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El vampiro

Novela [Fragmento]

Por Froylán Turcios

XIII

Cinco días después al pasar una mañana junto al cuarto de mi madre, oí voces iracundas y sollozos. La puerta, con llave por el interior, impedía escuchar las palabras. Pero mi corazón decíame que los sollozos eran de Luz. Comprendí la escena como si la hubiera presenciado desde su principio…

Fui rápidamente a la estancia de mi prima y luego a la mía: me emboce en una corta capa para ocultar mis manos y, vibrante de indignación, penetré en la alcoba de mi madre por la puerta que comunicaba con su oratorio.

Al verme entrar, Luz corrió hacia mí, temblaba de pies a cabeza.

Doña Francisca no volvía de su asombro, mirándome parado frente a ella, con el sombrero puesto y el aire altivo de mis antepasados. El Padre Félix, en pie, lívido e inclinada sobre el pecho la curva nariz, recostábase en una mesa. 

–¿Qué pasa aquí? –grité, con una voz ronca y profunda que no me conocía.

Mi madre, al oír aquella voz, se puso a temblar.

Entonces yo continúe con el mismo tono colérico y extraño: 

–Oíd bien: Luz, contra su voluntad, no volverá jamás a la iglesia, profanadas vilmente por algunos clérigos infames. Y puesta, por la voluntad de Dios, bajo mi amparo, en lo sucesivo solo dependerá de mí. Así lo ordena en su casa Rogerio de Mendoza, quien hoy arroja de ella a latigazos a fray Félix Aguilar, sacerdote impuro, condenado desde en vida en el más lóbrego infierno, en donde su alma de podredumbre se debatirá en terribles angustias por los siglos de los siglos.

Y sacando de la capa la mano izquierda armada de un látigo, y la derecha con un Cristo, azoté, implacablemente, una, dos, tres veces, el rostro del réprobo. Las facciones criminales se deformaron horriblemente. Permaneció sin moverse durante los golpes, con las pupilas encendidas como dos brasas. Luego, dando un salto y emitiendo de la convulsa boca una especie de ronquido subterráneo, escapó como un fantasma por la puerta entreabierta.

Mi madre se desmayó sobre su sitial.

Y no fue sino muchos años después cuando supe que la voz ronca y extraña con que pronuncie las palabras vengadoras era la de mi padre.

XIV

​Desde aquel memorable día todo cambió en la vieja casa. El odioso fray Félix no volvió a aparecer, mi madre recobró su dulce carácter y Luz su alegría y su salud. Yo volví a ser el niño dócil a quien un suave gesto materno imponía una orden; aunque continué conservando, en lo recóndito de mi organismo, una secreta potencia que, en un momento supremo, podía surgir imperativamente.

Con placer observe que mi madre abandonaba, poco a poco, sus prácticas místicas. Ya no pasaba horas enteras en los templos y los eclesiásticos dejaron de circular por nuestros salones. 

Volví a ver mi catre infantil en mi antiguo cuarto, vecino al de Luz; y de nuevo, como antes, oía su fresca voz darme las buenas noches através de los cristales de la puerta. En las mañanas desapacibles en que el sueño me retenía en el lecho después de las seis, ella me despertaba, pasándome la linda mano por la frente. Era para mí gratísima esa caricia; y más de una vez, por prolongarla, simulé que dormía.

Yo era muy nervioso y sensitivo, y cualquier emoción me afectaba extraordinariamente. A pesar de mi precoz desarrollo físico, una susceptibilidad mórbida exasperaba mis pequeños sufrimientos. Un domingo fueron de paseo a nuestra casa los Sudermann, discípulos de Edwig y que ella introdujo en nuestras relaciones. Eran tres, dos jovencitas y un varón de quince años, alto y delgado, muy presumido y libre en su trato con sus amigas. Apenas vio a Luz, quedose encantado de su belleza. No se apartaba de su lado y cuando fuimos al jardín cortó un ramo de rosas, ofreciéndoselo galantemente. Lo rehusó, temerosa de desagradarme. Hermann lo arrojó al suelo, estropeándolo con los pies. Ella río alegremente y las dos chicuelas le hicieron coro. Enfurecido el muchacho, quiso besarla y corrió tras ella. Yo entonces me puse frenético y a mi vez fui en pos de él, alcanzándolo cuando intentaba detenerla por un brazo. Lo agarré del cuello y lo sacudí tan rudamente que cayó de bruces dos pasos más adelante. Asombrado de que yo, siendo más pequeño, me atreviera con él, lívido de furor, con la cara llena de arena. Miraba a Luz y a sus hermanas, que ya no reían y se quedó un momento silencioso. Pero súbitamente se arrojó sobre mí. Yo le esperaba con los ojos chispeantes. Escurrí el cuerpo, y, al pasar rozándome el pelo, le asenté un violento puñetazo en la nuca que lo hizo morder de nuevo el polvo. Comprendiendo que mi fuerza y agilidad eran superiores a mis años, no intentó otro ataque. Recogió su gorra y se fue en silencio, con la cabeza baja.

En los días de fiesta íbamos a los pueblos cercanos en un ligero carruaje tirado por un manso caballejo moro que yo mismo guiaba. Sentíame orgulloso de pasear a mi linda prima y lanzaba miradas de disgusto a los que se atrevían a seguirla con insistencia. Regresábamos al caer de la tarde. Genaro conducía al caballo a la cuadra, mientras mi madre escuchaba con atención el relato de nuestras impresiones.

Fuera de mis Memorias, que deben publicarse en la forma que sea posible, estoy resuelto a quemarlos [sobre su obra hasta el momento no impresa o en proceso tipográfico] antes de permitir que se impriman en ediciones sórdidas y vulgares. Son obras nacionales de notoria importancia colectiva y de verdadera valía. Obras –¿por qué no decirlo, prescindiendo de ridículas modestias?– útiles y bellas. Y cualquier Gobierno de mi patria, sea nacionalista o liberal, tiene el deber de publicarlas en ediciones empastadas, elegantes y duraderas, en Europa o en Estados Unidos (...) Si así no se hace, y mi adversa suerte me impide editarlos en esa forma, empeño mi palabra de honor de quemar esos libros.  

 

Froylán Turcios.        

Froylán Turcios (Honduras, 1874-1943). Escritor, poeta, periodista, revolucionario, coronel, intelectual y anti-imperialista, es uno de los autores más  influyentes en la literatura hondureña. Su obra incluye Mariposas (1895), Renglones (1899), Hojas de otoño (1904), El vampiro (1910), El fantasma blanco (1911), Prosas nuevas (1914), Floresta sonora (1915), Tierra maternal (1915),  Cuentos del amor y de la muerte (1929), Flores de almendro (1931) y Páginas de ayer (1932), junto a más de una docena de revistas y periódicos que fundó y dirigió, entre ellos El Boletín de la Defensa Nacional, a razón de la ocupación militar norteamericana en Honduras en 1924. 

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