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El otro femenino: Escritoras fundacionales en el XX en Hispanoamérica

Por Amelia Mondragón

En los años setentas del siglo pasado, la crítica literaria le otorgó a la literatura escrita por mujeres un lugar aparte. Tal clasificación sostenía que la experiencia femenina, siendo común a lo largo y ancho del planeta, era un poderoso aglutinante de obras literarias. Así, cruzando lenguas y culturas, en pocas décadas las literaturas feministas entraron en contacto e incluso sirvieron de vía para conocer literaturas nacionales de escasa difusión.

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Alfonsina Storni

Entre los elementos de la experiencia femenina resalta el haber llegado tarde a la escritura. Las mujeres accedieron a ella cuando las lenguas ya habían acumulado una extraordinaria memoria de siglos. De ahí que Santa Teresa de Jesús justifique con humildad sus opiniones aun cuando estas hayan sido doctas, y que más de un siglo después, al otro lado del mar, Sor Juana Inés de la Cruz tuviera que pedir perdón por el vasto conocimiento que en muy pocos años había sido capaz de acumular. Ambas sobrevivieron a sus épocas porque no les faltó la astucia ni el constante disimulo de tanto talento, y de ahí que sus obras hayan sobrevivido; la de Santa Teresa para transformarse en una de las mejores prosas místicas de Occidente, y la de Sor Juana, en la primera gran poesía de las Américas.

Las disculpas, que sepamos, no se volvieron a pedir ni en una ni en la otra parte del Atlántico. Sin embargo, hasta principios del siglo XX, al menos en Hispanoamérica, el feminismo, es decir, ese reconocimiento de la experiencia propia y por lo tanto, el abierto reconocimiento de lo que no se es, dio valientes frutos literarios, pero las condiciones sociales y culturales no eran adecuadas. La extraordinaria retórica barroca, que instaba a reconocer las profundas contradicciones humanas, había cesado, y el Iluminismo, tremendamente lineal y asertivo, estaba en Hispanoamérica creando patrias liberales.  

El empuje de la modernización a finales del siglo XIX y comienzos del XX, el éxito del Modernismo, movimiento literario guiado en su segunda etapa por Rubén Darío y el clamor que, con respecto al sufragio femenino, empezó a sentirse en Europa en las dos últimas décadas del siglo XIX, encendieron en Hispanoamérica una chispa social, cultural y filosófica que aún tardará mucho en apagarse.

 

El Modernismo había establecido —en su estrategia retórica—una subjetividad distinta a la del Romanticismo, por eso, al lado de los grandes temas, los modernistas fueron capaces de cultivar lo banal o irrelevante y de fundir lo cotidiano a la espiritualidad. En otras palabras, el Modernismo alentó en Hispanoamérica la formación de una conciencia alerta a las novedades (de productos, servicios y cultura) y a los cambios (avances urbanos) y en este sentido, promovió una subjetividad que se validaba en la escritura por su capacidad de descubrir y relacionar las cosas del mundo. También fue el Modernismo un movimiento que le concedió a la mujer gran capacidad sexual, y la hizo centro, por su belleza y buen gusto, de las entonces frecuentes veladas citadinas.

Sin el Modernismo hubiera sido imposible una escritora como Delmira Agustini, a quien Rubén Darío felicitó por ser de las escasas poetas que escribían como mujeres. Hoy, paradójicamente, en sus poemas se percibe como agobiante la retórica modernista, de la que los lectores contemporáneos quisiéramos rescatar a tan valiente escritora, la primera que se atrevió a desnudar su sexualidad, a clamar por su placer y a defenderlo. Pero aun cuando pudiéramos editarla a nuestro gusto, seguiríamos considerando su escritura con cierta condescendencia, como si entre ella y nosotros existiera un insalvable abismo. La misma Rosario Castellanos, no sólo gran escritora ella misma sino experta en el tema de la escritura femenina, no tiene muchas palabras para las poetas de principios del siglo XX, quizás por el candor que las envolvió, por su entrega sin reservas a un estilo y a un lenguaje que, como todos, son imágenes del mundo y por lo tanto, lo falsean.   

Pero si no se hubieran asido al Modernismo, ¿cómo habrían podido escribir lo que escribieron? ¿Cómo hablar de la sexualidad propia si no hay sobre el tapete un sistema de representación altamente sensorial? Y cómo hablar del yo íntimo si no existe un “afuera”, un otro en el que pueda mirarse lo que somos y sobre todo, lo que no somos.

Fue el Modernismo el gran lenguaje que asentó los “afueras” y los “adentros” de finales del siglo XIX hispanoamericano, puesto que separó el espacio personal del público y encima de todo, ya caído su imperio intelectual, sirvió de lengua llana, hasta entrados los años cuarentas del siglo XX, para tratar los temas del “alma” tanto en la poesía como en la canción popular.

La flexibilidad espacial del Modernismo se constituyó en herencia de la lengua y pasó a las Vanguardias. Varias escritoras adoptaron la escritura de vanguardia en sus últimos poemarios: Alfonsina Storni, Gabriela Mistral y Eunice Odio son grandes ejemplos. Mas tajante y con un verso menos musical, las formas de representación vanguardistas incorporaron y a veces fundieron tanto la denuncia social como un espacio onírico que disolvía la representación de tiempo y espacio. Sorprende, sin embargo, que ninguna de las escritoras que fundaron el feminismo contemporáneo abandonara la imagen de la naturaleza. El mundo natural, mucho menos veraz que el del Costumbrismo de finales del siglo XIX y por lo tanto más ajardinado, o sea, nunca rígido ni conceptual, sino profundamente vibrante, ha sido en la poesía de estas poetas una especie de alter ego, una prolongación de ellas mismas, quizás la única tierra segura, tan protectora como el útero, ante la intemperie que las acechó.

El lenguaje vuelve a verse como lo “otro”, un otro que responde a la rigidez del poder y al estereotipo, en Rosario Castellanos, cuya poesía y prosa desesperan por entrar en comunicación veraz con el lector. Al desechar una metáfora o imagen de algún reconocido escritor, Castellanos lo hace a nombre del concepto que la figura literaria falla en reproducir, aunque sea ingeniosa. Veamos este ejemplo de un verso muy conocido de Pablo Neruda, donde Rosario elabora sobre la palabra “amor”:

“Es tan corto el amor y es tan largo el olvido.”

Ay, Neruda, Neruda.

¿Con qué vara mediste lo continuo?

¿Que espesor de cabello te sirvió de frontera?

Porque un río cambia el nombre

según el territorio que atraviesa

pero es siempre agua

—en la aridez, y en el verdor—, impulso

hacia adelante, fuga, estruendo, vórtice,

remanso, pero siempre agua, agua

y, por fin, el encuentro con el mar.

                                                                                                “Diálogo con los hombres honrados”

 

Así enmarcaba Rosario lo que Neruda, en el poema “Puedo escribir” (1924) no pudo escribir, pues aparentemente el amor se le había quedado corto. También Rosario corrigió a algunos otros poetas. Bien conocido es su poema “Poesía no eres tú”, transcrito en esta sección, en el que la hablante rehúsa la representación poética del amor idílico porque, según ella, la relación de pareja, en vez de excluir al otro, debe integrarlo de muchas maneras, ya que debido a él, ése que está al otro lado, más allá de nosotros, sabemos quiénes somos y por lo tanto, nuestra vida y la poesía misma adquieren sentido.    

En la poesía feminista del siglo XX Rosario Castellanos representa ese punto casi mágico, por lo discreto, de integración entre el reclamo social y el sentimiento íntimo, tal como si ambos fueran uno mismo, es decir, un mismo amor y un mismo dolor. Y esta magia también se traduce en su modo de entender la lengua. Veamos lo que dice en “Notas al margen: el lenguaje como instrumento de dominio” (Mujer que sabe latín, 1984):

La palabra, que es única, es, al mismo tiempo y por eso mismo, gregaria. Al surgir convoca la presencia de todas las otras que le son afines, con las que la atan lazos de sangre, asociaciones lícitas y constituye familias, constelaciones, estructuras.

Pueden ser complejas, pueden regirse por un orden que produzca placer en el contemplador.  Lo que ya no les está permitido volver a ser nunca es gratuitas. Las palabras han sido dotadas de sentido y el que las maneja profesionalmente no está facultado para despojarlas de ese sentido, sino al contrario, comprometido a evidenciarlo, a hacerlo patente en cada instante, en cada instancia.

El sentido de la palabra es su destinatario: el otro que escucha, que entiende y que, cuando responde, convierte a su interlocutor en el que escucha y el que entiende, estableciendo así la relación del diálogo que sólo es posible entre quienes se consideran y se tratan como iguales y que sólo es fructífero entre quienes se creen libres.

Así, el profesional de la palabra, sea escritor, político, abogado o de cualquier profesión en la que invariablemente ejerza el poder al utilizar el lenguaje, no puede ir contra la libertad del escucha.  Por el contrario, es su responsabilidad entablar diálogo para “ser” y crear relaciones de igualdad. La identidad que asumimos en la escritura, la que creamos para hablar con el otro, según Castellanos, sólo puede tener un fin ético. Porque la identidad, consciente de tal ética, también confía en que el escucha se responsabilice por nosotros, por cuanto le comunicamos, y actúe acorde.

Si se mira en retrospectiva, parece obvio que durante el siglo XX la escritura feminista hispanoamericana, aún cuando en sus comienzos se haya situado en un ángulo estético que ya no entendemos, ha expresado una y otra vez el reclamo de una identidad dialogante. Tal identidad, que siempre hemos leído de manera pasiva en el feminismo literario, asumiendo que las escritoras solicitan libertad y denuncian su condición implica, de acuerdo con el planteamiento de Rosario Castellano, algo un poco más complicado: la literatura feminista convierte a su interlocutor en escucha, es decir, en humano, borrando de él su cosificada identidad e invitándolo a ser él también libre.

La presente antología es sólo una muestra de las muchas voces femeninas que viven en la literatura hispanoamericana.

 

 

Delmira Agustini (1886 -1914, Montevideo, Uruguay). Fue la primera escritora hispanoamericana en abordar con su poesía la sexualidad femenina y más aún, en explorar tanto su capacidad de liberación como las limitaciones que el mismo placer implica, es decir, la soledad y los cambios de percepción que la conciencia tiene de sí misma, cuando el objeto amado se aleja o ya no cumple con las expectativas del amante. Aunque con la tinta cargada de imágenes modernistas, la poesía de Agustini es profundamente fresca porque nace directamente del sentimiento. Delmira Agostini Murió muy joven y trágicamente, a manos de su esposo, y publicó en vida cuatro poemarios que en 1924 fueron recogidos, junto a sus últimos poemas, en Obras completas, Tomos I y II.

 

DÍA NUESTRO

-La tienda de la noche se ha rasgado hacia Oriente.-               
Tu espíritu amanece maravillosamente; 
su luz penetra en mi alma como el sol a un vergel...      

                  

-Pleno sol. Llueve fuego. -Tu amor tienta, es la gruta 
afelpada de musgo, el arroyo, la fruta,               
la deleitosa fruta madura a toda miel.       

     

-El Ángelus. -Tus manos son dos alas tranquilas, 
mi espíritu se dobla como un gajo de lilas,               
y mi cuerpo te envuelve... tan sutil como un velo.   

          

-El triunfo de la noche. -De tus manos, más bellas, 
fluyen todas las sombras y todas las estrellas,               
y mi cuerpo se vuelve profundo como un cielo! 

De Los cálices vacío.

 

Gabriela Mistral (1889 Vicuña, Chile - 1957 Nueva York). Poeta, ensayista y maestra. A los veinticinco años ganó el primer premio de La Sociedad de Artistas de Santiago con “Los sonetos de la muerte”, tres sonetos extraordinarios con los que cambia el rumbo de la poesía en Chile. En 1922, después de publicar el poemario Desolación, cuya originalidad atrajo inmediatamente la atención de la crítica, Gabriela Mistral fue invitada por José Vasconcelos, entonces secretario de Educación Pública de México, para colaborar con la reforma educativa de dicho país. Dos años después empezó a representar a Chile en diversas misiones diplomáticas. Durante esta época también enseñó en varias universidades de los Estados Unidos. En 1945 recibió el Premio Nobel, el primero otorgado a un escritor hispanoamericano. Además de Desolación, su obra poética consta de tres poemarios Ternura (1924), Tala (1938) y Lagar (1954). A través de ellos se observa cómo el estilo de Mistral va haciéndose cada vez más vanguardista y cómo en sus temas progresa la religiosidad y el amor por los humildes, los inocentes y la naturaleza.

 

LOS SONETOS DE LA MUERTE



Del nicho helado en que los hombres te pusieron, 
te bajaré a la tierra humilde y soleada. 
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron, 
y que hemos de soñar sobre la misma almohada. 

Te acostaré en la tierra soleada con una 
dulcedumbre de madre para el hijo dormido, 
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna 
al recibir tu cuerpo de niño dolorido. 

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas, 
y en la azulada y leve polvareda de luna, 
los despojos livianos irán quedando presos. 

Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, 
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna 
bajará a disputarme tu puñado de huesos! 

II 

Este largo cansancio se hará mayor un día, 
y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir 
arrastrando su masa por la rosada vía, 
por donde van los hombres, contentos de vivir... 

Sentirás que a tu lado cavan briosamente, 
que otra dormida llega a la quieta ciudad. 
Esperaré que me hayan cubierto totalmente... 
¡y después hablaremos por una eternidad! 

Sólo entonces sabrás el por qué no madura, 
para las hondas huesas tu carne todavía, 
tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir. 

Se hará luz en la zona de los sinos, oscura; 
sabrás que en nuestra alianza signo de astros había 
y, roto el pacto enorme, tenías que morir... 
 

III 

Malas manos tomaron tu vida desde el día 
en que, a una señal de astros, dejara su plantel 
nevado de azucenas. En gozo florecía. 
Malas manos entraron trágicamente en él... 

Y yo dije al Señor: «Por las sendas mortales 
le llevan. ¡Sombra amada que no saben guiar! 
¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales 
o le hundes en el largo sueño que sabes dar! 

¡No le puedo gritar, no le puedo seguir! 
Su barca empuja un negro viento de tempestad. 
Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor». 

Se detuvo la barca rosa de su vivir... 
¿Que no sé del amor, que no tuve piedad? 
¡Tú que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!

De Desolación.

LA OTRA

Una en mí maté: 
yo no la amaba. 

Era la flor llameando 
del cactus de montaña; 
era aridez y fuego; 
nunca se refrescaba. 

Piedra y cielo tenía 
a pies y a espadas 
y no bajaba nunca 
a buscar «ojos de agua». 

Donde hacía su siesta, 
las hierbas se enroscaban 
de aliento de su boca 
y brasa de su cara. 

En rápidas resinas 
se endurecía su habla, 
por no caer en linda 
presa soltada. 

Doblarse no sabía 
la planta de montaña, 
y al costado de ella, 
yo me doblaba... 

La dejé que muriese, 
robándole mi entraña. 
Se acabó como el águila 
que no es alimentada. 

Sosegó el aletazo, 
se dobló, lacia, 
y me cayó a la mano 
su pavesa acabada... 

Por ella todavía 
me gimen sus hermanas, 
y las gredas de fuego 
al pasar me desgarran. 

Cruzando yo les digo: 
Buscad por las quebradas 
y haced con las arcillas 
otra águila abrasada. 

Si no podéis, entonces, 
¡ay!, olvidadla. 
Yo la maté. ¡Vosotras 
también matadla!

De Lagar.

 

ALMUERZO AL SOL

Bendícenos, el Padre,

el tendal del almuerzo.

 

Bendice el mediodía

blanco como el cordero

que a los dispersos trae

y va sentando en ruedo.

 

La gracia de la hora

dibuja el cerco

en mandando su rayo

preciso y recto

¡y se dora la tierra

de hombres y de alimentos!

Bendícenos la mesa

hija de siete huertos,

y de un trigal dorado

y un herbazal al viento.

 

Bendícenos la jarra

que abaja el cuello fresco,

la fruta embelesada,

la mazorca riendo,

y el café de ojo oscuro

que está empinado, viéndonos.

 

Las grecas de los cuerpos

bendígalas su Dueño;

ahora el brazo en alto,

ahora el pecho,

y la mano de siembras,

y la mano de riegos.

 

Si acaso somos dignos

de sentir, Padre Nuestro,

que pasas y repasas

la parva de alimentos.

 

Y si yantan en torno

boyadas y boyeros,

y ya bebió el cabrito

y el pájaro sediento.

 

Al mediodía, Padre,

en el azul acérrimo,

¡qué íntegro tu pecho

qué redondo tu reino!

 

De Lagar.

 

LA ABANDONADA

 

A Emma Godoy

 

Ahora voy a aprenderme
el país de la acedía,
y a desaprender tu amor
que era la sola lengua mía,
como río que olvidase
lecho, corriente y orillas.

¿Por qué trajiste tesoros
si el olvido no acarrearías?
Todo me sobra y yo me sobro
como traje de fiesta para fiesta no habida;
¡tanto, Dios mío, que me sobra
mi vida desde el primer día!

Denme ahora las palabras
que no me dio la nodriza.
Las balbucearé demente
de la sílaba a la sílaba:
palabra "expolio", palabra "nada",
y palabra "postrimería",
¡aunque se tuerzan en mi boca
como las víboras mordidas!

Me he sentado a mitad de la Tierra,
amor mío, a mitad de la vida,
a abrir mis venas y mi pecho,
a mondarme en granada viva,
y a romper la caoba roja
de mis huesos que te querían.

 

Estoy quemando lo que tuvimos:
los anchos muros, las altas vigas,
descuajando una por una
las doce puertas que abrías
y cegando a golpes de hacha
el aljibe de la alegría.

Voy a esparcir, voleada,
la cosecha ayer cogida,
a vaciar odres de vino
y a soltar aves cautivas;
a romper como mi cuerpo
los miembros de la "masía"
y a medir con brazos altos
la parva de las cenizas.

¡Cómo duele, cómo cuesta,
cómo eran las cosas divinas,
y no quieren morir, y se quejan muriendo,
y abren sus entrañas vívidas!
Los leños entienden y hablan,
el vino empinándose mira
y la banda de pájaros sube
torpe y rota como neblina.

Venga el viento, arda mi casa
mejor que bosque de resinas;
caigan rojos y sesgados
el molino y la torre madrina.
¡Mi noche, apurada del fuego,
mi pobre noche no llegue al día!

De Lagar.

 

Alfonsina Storni (1892, Cantón Tesino, Suiza - 1938, Mar del Plata, Argentina). A los cuatro años de edad sus padres, italo-suizos, se reincorporaron a la sociedad argentina. Hasta los veinte años, Alfonsina Storni vivió en pequeñas ciudades y zonas rurales. Su padre murió siendo ella una niña. Estudió para maestra rural y a los veinte años, embarazada y llena de vergüenza, se fue a Buenos Aires donde nació y crió a su hijo Alejandro.

Su poesía, cuya constante es el feminismo o la reflexión sobre la experiencia femenina, suele dividirse en dos etapas.  La primera, de imágenes modernistas, aunque sin fórmulas preciosistas, comprende los libros La inquietud del rosal (1916), El dulce daño, Irremediablemente (1919), Languidez (1920), Ocre (1925) y Poemas de amor (1927).  En la segunda etapa la poesía de Alfonsina Storni, asimilando técnicas vanguardistas, se vuelve muy sobria, conceptual e irreverente con la preceptiva, pues hizo sonetos a los que ella denominó “antisonetos” por carecer de rima: “El mundo de siete pozos” (1934) y “Mascarilla y trébol” (1938). Diagnosticada de cáncer, Alfonsina Storni se ahoga en el mar, no sin antes haber enviado su último poema: “Voy a dormir” al periódico La Nación de Buenos Aires.     

EL HIJO

Se inicia y abre en tí, pero estás ciega
para ampararlo y si camina ignoras
por flores de mujer o espada de hombre,
ni qué alma prende en él, ni cómo mira.

Lo acunas balanceando, rama de aire,
y se deshace en pétalos tu boca
porque tu carne ya no es carne, es tibio
plumón de llanto que sonríe y alza.

Sombra en tu vientre apenas te estremece
y sientes ya que morirás un día
por aquél sin piedad que te deforma.

Una frase brutal te corta el paso
y aún rezas y no sabes si el que empuja
te arrolla sierpe  ángel se despliega.

De Mascarilla y trébol.

Tú me quieres blanca

Tú me quieres alba;
me quieres de espumas;
me quieres de nácar.
Que sea azucena,
sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada.

Ni un rayo de luna
filtrado me haya,
ni una margarita
se diga mi hermana.
Tú me quieres blanca;
tú me quieres nívea;
tú me quieres casta.

Tú que hubiste todas
las copas a mano,
de frutos y mieles
los labios morados.
Tú, que en el banquete
cubierto de pámpanos
dejaste las carnes
festejando a Baco.
Tú, que en los jardines
negros del Engaño,
vestido de rojo
corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto
conservas intacto
no sé todavía
por cuáles milagros,
me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡me pretendes alba!

Huye hacia los bosques,
vete a la montaña;
límpiate la boca;
vive en las cabañas;
toca con las manos
la tierra mojada;
alimenta el cuerpo
con raíz amarga;
bebe de las rocas;
duerme sobre escarcha;
renueva tejidos
con salitre y agua:

Habla con los pájaros
y lévate al alba.
Y cuando las carnes
te sean tornadas,
y cuando hayas puesto
en ellas el alma
que por las alcobas
se quedó enredada,
entonces, buen hombre,
preténdeme blanca,
preténdeme nívea,
preténdeme casta.

De Dulce daño.

 

VOY A DORMIR

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina, 
tenme prestas las sábanas terrosas 
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. 
Ponme una lámpara a la cabecera; 
una constelación; la que te guste; 
todas son buenas; bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes... 
te acuna un pie celeste desde arriba 
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias. Ah, un encargo: 
si él llama nuevamente por teléfono 
le dices que no insista, que he salido...

Poema fechado en 1938

 

Juana de Ibarbourou (1892 Melo - 1979 Montevideo, Uruguay). Poeta y narradora. Desarrolló una poesía clara hasta los años cincuentas, llena de entusiasmo por la vida y la naturaleza. Fue una poeta del Carpe Diem, del vivir aquí y en el ahora, pues como el mundo natural, también los humanos cambiamos y finalmente morimos. Fue la primera que invirtió la relación erótica al concederle a la mujer el papel de sujeto activo. Dice en el poema “Dueña”: «Eres mío…/Conmigo vas mi siervo, en las arterias/que sostienen las masas de la sangre».

Muy conocida su obra en el medio literario hispanohablante, Juana de Ibarbourou fue nominada cinco veces para el premio Nobel y, en 1959, recibió el Premio Nacional de Literatura del Uruguay inmediatamente después de haberse éste creado. Su obra lírica cuenta de cuatro poemarios: Las lenguas de diamante (1919), Raíz salvaje (1922), La rosa de los vientos (1930) y Perdida (1950). Su obra narrativa está formada de relatos para niños: Chico Carlo (1944) y Los sueños de Natacha (1945).


LA HORA

Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.

Tómame ahora que aún es sombría
esta taciturna cabellera mía.

Ahora que tengo la carne olorosa
y los ojos limpios y la piel de rosa.

Ahora que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la primavera.

Ahora que en mis labios repica la risa
como una campana sacudida aprisa.

Después..., ¡ah, yo sé
que ya nada de eso más tarde tendré!

Que entonces inútil será tu deseo,
como ofrenda puesta sobre un mausoleo.

¡Tómame ahora que aún es temprano
y que tengo rica de nardos la mano!

Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.

Hoy, y no mañana. ¡Oh amante! ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?

 

VIDA-GARFIO

Amante: no me lleves, si muero al camposanto

A flor de tierra abre mi fosa, junto al riente

Alboroto divino de alguna pajarera

O junto a la encantada charla de alguna fuente.

 

A flor de tierra, amante. Casi sobre la tierra,

Donde el sol me caliente los huesos, y mis ojos,

Alargados en tallos, suban a ver de nuevo

La lámpara salvaje de los ocasos rojos.

 

A flor de tierra, amante. Que el tránsito así sea

Más breve. Yo presiento

La lucha de mi carne por volver hacia arriba,

Por sentir en sus átomos la frescura del viento.

 

Yo sé que acaso nunca allá abajo mis manos

Podrán estarse quietas.

Que siempre como topos arañarán la tierra

En medio de las sombras estrujadas y prietas.

 

Arrójame semillas. Yo quiero que se enraícen

En la greda amarilla de mis huesos menguados.

¡Por la parda escalera de las raíces vivas

Yo subiré a mirarte en los lirios morados!

 

MUJER

Si yo fuera hombre, ¿Qué hartazgo de luna,
de sombra y silencio me había de dar!
¡Cómo, noche a noche, sólo ambularía
por los campos quietos y por frente al mar!

Si yo fuera hombre, ¡qué extraño, qué loco,
tenaz vagabundo qué había de ser!
¡Amigos de todos los largos caminos
que invitan a ir lejos para no volver!

Cuando así me acosan ansias andariegas
¡qué pena tan honda me da ser mujer!

 

Yolanda Oreamuno (San José 1916 - Ciudad México 1956). Escribió cuentos, narrativa lírica y dos novelas, Por tierra firme, 1942 hasta ahora extraviada, y La ruta de su evasión, 1948. Hija única, su padre murió cuando Yolanda tenía apenas nueve meses, pudo educarse aún cuando no provenía de familia pudiente.  Su primer matrimonio fue fugaz, pues su marido, un diplomático chileno, se suicidó en 1936 debido a problemas. Al año siguiente se casó con un abogado costarricense y se divorció de él al poco tiempo de haberle nacido un hijo, al que tendría que renunciar legalmente, a petición del exesposo. Los siguientes veinte años Yolanda Oreamuno viajó a algunos países centroamericanos y a México, siempre con serios problemas económicos. Murió en la Ciudad de México, en casa de su amiga Eunice Odio, de un accidente cardiovascular. Tenía cuarenta años.

La ruta de su evasión es una novela fundamental en Costa Rica. Aunque recibió poca atención incluso después de habérsele otorgado el premio del Concurso Centroamericano de novela en 1948, La ruta de su evasión ha ido revalorizándose hasta situarse, hoy en día, como la primera novela vanguardista costarricense y también, la primera feminista. Utiliza el monólogo interior de una mujer que agoniza teniendo a alrededor suyo a su familia, de miembros insatisfechos con sus propias vidas. Yolanda Oreamuno logra establecer que los roles tradicionales o patriarcales, siendo inflexibles, degradan la interacción humana.    

 

La ruta de su evasión (Fragmento).

«Siempre queda en algún árbol una hoja postrera, prendida a la rama por un milagro de resistencia inexplicable, y todas las mañanas, al pasar, formulamos una despedida porque tememos no encontrarla allí al día siguiente. Es tan frágil su aspecto, descomedida su posición, muerto su color, que no podemos explicarnos por cuál fenómeno se mantiene en su sitio invulnerable al viento, la escarcha y el frío. Simboliza el recuerdo borroso de lo que fuera en primavera y verano el ropaje del árbol; es la manifestación única de su antigua forma; la rúbrica de su linaje, el síntoma de su especie. Pese a todo lo precario que esa hoja solitaria representa, en su humildad, en su indefensión, tiene un noble elemento de fortaleza. Cada mañana la buscamos para comprobar en su delicado tallo o en el contorno de su cuerpecillo aterido los efectos de la intemperie, y repetimos la nostálgica despedida. Pero al verla de nuevo, inalterable y sola, nos preguntamos sobresaltados si resistirá todo el invierno allí. Tanta tenacidad anónima despierta en nosotros cierto elemento de sospecha ¿por qué resiste?, ¿irá a permanecer a pesar de todo?, ¿para qué su inmutabilidad?, y nos vamos acostumbrando a su presencia en el árbol frente a nuestra casa. Lentamente, con la familiaridad de lo inevitable, olvidamos la hoja fiel. Una mañana cualquiera ya no levantamos la cabeza para buscarla, ni nos despedimos de ella hasta nunca. Ha entrado a formar parte del paisaje inalterable, de ese paisaje permanente más allá de las estaciones y las temperaturas. Y muchos días después, casi sin pensar en ella, echamos una mirada descuidada que nos revela su ausencia. Se fue con el viento. Ya no está. Se fue sin despedida, sin adiós y sin lágrima. Tampoco dejó recuerdo. Simplemente se fue».

 

Violeta Parra (1917, San Fabian de Alico, Chile-1964, Santiago de Chile). Cantautora, folclorista, etnomusicóloga, poeta, escultora, pintora y arpillerista. Su arte está considerado en Chile como una de las fuentes principales para acercarse a lo autóctono. Fue parte del movimiento que forjó la Nueva Canción chilena, a la que contribuyó con un sinnúmero de canciones propias, muchas de las cuales son conocidas en casi todo Occidente. Su contribución a la música chilena incluye su ardua labor de etnomusicóloga. En los años cincuentas recorrió el centro y el sur de Chile rescatando canciones que estaban a punto de desaparecer y logró recopilar más de tres mil que fueron publicadas en Cantos Folclóricos Chilenos (EMI ODEON). Como artista de artes plásticas, sus pinturas y arpilleras mostraron imágenes rurales de pobreza que nunca se habían mostrado en el arte chileno. Violeta Parra fue también activista política y perteneció al Partido Comunista de Chile.

Temperamental y extraordinariamente trabajadora, aprendió de su padre, maestro de música, a cantar y tocar la guitarra. A los diecinueve años se mudó a Santiago a instancias de su hermano Nicanor y al poco tiempo empezó una relación con quien sería su esposo y padre de sus hijos más conocidos, Isabel y Ángel Parra. En 1960 conoció a Gilbert Favre, un músico joven que después de cinco años de relación con Violeta Parra se mudó a Bolivia para explorar la música indígena y perfeccionarse en la quena, el instrumento que había aprendido a tocar con Violeta. En 1967, con una gran sensación de soledad, se quitó la vida. Su última composición fue “Gracias a la vida”.

 

GRACIAS A LA VIDA

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto;

me dio dos luceros que, cuando los abro,

perfecto distingo lo negro del blanco,

y en el alto cielo su fondo estrellado,

y en las multitudes al hombre que yo amo.

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto;

me ha dado el oído que en todo su ancho

graba noche y días, grillos y canarios,

martillos, turbinas, ladridos, chubascos,

y las voz tan tierna de mi bien amado.

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto;

me ha dado el sonido y el abecedario;

con él las palabras que pienso y declaro:

madre, amigo, hermano y luz alumbrando

la ruta del alma del que estoy amando.

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto;

me ha dado la marcha de mis pies cansados;

con ellos anduve ciudades y charcos,

playas y desiertos, montañas y llanos,

y la casa tuya, tu calle y tu patio.

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto;

me dio el corazón que agita su marco

cuando miro el fruto del cerebro humano,

cuando miro el bueno tan lejos del malo,

cuando miro el fondo de tus ojos claros.

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto;

me ha dado la risa y me ha dado el llanto;

así yo distingo dicha de quebranto,

los dos materiales que forman mi canto,

y el canto de ustedes que es mi propio canto,

y el canto de todos que es mi propio canto.

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto.

 

 

Eunice Odio (1919, San José, Costa Rica-1974, Ciudad de México). A los quince años se quedó huérfana de madre. Su padre, que nunca se había casado, la reconoció legalmente y la envió a vivir con uno de sus hermanos, el tío Rogelio. Al cabo de tres años fue a vivir a casa de otro tío paterno y poco después se casó con un escritor que le llevaba veinte años y del que se divorció al cabo de cuatro. Quizás la soledad que rodeó a Eunice Odio empiece con la muerte de la madre, pero indefectiblemente culminó con las dos décadas de silencio que mantuvo la sociedad costarricense con respecto a su obra, seguramente porque el mundillo literario de San José resultaba demasiado cerrado y masculino como para escuchar a esta poeta, una de las más originales del siglo XX hispanoamericano. A partir de los ochentas, su obra empezó a reimprimirse y a estudiarse en Costa Rica.

Los elementos terrestres, la primera colección poética de Eunice, ganó en Guatemala el Concurso Centroamericano de Literatura de 1946. Se trataba de una poesía vanguardista muy fresca, con sorprendentes imágenes que sitúan su erotismo lírico entre el mejor escrito en castellano. Inmediatamente después de ganar el concurso, Eunice Odio se hizo guatemalteca. Viajó desde allí a Centroamérica, Cuba y México. En 1954 publicó en El Salvador su segundo poemario, El tránsito del fuego, de gran calidad, de mayor experimentación y de gran profundidad alegórica. En 1956 murieron su padre y su gran amiga Yolanda Oreamuno y poco después fue a Nueva York donde residió dos años. En 1962 se radica en México, donde su anticastrismo la vuelve hostil a los intelectuales del país. Durante sus últimos años estuvo profundamente sola. Su cadáver fue encontrado en su casa a los ocho días de fallecida. Había dejado preparada la colección de todos sus poemas, Territorio del alba, que se publicó ese mismo año.

DECLINACIONES DEL MONÓLOGO

 

I

Estoy sola,

muy sola,

entre mi cintura y mi vestido,

sola entre mi voz entera,

con una carga de ángeles menudos

como esas caricias

que se desploman solas en los dedos.

Entre mi pelo, a la deriva,

un remero azul,

confundido,

busca un niño de arena.

Sosteniendo sus tribus de olores

con un hilo pálido,

contra un perfil de rosa,

en el rincón más quieto de mis párpados

trece peregrinos se agolpan.

 

II

 

Arqueándome ligeramente

sobre mi corazón de piedra en flor

para verlo,

para calzarme sus arterias y mi voz

en un momento dado

en que alguien venga,

y me llame...

pero ahora que no me llame nadie,

que no quepo en la voz de nadie,

que no me llamen,

porque estoy bajando al fondo de mi pequeñez,

a la raíz complacida de mi sombra,

porque ahora estoy bajando al agónico

tacto de un minero, con su media flor al hombro,

y una gran letra de te quiero al cinto.

Y bajo más,

a las inmediaciones del aire

que aligerado espera las letras de su nombre

para nacer perfecto y habitable.

Bajo,

desciendo mucho más,

¿quién me encontrará?

Me calzo mis arterias

(qué gran prisa tengo),

me calzo mis arterias y mi voz,

me pongo mi corazón de piedra en flor,

para que en un momento dado

alguien venga,

y me llame,

y no esté yo

ligeramente arqueada sobre mi corazón, para verlo.

y no tenga yo que irme y dejar mi gran voz,

y mi alto corazón

de piedra en flor.

 

POEMA TERCERO (CONSUMACIÓN)

Tus brazos

como blancos animales nocturnos

afluyen donde mi alma suavemente golpea.

 

A mi lado,

como un piano de plata profunda

parpadea tu voz,

sencilla como el mar cuando está solo

y organiza naufragios de peces y de vino

para la próxima estación del agua.

 

Luego,

mi amor bajo tu voz resbala,

 

Mi sexo como el mundo

diluvia y tiene pájaros,

 

Y me estallan al pecho palomas y desnudos.

 

Y ya dentro de ti

yo no puedo encontrarme,

cayendo en el camino de mi cuerpo,

 

Con sumergida y tierna

vocación de espesura,

 

Con derrumbado aliento

y forma última.

 

Tú me conduces a mi cuerpo,

y llego,

extiendo el vientre

y su humedad vastísima,

donde crecen benignos pesebres y azucenas

y un animal pequeño,

doliente y transitivo.

 

II

 

Ah,

si yo siquiera te encontrara un día

plácidamente al borde de mi muerte,

soliviantando con tu amor mi oído

y no retoñe...

 

Si yo siquiera te encontrara un día

al borde de esta falda

tan cerca de morir, y tan celeste

que me queda de pronto con la tarde.

 

Ah,

Camarada,

 

Cómo te amo a veces

por tu nombre de hombre

 

Y por mi cuello en que reposa tu alma.

 

Rosario Castellanos (1925 Ciudad de México - 1974, Tel-Aviv, Israel). Escribió poesía, narrativa, dramas teatrales y ensayos, y a todos estos géneros aportó originalidad y maestría.  Aunque nació en la Ciudad de México, Rosario Castellano pasó la infancia y mayor parte de la adolescencia en Chiapas, estado de donde su familia era oriunda. Allí trabajó para el Instituto Nacional Indigenista y allí nació tanto la preocupación por el mundo indígena como el gran conocimiento que de este se percibe en muchos de sus relatos y en dos extraordinarias novelas: Balún-Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962). Sus textos se distancian del indigenismo convencional por cuanto en ellos el indio es mucho más que parte de la mecánica de una determinada estructura social; es un complejo de humanos cuya semiótica, es decir, mundo y lenguaje, persiste en nuestro tiempo sin entregársenos.

De su poesía dice José Emilio Pacheco: “El ejercicio teatral la puso en contacto con la lengua hablada e hizo de su versificación un instrumento de exactitud y transparencia.” Y quizás el mismo José Emilio haya sido influenciado por Castellanos, pues la inspiración nacida en las cosas más cotidianas, tanto como la musicalidad del texto, son comunes y muy notorias en ambos poetas. Sin embargo, Rosario Castellanos, en tanto feminista, pues nada le perteneció tanto como su inquietud sobre la mujer, y en particular la mexicana, siente y así lo refiere en su poesía, que el lenguaje está petrificado, que es un ritual de palabras que la gente se dice por decirse, sin que se aspire con ello a conocer, a descubrir, a proteger y a amar. Es ese lenguaje el que atrapa y congela la vida de los menos poderosos: los indígenas y las mujeres.

Además de ser profesora universitaria, en sus últimos años Rosario Castellanos se desempeñó en cargos diplomáticos, el último fue el de embajadora de México en Israel. En este país falleció, víctima de un accidente. Su obra poética fue recogida en 1972 bajo el título Poesía no eres tú.

 

NOCTURNO

Me tendí, como el llano, para que aullara el viento.

Y fui una noche entera

ámbito de su furia y su lamento.

 

¡Ah! ¿quién conoce esclavitud igual

ni más terrible dueño?

 

En mi aridez, aquí, llevo la marca

de su pie sin regreso.

 

De Al pie de la letra.

LA VELADA DEL SAPO

Sentadito en la sombra

-Solemne con tu bocio exoftálmico; cruel

(En apariencia, al menos, debido a la hinchazón

De los párpados); frío,

Frío de repulsiva sangre fría.

 

Sentadito en la sombra miras arder la lámpara

 

En torno de la luz hablamos y quizá

Uno dice tu nombre.

 

(En septiembre. Ha llovido)

Como por el resorte de la sorpresa, saltas

Y aquí estás ya, en medio de la conversación,

En el centro del grito.

 

¡Con qué miedo sentimos palpitar

El corazón desnudo

De la noche en el campo!

 

De Al pie de la letra.

 

ELEGÍA

La cordillera, el aire de la altura

que bate poderoso como el ala de un águila,

la atmósfera difícil de una estrella caída,

de una piedra celeste ya enfriada.

 

Ésta, ésta es mi patria.

 

Rota, yace a mis pies la estera que tejieron

entrelazando hilos de paciencia y de magia.

O voy pisando templos destruidos

o estelas en el polvo sepultadas.

 

He aquí el terraplén para la danza.

 

¿Quién dirá los silencios de mis muertos?

¿Quién llorará la ruina de mi casa?

Entre la soledad una flauta de hueso

derramando una música triste y aguda y áspera.

 

No hay otra palabra.

 

De Testimonios.

FÁBULA Y LABERINTO

La niña abrió una puerta y se perdió
en la Torre del Viento
y camino con frío y tuvo sed
y lloraba de miedo.
Torre del Viento donde un grito crece
interminablemente sin alcanzar el eco.

En esa Torre estaba la niña, en esa Torre
vieja como mi cuerpo, abandonada,
sola, en ruinas lo mismo que mi cuerpo.
En esa Torre búscala, persíguela,
rastrea la huella de su pie desnudo
y olor de jazmín entre su pelo
y sus manos fluyendo como dos breves ríos
y sus ojos dispersos.
Todo está aquí guardado,
todo está oculto y preso.
Llámala, quiebra el muro con tu voz,
con tu sangre reavívala si ha muerto.

Pues yo lamí su sombra hasta borrarla
con una abyecta, triste lengua de perro hambriento
y fui insultando al día con mi luto
y arrastré mis sollozos por el suelo.
Mírame despeinada en un rincón
cómo arrullo un juguete ceniciento:
doy el pecho a un fantasma pequeñito
mientras la araña teje su tela de humo espeso.
Mírame, abrí una puerta y me perdí
en la Torre del Viento.

De La vigilia estéril.

 

LA ORACIÓN DEL INDIO

El indio sube al templo tambaleándose,
ebrio de sus sollozos como de un alcohol fuerte.
Se para frente a Dios a exprimir su miseria
y grita con un grito de animal acosado
y golpea entre sus puños su cabeza.

El borbotón de sangre que sale por su boca
deja su cuerpo quieto.

Se tiende, se abandona, duerme en el mismo suelo
con la juncia y respira
el aire de la cera y del incienso.

Repose largamente
tu inocencia de manos que no crucificaron.
Repose tu confianza
reclinada en el brazo del Amor
como un pequeño pueblo en una cordillera.

De Diálogos con los oficios aldeanos.

 

POESÍA NO ERES TÚ

Porque si tú existieras
tendría que existir yo también. Y eso es mentira.

Nada hay más que nosotros: la pareja,
los sexos conciliados en un hijo,
las dos cabezas juntas, pero no contemplándose
(para no convertir a nadie en un espejo)
sino mirando frente a sí, hacia el otro.

El otro: mediador, juez, equilibrio
entre opuestos, testigo,
nudo en el que se anuda lo que se había roto.

El otro, la mudez que pide voz
al que tiene la voz
y reclama el oído del que escucha.

El otro. Con el otro
la humanidad, el diálogo, la poesía, comienzan. 
 

De En la tierra de en medio.

LAMENTACIÓN DE DIDO


Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de 
la corva garra de gavilán; 
nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al 
rayo de las tempestades;
mujer que asienta por primera vez la planta del pie en 
tierras desoladas
y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que 
amamanta con leche de sabiduría y de consejo;
mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de 
la sagrada peregrinación 
sube —arrastrando la oscura cauda de su memoria— 
hasta la pira alzada del suicidio.

Tal es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos como el mío se han pronunciado desde la antigüedad 
con palabras hermosas y nobilísimas. 
Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las
tradiciones.
Y cada primavera, cuando el árbol retoña,
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu 
el que estremece y el que hace cantar su follaje.

Y para renacer, año con año,
escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que
resplandezca con un resplandor único, 
éste, que me da cierto parentesco con las playas: 
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el
hachazo de un adiós tremendo. 
Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada
con la flaqueza de su ánimo. 
Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido, 
temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo 
el légamo.
Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me 
sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la 
balanza de la justicia entre mis manos 
y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para 
algunas —las más graves—. 
Esto era en el día. Durante la noche no la copa del 
festín, no la alegría de la serenata, no el sueño 
deleitoso. 
Sino los ojos acechando en la oscuridad, la 
inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos
para cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del
oro
del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.

De mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las
ungió desde el amanecer con la destreza, 
heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora 
del fruto que ilustra la estación y su clima,
despabiladora de lámparas.

Así pues tomé la rienda de mis días: potros domados,
conocedores del camino, reconocedores de la querencia. 
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan 
que habían amasado mis deudos.
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el 
grano de sal de un acontecimiento dichoso.

Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el 
tiempo de las lamentaciones, 
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados 
y mancillan la transparencia del cielo con su graznido 
fúnebre 
para cuando la desgracia entra por la puerta principal 
de las mansiones
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.

De este modo transcurrió mi mocedad: en el 
cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en 
la celebración de los ritos cotidianos; en la 
asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.

Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una 
almohada de confianza.
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la 
benevolencia de su sino,
porque ignora que la extensión no es más que la pista 
donde corre, como un atleta vencedor, 
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la 
llama del incendio.
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el 
exterminio
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.

Esto que el mar rechaza, dije, es mío.

Y ante él me adorné de la misericordia como del 
brazalete de más precio.
Yo te conjuro, si oyes, a que respondas: ¿quién 
esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a 
desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala 
del convite?
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca 
con el de los inmoladores de sí mismos.

El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un 
hombre llamado Eneas. 
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente; 
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto, 
con astucias de bestia perseguida; 
invocador de númenes favorables; hermoso narrador 
de infortunios y hombre de paso; hombre 
con el corazón puesto en el futuro.

—La mujer es la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos—.

Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa 
jurada ante otros dioses.

Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento 
de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.

No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me 
cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo 
fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo 
de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi 
acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y 
vi también reducirse a número los astros. Y oí que 
el mundo tocaba su flauta de pastor.

Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la 
máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el 
veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,
trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron
en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a
arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y 
maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso 
manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero nada permanece oculto a la venganza. La 
tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la
reprobación fue el eco de nuestras decisiones.

Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de 
la labor. Mirad el ceño del deber defraudado. 
Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos. 
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que 
el desastre.

Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la 
embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de 
la víctima, 
Eneas partió.

Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama 
de sauce que llora en las orillas de los ríos!

En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética, 
sobre las arenas humeantes de la playa.

Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de 
palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí, 
incólume como un acantilado, bajo el brutal 
abalanzamiento de las olas.

He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi 
casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando
por los caminos sin más vestidura para cubrirme 
que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro 
cíngulo que el de la desesperación para apretar mis 
sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me 
persigue con su aguijón de tábano.

Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis 
deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
desgracia es espectáculo que algunos no deben 
contemplar.

Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no 
hay muerte.
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que 
dolor?— me ha hecho eterna.

De Poemas.

*Esta selección de la obra poética de Rosario Castellanos fue posible gracias al permiso otorgado por el Fondo de Cultura Económica, en cuya tienda virtual pueden encontrar toda su obra. https://www.fondodeculturaeconomica.com/Editorial.aspx

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Amelia Mondragón es catedrática en Howard University (Washington, DC). En 1989 completó sus estudios de doctorado en la Universidad de Maryland con una tesis sobre la novela nicaragüense, convirtiéndose en la pionera de dichos estudios. También fue editora del libro de artículos Cambios estéticos y nuevos proyectos culturales en Centroamérica (1994). Es autora de varios artículos sobre literatura nicaragüense y poesía hispanoamericana, entre ellos dos sobre José Emilio Pacheco. Es también coautora con Alberto Ambard de la novela Alta traición (High Treason, 2012).

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