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De la naturaleza en seis poemas

Como todo cuanto guarda la imaginación literaria, la naturaleza goza de gran versatilidad, de ahí que ni campos, ni ríos ni montañas se miren igual en las producciones de Oriente y Occidente, ni sean idénticas o tan siquiera cercanas de una a otra época. 

Véase, por ejemplo, la aquietada naturaleza de ríos, pastores, ninfas y doncellas con la que el tapiz poético del Renacimiento recorrió Europa, tan diferente al del Barroco, período éste en el que contemplar una rosa era vernos en el espejo de nuestra breve existencia, resuelta inexorablemente en polvo. Y ahora compárense ambas imaginerías con el paisaje lleno de nubarrones, escarpadas cimas y bosques tenebrosos tan apreciado en la literatura del Romanticismo bajo la convicción de que una inteligencia superior habitaba en él.  

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En contraste, el Modernismo hispanoamericano aportó a finales del siglo XIX un brillo estatuario a la naturaleza. No puede, desde luego, recriminársele esto a una literatura que estaba testimoniando el surgimiento de esa ciudad que hasta el día de hoy subsiste con su extraordinaria mezcla de oficios, clases sociales y espacios públicos. Para ir a la naturaleza, desde finales del siglo XIX hasta entrados los años sesentas del XX, los escritores hispanoamericanos tuvieron que remitirse al Romanticismo, a su noción del «Buen salvaje», que si bien resultó plácida en Europa, hizo en Hispanoamérica su debut con La cautiva (1837), un poema épico de Esteban Echeverria que no ahorró recursos para representar la violencia indígena.

El éxito del binomio civilización-barbarie, con matices recargados positivamente a favor de uno u otro de los términos, dependiendo del escritor, se explica dada la economía de extracción de los recursos naturales que hasta ahora ha existido en Hispanoamérica. Pero sólo la narrativa se abocó al tema; el poeta siguió la dirección señalada por el Modernismo; es decir, se hizo sentir como urbano, con la inmensa necesidad de ganarse el derecho a hablar y de defenderlo en sus muchas palestras. 

Aquí y allá, de vez en cuando, surgen esbozos de una naturaleza que pronto se volverá común en la poesía; se trata de una de ausencia; la que ya no existe; la que fue una patria para quien en algún momento fuimos y que, como ese niño o joven que ya no existen, nos ha dejado en su lugar una sombra que insiste en acecharnos.

He aquí seis poemas de ausencias:

 

 

 

 

 

A UN OLMO SECO

 

Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo

algunas hojas verdes le han salido.

 

  ¡El olmo centenario en la colina

que lame el Duero! Un musgo amarillento

le mancha la corteza blanquecina

al tronco carcomido y polvoriento.

 

  No será, cual los álamos cantores

que guardan el camino y la ribera,

habitado de pardos ruiseñores.

 

  Ejército de hormigas en hilera

va trepando por él, y en sus entrañas

urden sus telas grises las arañas.

 

  Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas en alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

 

                                                            (Antonio Machado, 1875 – 1939).

 

 

 

 

Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete. ¡Qué pobreza!

 

Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes, bergantines, faluchos—El Lobo, La joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba Picón—, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles—¡sus palos mayores, asombro de los niños!—; o iban a Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre ellos, las lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de carmín... Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los ricos comen los pobres la pesca miserable de hoy... Pero el falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.

 

¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las mareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del río, color de hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella, desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre corazón las ansias, los niños de los carabineros.

 

                             (Platero y yo, «El río», XCV, Juan Ramón Jiménez, 1881 – 1958).

 

 

LA VACA MUERTA

 

No era el amor, ni la rosa, ni la voz del viento en el deshabitado murmullo de la noche.
Era ella, muerta.
Aislada en las serranías ásperas y desvalidas,
bajo el eterno paréntesis de sus cuernos sin amparo,
entre las cuatro sombras de sus pupilas vacías.

Su maternidad en la esfera de sus urbes
dormidas para el hijo,
para la amistad,
la Tierra.

Y luego la blanca llanura de la muerte.

(Yo seguía en el atento afán de la zozobra
aquel recuerdo de nieblas
entre los árboles).

Y cuando lo dijeron,
el niño inocente derramó sus lágrimas en la cocina
y las ciudades del Sur,
ignorando,
dormían.

Era ella, la que iba
a solazarse con el cedro.
La que partía, como el clavel sin sangre, a donde nadie sabe.

 

                                                                                 (Pablo Antonio Cuadra, 1912 – 2002).

 

LA PIEDRA ALADA

 

EL pelícano, herido, se alejó del mar

                y vino a morir

sobre esta breve piedra del desierto.

Buscó,

durante algunos días, una dignidad

para su postura final:

acabó como el bello movimiento congelado

                                de una danza.

 

Su carne todavía agónica

empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus huesos

blancos y leves

resbalaron y se dispersaron en la arena.

                                 Extrañamente

en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,

sus gelatinosos tendones se secaron

y se adhirieron

a la piedra

          como si fuera un cuerpo.

 

Durante varios días

         el viento marino

batió inútilmente el ala, batió sin entender

que podemos imaginar un ave, la más bella,

                         pero no hacerla volar.

 

                                                                        (José Watanabe, 1946 – 2007).

 

 

 

 

 

LOS GALLOS

 

¿Por qué se oyen los gallos de pronto

a media noche

si no queda ya un patio en tantos edificios?

Filtrados por muros de piedra

y rectos paredones

nos llegan sus ecos;

no se puede dormir, es más terrible

que en el tedio de las aldeas

cuando llenan el mundo de gritos.

Cruzan el empedrado,

la niebla de la calle, alzan sus crestas de neón,

entran cuando el televisor borra sus duendes.

Pero no hay troj que los guarde

sino sombra de asfalto y sellados postigos;

¿de qué rincón vidrioso en los espejos

saltan

y se sacuden aleteando

las soledades de sus lejanías?

Gallos ventrílocuos donde me habla la noche

¿qué hacen a medianoche en la ciudad

tan lejos,

qué lamento los va acercando a mis oídos?

 

 

(Eugenio Montejo, 1938 – 2008).

 

 

 

HABRÍA QUE SEMBRAR GIRASOLES

 

A Vincent Van Gogh

 

Habría que sembrar girasoles

a lo largo del camino,

sembrarlos en la tierra,

en la ciénaga, en el barro,

plantarlos bajo el odio,

como se planta el fuego.

 

Habría que sembrar girasoles

aunque la tarde prosiga

con su rumor de polvo.

La caverna está en el centro,

y tras los días, los girasoles

subvierten al desprecio,

pero habría que sembrar girasoles, digo,

—no por insistencia—

sembrar girasoles con afán

de prolongar partidas,

regarles la noche con ajenjo,

cubrir de arena la sorda vida.

 

Habría que sembrar girasoles de pesadumbre,

de tallos largos que sostengan

la gravedad del hombre,

sembrarlos a lo largo del camino,

plantarlos en los techos de las casas,

en todas partes, con su luminosa forma.

 

Si hacemos esto,

de aquí a veinte años,

aprenderemos a dar abrazos a las piedras

antes de arrojarlas al Sol.

 

                                                                                    (Francisco Ruiz Udiel, 1977 – 2010).

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