejos de la noción cristiana ¿por qué no podemos querer morirnos? Deberíamos ser capaces de no querer estar aquí, de terminar esta estancia con una mala reseña y aceptando que no es para todos, pero en su lugar estamos obligados, a punta de culpas se sigue de manera inútil.

“Hermanos, daos la paz.”

Me inclino y abrazo a mi familia, primero a mi madre quien, entre sollozos se estremece por el frío. Luego a mi hermana que no nota que mis brazos la rodean y solo sigue llorando. Mi padre solo se queda quieto, sus ojos perdidos mientras espera que el ataúd se abra para finalizar este espectáculo. Mi hermano se inquieta, su cuerpo entero se tensa como siempre que alguien le manifiesta cualquier contacto físico.

Durante el funeral mi hermano miró al piso con desagrado, el féretro yacía en medio del recinto, pero su desprecio por la aparición de la estructura de madera era tan claro como la luz que el sol refleja sobre el rocío al alba. Sé que me culpa de esto, su desprecio por todo lo que represento, por esa pena eterna que mi sola presencia le causaba manifestada en una mueca perpetua y una mirada que me veía de arriba abajo o, todavía peor, veía a través de mí.

 Miro a mi hermana y sé que me culpa también, pero esta es la peor de todas porque me vilifica sin más, sin detenerse en lo que pasó, en los motivos, solo soy un egoísta. Pero lo que hace este odio tan presente es el hecho de que mamá y papá tampoco podrán sobrevivir esto, su matrimonio está lleno de dolores, pero este da el punto final a las magulladas de una historia de golpes existenciales. Yo lo sabía y aun así me quité la hijueputa vida.

 

Algún tiempo atrás hablaba de la importancia del novenario con mi madre. Estábamos en la cocina, ella con el cuchillo en mano y yo estaba sentado en la mesa. No nos mirábamos pero me hacía compañía.

—En el novenario nuestra alma no entra al cielo, estamos en el purgatorio y son los rezos y oraciones aquello que nos ayudan a pasar —me dijo mi madre.

Yo recordaba que era un acto un tanto diferente, que era que nuestra alma todavía rondaba la Tierra, que estábamos caminando por ahí mientras esperábamos a irnos. Un vestigio romano de creencias, según luego me enteré. Viendo que llevo días aquí supongo que tenía razón y, siendo enteramente honesto, me molesta demasiado que sea así. Deseaba hundirme, desaparecer, que la tristeza y eterno dolor que siempre me han acompañado se nublara conforme el oxígeno me faltase.

La autopsia fue divertida, si entendemos diversión como la desacralización del cuerpo a los ojos del difunto. Luego de que mi mente vacilara entre regresar a casa e ignorar la posibilidad de que la vida me iba a coger una vez más o hacer guardia para asustar a un incauto, terminé por decidir separarme de mi palidez espectral hasta que esta estuviera bajo tierra. Tras pasar la noche más intranquila de todas las que tuve en vida, me encontré con que el alba llegaba con mis padres y una limosina para llevarme a la iglesia.

Es en la Iglesia que caigo en la cuenta de que estaré presente unos días, que mi experiencia es lo más natural y que lo raro es más bien que una persona se quede demasiado tiempo. Yo me tengo que ir, eso lo sé, pero la espera es necesaria dadas las circunstancias.  Son los días posteriores los que me hacen darme cuenta de que el final no es sino un inicio bajo otro nombre. La espera ha sido agonizante, uno anhela que al morirse el dolor se acabe, pero no espera verlo de frente transmutado a los demás, no espera afrontarlo cuando aparece en los aullidos callados de su hermano, en las lágrimas de su hermana, en los suspiros de su padre.  Mamá llora, sus lágrimas caen cuando piensa en que su hijo se mató, en el hecho de que ya no voy a llegar a decirle el dato inútil del día. Papá solo llora cuando nadie lo ve, pudoroso como es.

Es indiferente todo esto, creo que nunca había sentido una desconexión tan profunda mientras sigo esperando que Caronte venga por mí. La muerte se me antoja un lago enorme que hay que cruzar, no hay una vida más allá solo la otra orilla (sea lo que sea eso), en esa orilla está todo lo demás, eso que no tiene nombre, eso que sentimos cuando las desgracias de la vida nos desgastan como me desgastaron a mí.

Cuando era un niño uno de mis primeros recuerdos es un funeral, cuando mi mente apenas empezaba a formarse recuerdo una Iglesia blanca, prístina, que tenía un césped de un verde que solo la infancia puede recordar. En medio de la extensión, que recuerdo llana por completo, había un toldo, blanco también, bajo este un grupo de personas, que asumo eran parientes míos, llora fuertemente, papá y yo caminamos hacia este toldo y veíamos a todos lagrimear mientras el féretro yacía sobre el hueco donde habría de hundirse. Yo, en mi inocencia e incomprensión, solo observaba todo sin entender bien qué sucedía.

—¿Ella quién es, papá? —pregunto tratando de captar, de alguna forma, la importancia del evento.

—Es mi tía —respondió él de forma tranquila. Para él la muerte siempre fue de lo más natural.

—¿Por qué todos lloran?

—Porque se fue.

—¿A dónde? —pregunto con gran curiosidad.

—A dormir, pero es algo que es eterno.

Y es que, desde entonces, la muerte se me antojaba como un sueño, no lo pensaba como ahora que la pienso como el punto de una oración irremediablemente idiota, sino como caer dormido al final de un día largo. Pero morir es como la negrura que viene luego de un golpe fuerte a la cabeza, es como un portazo al salir o, mejor dicho: es un acto violento y horrible pero no es el fin.

Los prospectos de la muerte fueron fundados de esta manera, pero no fue similar con la idea de lo que sucedía después de morir. La primera noche fue magnánima, casi quise estar vivo para poder participar, hasta quería llevar mi propio cuerpo sobre los hombros. La segunda es un álbum más bien simple que no expande sobre el sonido original. Para la tercera pude ver que el interés disminuía, menos rostros, más personas ocupadas, más gente vieja que parecía que pronto me acompañaría. La cuarta, la quinta, la sexta y la sétima no fueron diferentes, pero en lo que pasaban fui dándome cuenta de que, la parte posterior a la vida, al igual que esta, no es perpetua.

Creo que entreví que toda muerte tiene su fin cuando mi difunta tía apareció durante los rezos de manera breve. Era apenas la quinta noche, yo estaba sentado tratando de disfrutar las oraciones cuando la puerta se abrió. Al inicio creí que era solo una corriente de aire pues no fue algo violento, solo un chirrido que adjudiqué a los fuertes vientos que hubo durante las últimas noches. Continúe mirando hacia la nada hasta que noté que alguien se colaba por la rendija, primeramente, pensé que era otro familiar desconocido, una persona más que comparte nuestros apellidos y tiene rasgos similares, pero, cuando el rabo del ojo se encontró de frente con esta figura noté que era tía Seidy, seria y con esa actitud de señora que en vida también tuvo, entró y me saludó de una manera cálida. Se sentó y esperó a que mi abuela terminara el rezo. “Amen” dice mi abuela largando un suspiro en que mi alma se retorcía, dolía más porque ahora tía Seidy estaba conmigo, porque ahora ella también sabía que yo me había quitado la vida. Pasaron unos segundos hasta que habló.

—Hola, Alito—dijo antes de desaparecer en lo que yo cerraba los ojos.

Tía Seidy murió hace ya años. Su muerte fue la primera experiencia cercana y familiar que he tenido con la muerte. Desde niño los funerales eran una experiencia común, cosa de cada cierto tiempo, ver a los hermanos de mi abuelo morir, ver a los primos de mamá morir, ver gente que nunca conocí ser enterrada, pero con tía Seidy fue otra cosa. Sus ojos llenos de cansancio, camina del brazo de mi hermano mientras su cuerpo se consume a sí mismo por la falta de alimento. A tía Seidy la habían diagnosticado con cáncer a inicios de noviembre, mi madre lloró amargamente mientras me decía que ya había hecho metástasis, y yo supe, casi inmediatamente, que ella no lograría salir de esto. Mi cuerpo entero había saltado al escuchar la noticia porque lo supe tan claro como los vidrios de las ventanas del cuarto.

Ahora, un par de meses después ella calladamente yacía sobre el sillón, una mujer que siempre tuvo brazos grandes y rebosantes de carne ahora era una figura médica más, una estadística. Mi familia, abuelos, tía, tío y mamá, a la espera de que la operen. 

—¿Cómo va tía? —pregunto como si no conociera la respuesta a esa pregunta tan estúpida. Como si su condición me fuera ajena, delante de mí estaba una mujer en pleno proceso de ser derrotada y yo le hablaba como si no.

—Bien, papito —responde por deber, siempre estricta en sus actitudes hasta el final.

—¿Va a ir con nosotros a la playa?

—No, no puedo.

En ese momento la vida se sentía irrelevante, estaba delante de alguien que moría, alguien a quien siempre supe que vería expirar eventualmente, pero nunca me imaginé que sería a la mitad de mis veintes, pero que nunca entendí que se asomaría a ese gran lago tan temprano en su vida sin siquiera tocar su retiro. Y lo peor es que no sabía qué decirle, cualquier conversación es estúpida en situaciones como esta, un instante sin importancia duele más cuando la vida se acaba. En ese momento el esposo de mi Madrina llegó y me dijo que nos íbamos. Me despedí, no sabiendo que era la última vez que la vería. Mientras estábamos de paseo tendría un ataque epiléptico que, en conjunto con el cáncer la llevaría al hospital donde le arrancarían a mi familia cualquier esperanza al decirnos que ya no había nada que hacer.

Seidy moriría en su casa en la madrugada, gritando por mi madre y mi Madrina, gritando por su hija en un suspiro que haría que mis abuelos tuvieran que enterrar a su hija mayor, así como mis padres ahora tenían que hacerlo conmigo. Me llamarían en la madrugada entre lágrimas y tuve que avisar en el trabajo que no llegaría. Esta fue la primera vez que la muerte fue real, que la idea de que uno desaparecía y su cuerpo se consumía era un hecho tangible como los ladrillos de la casa o el agua que pasa por nuestras gargantas.

 Sería enterrada en la bóveda de mi Madrina, en ese cementerio que debía estar alejado del pueblo pero que ahora el pueblo entero había rodeado. Mientras un empleado público tiraba concreto sobre la pared de ladrillos me maravillaba de su habilidad, de lo prolijo que era para trabajar. Hacía frío, las lágrimas que estaban sobre mis ojos eran algo extraño, no sentía que me consumiera la pena, desde el inicio había aceptado que ella fallecería. 

 

Es la novena noche ahora que relato esto y ya estoy claro en las dos cosas que he relatado hasta ahora: el hecho de que Dios no existe y el hecho de que estoy a la espera de algo que me recoja. Se podría decir que espero a Caronte, al xoloitzcuintle, a la Parca, a todos esos nombres que no hacen sino unirse en uno solo que refleja al guía del olvido. 

Mientras aquel que me tiene que llevar llega yo velo por mí mismo en mis propios ritos funerarios. La sala de la casa de mis abuelos está llena. Yo pedí ser velado en este lugar, mi hogar fuera del hogar, aprecio que al menos esto fuera respetado incluso si mi cuerpo no ardió y mis cenizas no fueran guardadas en una urna. La sala es espaciosa, llena de motivos religiosos que mi abuela ha ido acumulando a través de su vida.

Las señoras son siempre las primeras en llegar, las hay piadosas, esas que rezan por uno con fervor y compasión, escucho sus buenos deseos y espero, gracias a ellas, que haya un cielo que me admita en mi estado actual. Lo peor son las chismosas, esas que ven en mi muerte un espectáculo, al lado de ellas me siento y las escucho.

—Uno nunca sabe lo que pasa en el corazón de las personas, igual ese muchacho era como extraño —dicen chismeando unas primas de mi madre cuyo nombre no recuerdo luego de que ella lo mencionara al saludarla y se retirara. Su actitud me deja un poco asqueado, esa necedad de la familia de hablar de todos como si los conocieran porque conocen a sus padres—, nunca saludaba y se quedaba aparte en las reuniones familiares.

—Decían que tenía esa tristeza que ese lado de la familia siempre jala. Usted sabe cómo es la cosa, los primos de Yoleiny siempre pasaban ay en el Chapui.

—¡Ay, Cloti pero si eso es lo que tiene media familia! —dice una de estas viejas sinvergüenza como queriendo reírse, noto que se tapa los dientes con una mano enfundada en el bullicio de las conversaciones ajenas.

—Sí, yo sé, pero es que nunca deja de sorprendeme como se alejan tanto de Dios los muchachos.

—Es terrible Cloti. Se meten en drogas, se meten con viejas, guaro, no van a Misa. No, no. Cloti, esta juventud está perdida.

—¡Ay, sí! Van y se junta con viejas y luego andan por ay.

—No sé, a esta gente le falta tanto Dios —cómo si este hubiera hecho algo por alguien.

—Bueno, para muestra este muchacho. Se mató y dejó atrás a todos.

—¿Todos? ¿Pero no es que no tenía hijos?

—No ¿has de creer? 

—¿Cómo que no? ¿No’es que ese muchacho ya estaba llegando a los treinta?

—Sí, pero igual deja a la mamá y al papá y a los dos hermanos.

—¡Qué tristeza!

—¡Qué difícil para la madre aceptar esa pérdida! ¡Charita!

—¡Ay, sí! Pero Dios sabrá por qué hace las cosas. Ese muchacho, dicen que siempre estaba triste, que nunca se concentraba cuando le hablaban.

—¿Qué raro que un muchacho no hable casi?

—Rarísimo… No sé, creo que esta juventud que siempre pasa triste le da a uno una pena tan grande.

No puedo mucho con esto. Me levanto de su lado e intento salir, pero al acercarme a una puerta solo me veo desde lejos, en una foto, la boca sonriendo, pero mis ojos arqueados en la cara de infinita desolación. No estoy aquí por parientes indiferentes, estoy esperando que esto cierre para poder irme. Quiero estar aquí por ellos, quiero dejarme sentir y que me despidan una vez que Abadón llegue y me envuelva en el abismo. Sin embargo, la sala está desolada, tantos desconocidos con lazos de sangre están ahí por mis padres y no por mí, que siento una especie de soledad difícil de describir. Solo mi abuelo se encuentra con los invitados, como anfitrión se ve forzado a sufrir en silencio por acompañar a los intrusos de su pena. Mientras Papi atiende con conversación y haciendo de depositario de condolencias toda la familia está en la cocina corriendo por tener las tazas llenas, corriendo por ser buenos anfitriones.

Decido alejarme de la sala y paso a la cocina. Paso el umbral y noto el movimiento. Mamá hace lo posible por mantenerse conjunta pero sus pedazos se caen con cada paso. La fuerza de la mujer de hierro, la fuerza de esa que hace unos momentos le evitó la entrada a la tía loca, ahora yace en una esquina con ella sollozando mientras mi Madrina la consola. Tienen razón al admitir que ningún padre tiene que enterrar a su hijo, pero yo no me arrepiento de mi fin pues argullo que ningún padre tampoco debería ver a su hijo despersonalizarse y perderse cuando ya la vida no tiene sentido.

—Yo no entiendo, él nunca fue feliz pero siempre parecía querer seguir. ¿Por qué se tuvo que ir?

—Yo sé, Yoleiny, yo sé —respondía mi Madrina desconsolada a su vez.

Ambas lloran y sufren mientras se abrazan, de alguna manera ambas perdieron un hijo, el niño que antes corría por la casa, el adolescente que se sentaba con los audífonos en el carro separándose del mundo, el adulto joven que apenas si hablaba por andar la cabeza metida en un libro. Madrina siempre me quiso, a menudo me veía y su rictus se expandía de par en par, me abrazaba y besaba con cariño. 

—Hola, fósforo —me decía cuando tuve el pelo largo por lo flaco que estaba y por cómo las capas de cabello se concentraban sobre mi cráneo.

—Hola, Madrina —decía dándole un abrazo y un beso, mientras sabía que estaba feliz de que yo existiera.

Ella me quería mucho, no como su sobrino o ahijado, sino como una extensión del amor que le tenía a su hermana, mi madre. Nunca sentí más que aprecio por ella y, al ser familiar, ella se llevaba las alegrías más francas al vernos pasar por la puerta de su casa.

Mi madre, sin embargo, vio lo peor de mí, me vio romperme, hacerme lentamente polvo mientras la vida se arrastraba por sobrevivirme. 

—¿Qué te pasa hijo? —preguntaba ella cuando, tras verme triste, se acercaba con una taza de té.

—Nada, mamá —respondía yo mientras mis ojos se perdían en un objeto cuyos matices no podía determinar.

—No me gusta verlo así, Ale —su voz trémula, sus ojos abiertos y con una mirada de horror. No sabía qué me pasaba, no podía saberlo.

Cuando niño, ella solía llevarme al psicólogo, yo veía mientras ella hablaba, cómo contaba lo difícil que era para mí llevarme con otros niños, como siempre estaba triste.

—Los demás niños lo molestan —decía—, él siempre pasa solo los recreos y nos llaman al colegio porque se pone a llorar luego de eso.

—Entiendo, señora —le respondía el terapeuta de turno— ¿usted por qué cree que sea así? —me preguntaba volviéndose a mí.

—Soy raro, soy raro para ellos —decía, pero en el fondo esperaba algo más.

 

 Papá solo mira por ahí sin ver a nadie, él sabía que esta pena era avisada, él sabía que yo eventualmente llegaría a esto.  “La muerte de un anciano es un barco llegando a puerto, la de un joven un naufragio”, solía decirme cuando la tristeza me arrancaba de este mundo, si supiera que cualquier partida es el naufragio y la llegada, que cerrar los ojos y buscar el Mictlán es solo el paso natural de las cosas, que el escorpión se envenena a sí mismo cuando está acorralado y que las ovejas saltan al vacío cuando se enfrentan con la opción de lucha contra su depredador y la muerte súbita. Solíamos hablar del abismo, de lo que era la muerte para mí y lo que era para él.

—Vivir es tan difícil a veces, papá —mencionaba yo en las largas caminatas que dábamos juntos.

—Vivir es vivir, Ale —respondía él—, está más allá de ser difícil o fácil.

—Es que yo no entiendo por qué me cuesta tanto.

—Lo piensa mucho, usted nunca tiene su mente en silencio.

¿Pero qué silencio? Como callar un arrebato de ideas que viene de un momento a otro, esa sensación de tristeza, de desesperanza, de que no hay futuro. Golpe tras golpe que hace que la vida sea intolerable.

 

Lo que pienso es más triste es como mis abuelos no entienden, para mi abuela debe ser particularmente duro pues mi alma, a sus ojos, está condenada. Si pudiera decirle algo le diría: “Abuela, no llore, yo no soy feliz, heredé su tristeza, esa que usted escondía de todos, esa que la llevaba a llamar a mi bisabuelo en sus sueños con miedo, también llevo la de mi abuelo, esa que hace que los tíos estén siempre mirando a las montañas sin que sus ojos se posen sobre ninguna.”

—Ve eso —me decía mi abuelo, mientras señalaba las montañas a lo lejos que circundaban el Valle Central.

—Sí, Tito —digo yo mientras fijo la mirada hacia más allá del güindo que se extiende.

—Por allá es San José, más pa’ allá está Heredia.

Tito mira a la distancia, él es feliz, pero sé que mis parientes son personas que tienen tendencia a buscar a Abadón. Las palabras le llegan a mi padre que me dice que las malas lenguas dicen que el apellido materno suele venir conjunto con depresión. Ver a mi abuelo no me da esa impresión, verlo me dice que sus ojos traen cansancio, pero también fortaleza. Sin embargo, mi abuela es otra historia, una mujer que no duerme en las noches, una que sufre en silencio y lentamente se consume por una tristeza que no tiene nombre. “No, papá, no”, la escucho en las noches decir entre sueños para luego quejarse de que ella no duerme nada. 

Cuando tía Seidy murió ella lloraba y lloraba, su mente perdida que repetía el mismo misterio al rezar una y otra vez. Como 3 veces dijo “segundo misterio”. Esto se repitió durante varias de las noches en las que me rezaban. Es como si cuando empieza el rezo todo se vuelve un tanto más confuso, son tres tandas dividas por tres rosarios, entre cada una hay alguna comida para mantener a los feligreses con energía. “Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino…”

 

Me maté un día que la casa había quedado sola. Escribí una carta, la dejé junto a mi cama y luego, con ayuda de una silla y un gancho de pared que había instalado unos meses antes, me colgué. Mientras el aire escapaba de mí sentí miedo, arrepentimiento, quería morir, pero no quería que doliese de esta manera. Conforme mis ojos se entornaban y mi cuello era oprimido noté que algo se movía, primero era un humo extraño y oscuro, tardé en entender que era la misma oscuridad que emanaba de mí mismo, era informe y apestaba, un susto que venía de otro susto, luego, casi de repente, una sombra apareció junto a mí, era oscura y enorme. Yo había dejado a cierta distancia del suelo, pero la sombra estaba delante de mi rostro mientras iba muriendo, no tenía facciones, pero sabía que sonreía, que de alguna manera había ganado y que yo no había comprendido que esto un juego por perder, aunque, en este punto, me daba igual. Cuando notó esto último esa sensación de sonrisa desapareció, se movió hacia la puerta y, sin abrirla, traspasó el umbral, yo supe que no estaba del otro lado en el pasillo, sino que se había ido, dicho esto me hundí en la oscuridad de la noche.

Al inicio desperté tendido en la cama, creí que no había muerto, que me había dormido y soñado todo. No sería hasta que moví mis ojos y encontré mi cuerpo que entendí que nada de esto era mentira. Me había matado. Toqué mi cuerpo y sentí el frío, la sensación de la muerte es algo corrupto y debilitante, saberse muerto es eso, un estado natural pero lejos de todo lo que uno conoce. Me dediqué a esperar a que llegara la primera persona y, para mi desdicha fue mi hermana menor que se rompió a llorar y a gritar. Seguidamente llegaron los paramédicos y yo me fui en la ambulancia con ellos.

 

Estamos casi al final de la última tanda, los asistentes están cansados a pesar de lo agasajos de comida y café que mi familia les había dado en agradecimiento por su asistencia, esto se acabará pronto, y no solo el rezo, sino finalmente esta prolongada estadía. Mientras mi abuela se confunde con las cuentas del rosario llega una persona que no había visto, enfundada en negro, traje completo, lo obvio de quien era este individuo no fue tan aparente en ese momento, se parecía a todos los miembros de mi familia. Sin embargo, cuando este individuo me miró recordé las palabras de Pavese:

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”

Pavese se refería a otra cosa, a la tristeza de la pérdida de una amada si no me equivoco. Pero al ver a este individuo, esta persona tenía los míos, mis ojos, esa mirada cansada, esa que era una copia de mí, tan familiar como lo era estar a solas conmigo mismo.

—Hola, Ale —dice el doble tranquilamente.

—Hola, Ale —respondo yo irónicamente.

—Creo que ambos sabemos que no soy usted.

—Sí, asumo que viene a recogerme.

—Más que nada a acompañarlo.

Decido hacerme el gracioso y le digo:

—Nadie me enterró con una moneda debajo de la lengua.

—No hace falta —responde él con total tranquilidad.

—Tampoco traigo criados, o alimentos. No me embalaron o sacaron el cerebro por la nariz.

El doble se sonríe y pone un dedo sobre sus labios al tiempo que, con la mirada señala a mi abuela arrodillada en el reclinatorio hechizo que le regalaron varias navidades atrás.

—Está rezando por usted.

—Lo sé, la escucho.

—¿Lo querían?

—Sí.

—Entonces ¿Cuál era el problema?

—Yo no quería nada —digo casi sin pensarlo, la respuesta ya estaba en mí.

El rezo termina y todos empiezan a levantarse para iniciar su camino a casa. 

Yo me voy, mi memoria, mi ser, siento en el espectro un regreso, el mundo entero se convierte en un espacio más irreal que mi nueva forma.

—¿Listo? —dice esa voz profunda que tantos nombres trae, Caronte, la Parca, la Calaca, el xoloitzcuintle, todos envueltos en tantas culturas que ahora solo llamo por su nombre griego por evocar a Dante.

—Listo —asiento a sabiendas de que saben, de que me voy, de que ya mi consciencia se hunde en ese océano.

El ser toma la forma de un perro negro y delgado, su mirada altiva que recuerda al más bello de los Dóberman, el xoloitzcuintle que aparece me guía mientras juntos avanzamos al Mictlán. Caminamos hasta el corredor y vemos a los feligreses irse y yo, enfundado en mi último traje me pongo la chaqueta para evitar el frío mientras nos asomamos, a lento paso, a la luz de las estrellas. Es el Hades, Hel, Mictlán, cielo, infierno. Somos todos, es él, es usted, es Él, soy yo.

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Elesvan Alpízar Moreno nace en 1995 en San José, Costa Rica. Estudió el Bachillerato en Psicología en la Universidad Nacional de Costa Rica y actualmente está completando el grado de Licenciatura en la Universidad Hispanoamericana. Lector disímil y asiduo de autores como Knut Hamsun, Karl Ove Knasguård, Roberto Bolaño, hasta Arthur Machen y H.P. Lovecraft.

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