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Mar de historias

 

NUBE


Por Cristina Pacheco

A causa del tráfico, la falta de trasportes y las constantes dificultades para desplazarse por la ciudad mi hijo Eduardo empezó a tener problemas para llegar puntual a sus clases en la Universidad, muy retirada de la colonia en donde vivimos. Un día me anunció que, para evitarse retardos y pérdida de clases, él y otros compañeros habían decidido alquilar un departamento cercano al campus. Con la mudanza ahorraría dinero y sobre todo tiempo.  

 

Acepté su decisión y a cambio él prometió venir a visitarme sábados o domingos. La esperanza de verlo  me mantenía ilusionada toda la semana. Eso y mi trabajo en la tienda de marcos, me ayudaron en buena medida a adaptarme a mi nueva situación.

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Eduardo me llamaba los sábados por la noche, a veces para cancelarme su visita dominical. Conozco a mi hijo. Tengo absoluta confianza en él y entendí que cuando no venía era por buenas razones; sin embargo eso no evitaba que me sintiera frustrada y triste. Para olvidarlo desplegaba una actividad frenética en la casa. Al final me ponía a leer, a escuchar música o entretenerme viendo una película.

Un domingo, durante mis últimas vacaciones, esos recursos no bastaron para  liberarme de una sensación de abandono y vacío. Me asaltaron pensamientos morbosos. Tuve miedo de cometer una tontería y huí al parque. Necesitaba ver gente, oír fragmentos de sus conversaciones, su risa.    

II

Encontré el parque lleno de ciclistas, vendedores,  familias, parejas, grupos de jóvenes que se acercaban al punto en donde se concentran habitualmente los promotores de la adopción se concentran animales perdidos o abandonados por sus dueños que en algún momento dejaron de verlos como otro miembro de la familia y los consideraron simple carga.    

Sin tenerlo planeado crucé por ese punto. Los ladridos,  las frases de admiración y las risas de los visitantes despertaron mi curiosidad. Me detuve ante un inmenso perro negro que, echado sobre el pasto, llevaba colgado al pescuezo una cartulina: "¡Adóptame! Ya no quiero que me maltraten."

Una de las promotoras me explicó la horrible historia concentrada en esas pocas palabras: "Lo encontramos en la calle, con una pata rota y heridas en el lomo causadas por golpes. Fue difícil acercarnos a él; como tenía miedo nos atacaba pero al fin una compañera y yo logramos dominarlo. Estuvo en rehabilitación más de dos meses. Ya se encuentra bien. Lo trajimos aquí para ver si alguien lo adopta."

Le dije que me resultaba difícil creer que alguien pudiera ensañarse de ese modo con un animal. Al notar mi emoción la promotora agregó: "¿Por qué no se lo lleva. Es muy noble?" Expuse los dos motivos por los que no podía asumir tal compromiso: falta de espacio y mi ignorancia en cuanto al trato con perros. Nunca había tenido uno. Ignoraba sus hábitos y la manera de educarlos.

Seguí caminando y viendo a los animales que jugueteaban mordisqueándose el pescuezo, oliéndose, desplegando un comportamiento causante de alegría y admiración. De pronto, entre un coro de ladridos ensordecedor, escuché un chillido muy leve. Salía de una caja de cartón en donde encontraba una cachorrita blanca con leves manchas doradas en la pelambre. En las orejas y el hocico eran más intensas y alrededor de los ojos castaños urdían una especie de mínimo antifaz.

Su fragilidad y su belleza me conmovieron. Cedí al deseo de acariciarle la cabeza y ella me miró agradecida. Con autorización de su cuidadora la levanté. La cachorrita se revolvió entre mis brazos, tratando de recuperar su libertad. Para tranquilizarla le dije lo único que se me ocurrió: "No me tengas miedo." Como si me hubiera entendido pasó su lengua, larga y aterciopelada, por mi mejilla.

"La está besando. Usted le cae bien", murmuró un hombre muy pálido que se había estado contemplando la escena. Secundó su comentario una mujer vestida con ropa primaveral y tocada con un sombrero de ala  ancha: "El señor tiene razón: usted le agrada. Y le aseguro que los perros no fingen. ¡Adóptela! No se arrepentirá. Se lo digo por experiencia. Cuando me divorcié me deprimí muchísimo. Vivir sola y no tener con quien hablar es algo que no le deseo a nadie. Volver a la casa donde pasó años con su pareja y encontrarla vacía, es horrible. Se lo dije a Meche, mi vecina, y ella me aconsejó que adoptara un perro. Lo hice ¡y qué bueno! Larry cambió mi vida. Le cuento mis cosas y sé que me entiende, me acompaña todo el tiempo. Si ahora no lo traigo es porque lo dejé en la peluquería para que lo bañen y lo pongan lindo. Me muero por ir a recogerlo."  

 

Otras personas contaron experiencias semejantes para convencerme de que adoptara a la cachorrita, pero hice oídos sordos y en cuanto la devolví a su caja ella ocultó la cabeza entre sus patas delanteras y se quedó dormida. Reinicié mi caminata segura de que, al negarme a la adopción, había hecho lo correcto: mi espacio y mi libertad estaban a salvo. En ese momento, sin compromisos con nadie, podía irme a donde quisiera: un restaurante, un centro comercial, un cine o a mi casa. Opté por esto. Cuando abrí la puerta encontré la estancia llena de luz, limpia, ordenada pero silenciosa y vacía. Recordé el comentario de la dama del sombrero y sin pensarlo más regresé al parque.

III

Desde aquel domingo "Nube" está conmigo. El proceso de educación ha sido lento pero efectivo, aunque de vez en cuando mi mascota comete tropelías: me roba un zapato, rasga el periódico mientras lo leo,  intenta colgarse de mi falda, ladra si no le comparto de mi pan y a hurtadillas roba el papel sanitario y lo devora.  No puedo negar que sus travesuras me divierten y me alegran; pero nada me gusta más que el entusiasmo con que me recibe cuando vuelvo del trabajo o las delicadas caricias que me hace en las manos o en la cara con su lengua húmeda, larga y aterciopelada.

 

"Nube" ha crecido. Las manchas en su lomo se han vuelto más intensas. Las veo como soles que iluminan mi casa en los días nublados y también por las noches.

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Cristina Pacheco (Guanajuato, 1941) es una de las figuras más interesantes y conocidas de la cultura mexicana contemporánea. Su vasta obra narrativa, de aproximadamente veinte títulos, está mayormente compuesta por colecciones de relatos cortos. En ellos la imaginación literaria le da forma a historias usualmente verdaderas de todo México. Sin embargo, sus narraciones no calzan propiamente en la convencional literatura de denuncia y testimonio. Breves, desnudas de graves reflexiones y  supuestos ideológicos, las anécdotas sobre las que se construyen develan entrañables emociones humanas. Al leerlas reconocemos  el natural impulso de sobrevivir en cualquier situación y la misma importancia de vivir, pues toda vida, por insignificante que le parezca a quienes exigen éxito, genera sentido, es ella misma un gesto significante en el inmenso mar de la conciencia humana.


A pesar de que muchos de sus libros son bestsellers (Sopita de fideo cuenta con diecinueve impresiones, por ejemplo), la popularidad que goza Cristina Pacheco, particularmente en la Ciudad de México, fue sellada, tanto por sus por sus programas radiales, como por dos de entrevistas que conduce desde 1980 para el canal Once de México: Conversando con Cristina Pacheco, que cuenta con más de mil transmisiones ininterrumpidas, y Aquí nos tocó vivir, también transmitido ininterrumpidamente desde hace treinta y siete años y calificado por la UNESCO como parte la Memoria del Mundo, siendo el primer programa de televisión en alcanzar este nivel. Si en el primero hablan los forjadores de la literatura y el

arte mexicano, en el segundo programa intervienen los ciudadanos de a pie que pueblan la Ciudad de México y en menor medida, los del interior. Tan instructivo en términos intelectuales es el primero como en vivenciales resulta el segundo y ambos programas, complementarios. Desde el cantante añoso e invidente apostado frente al Colegio de Periodistas, pasando por Chavela Vargas hasta llegar al escritor Carlos Fuentes, el trayecto que nos hace recorrer Cristina Pacheco muestra que la cultura mexicana es un retablo en movimiento, producto del quehacer de millones de personas interactuando sin cesar.


A la narrativa de Cristina Pacheco debe sumarse la entrevista, llevada a género literario en sus programas. Se niega la escritora a los guiones: sus entrevistados marcan las pautas y alcanzan un nivel de espontaneidad poco común en los medios televisivos. Los cinco volúmenes de entrevistas que ha publicado hasta el momento son su legado de rigor e inteligencia a un género cuya integridad está desapareciendo.


En su actividad periodística cabe también resaltar el programa de radio que condujo durante más de veinte años. Quien quisiera rescatarlo en estos días, podría extraer de él una crónica viva de la Ciudad de México y quizás también del país. Pases del transporte público para la tercera edad, resoluciones ecológicas, dispendios de sillas de ruedas y tantos otros logros fueron las resultantes del programa.


El reconocimiento a la labor de Cristina Pacheco no se ha hecho esperar. Entre sus muchos premios figuran El Nacional de Periodismo (en 1975 y en 1985), y el de la Asociación Nacional de Periodistas (en 1983). Fue en 2012 fue  la primera intelectual en recibir el recientemente creado Premio Rosario Castellanos a la trayectoria cultural de la mujer.

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