De animales y otras criaturas
Selección de Amelia Mondragón
Sobran dedos en las manos al nombrar poetas que hayan derramado tinta en pos de los animales en el milenio que lleva de existir la lengua española. Y sin embargo podemos vanagloriarnos de hablar el mismo idioma en que Juan Ramón Jiménez compuso Platero y yo, Pablo Neruda la «Oda al gato», Antonio Machado «Las moscas», José Emilio Pacheco «El pulpo», y José Watanabe «El topo». Sin embargo, ninguno tan ejemplar, en el estricto sentido de la palabra, como «Los motivos del lobo».
I
EL PULPO
Oscuro dios de las profundidades,
Helecho, hongo, jacinto,
Entre rocas que nadie ha visto,
Allí en el abismo,
Donde al amanecer, contra la lumbre del sol,
Baja la noche al fondo del mar y el pulpo le sorbe
Con las ventosas de sus tentáculos tinta sombría.
Qué belleza nocturna su esplendor si navega
En lo más penumbrosamente salobre del agua madre,
Para él cristalina y dulce.
Pero en la playa que infestó la basura plástica
Esa joya carnal del viscoso vértigo
Parece un monstruo. Y están matando
/a garrotazos/ al indefenso encallado.
Alguien lanzó un arpón y el pulpo respira muerte
Por la segunda asfixia que constituye su herida.
De sus labios no mana sangre: brota la noche
Y enluta el mar y desvanece la tierra
Muy lentamente mientras el pulpo de muere.
José Emilio Pacheco, Los trabajos del mar, 1979-83.
II
BORO
Boro es el niño bestial,
El hijo de las fieras, el joven-lobo
Que creció entre los lobos y está cubierto de pelo.
Boro tiene a lo sumo catorce años.
Su mirada, todos los siglos.
Lo hallamos en el bosque de Sarajevo
Y lo hemos mantenido en pleno estado salvaje
Para cobrar por exhibirlo.
Observen sus colmillos. Vean cómo gruñe.
Aprecien esas unas encorvadas en garras.
Sólo puede comer carne sangrante.
Fíjense en cómo parte a ese corderito
Y se deleita en arrancar sus entrañas.
Boro es el Mal Salvaje, el asesino yacente
Bajo la represión que hace posible
Vivir como vivimos: entre aullidos
Y detrás de las rejas.
José Emilio Pacheco, Circo de noche, de El silencio de la Luna 1985-96.
III
LAS TERMITAS
A las termitas dijo su señor:
Derribad esa casa.
Y llevan no sé cuántas generaciones
De perforar, de taladrar sin sosiego.
Hormigas blancas como el Mal inocente,
Esclavas ciegas y de incógnito:
Dale que dale en nombre del deber,
Muy por debajo de la alfombra,
Sin exigir aplauso ni recompensa
Y cada cual conforme con su trocito.
Millones de termitas se afanarán
Hasta que llegue el día en que de repente
El edificio caiga hecho polvo.
Entonces las termitas perecerán
Sepultadas en la obra de su vida.
José Emilio Pacheco, Miro la tierra (1984-1986)
IV
GATIDAD
La gata entra en la sala en donde estamos reunidos.
No es de angora, no es persa
Ni de ninguna marca prestigiosa.
Más bien exhibe en su gastada pelambre
Toda clase de cruces y bastardías.
Pero tiene conciencia de ser gata.
Por tanto
Pasa revista a los presentes,
Nos echa en cara un juicio desdeñoso
Y se larga.
No con la cola entre las patas: erguida
Como penacho o estandarte de guerra.
Altivez, gatidad,
Ni el menor deseo
De congraciarse con nadie.
Duró medio minuto el escrutinio.
Dice la gata a quien entienda su lengua:
Nunca dejes que nadie te desprecie.
José Emilio Pacheco, El silencio de la luna, 1985-96.
V
FÁBULA DE LA SIRENA Y LOS BORRACHOS
Todos estos señores estaban dentro
Cuando ella entró completamente desnuda
Ellos habían bebido y comenzaron a escupirla
Ella no entendía nada recién salía del río
Era una sirena que se había extraviado
Los insultos corrían sobre su carne lisa
La inmundicia cubrió sus pechos de oro
Ella no sabía llorar por eso no lloraba
No sabía vestirse por eso no se vestía
La tatuaron con cigarrillos y con corchos quemados
Y reían hasta caer al suelo de la taberna
Ella no hablaba porque no sabía hablar
Sus ojos eran color de amor distante
Sus brazos construidos de topacios gemelos
Sus labios se cortaron en la luz del coral
Y de pronto salió por esa puerta
Apenas entró al río quedó limpia
Relució como una piedra blanca en la lluvia
Y sin mirar atrás nadó de nuevo
Nadó hacia nunca más hacia morir.
Pablo Neruda, Extravagario, 1958.
VI
ODA AL PERRO
El perro me pregunta
Y no respondo.
Salta, corre en el campo y me pregunta
Sin hablar
Y sus ojos
Son dos preguntas húmedas, dos llamas
Líquidas que interrogan
Y no respondo,
No respondo porque
No sé, no puedo nada.
A campo pleno vamos
Hombre y perro.
Brillan las hojas como
Si alguien
las hubiera besado
una por una,
suben del suelo
todas las naranjas
a establecer
pequeños planetarios
en árboles redondos
como la noche, y verdes,
y perro y hombre vamos
oliendo el mundo, sacudiendo el trébol,
por el campo de Chile,
entre los dedos claros de septiembre.
El perro se detiene,
Persigue las abejas,
Salta el agua intranquila,
Escucha lejanísimos
Ladridos,
Orina en una piedra
Y me trae la punta de su hocico,
A mí, como un regalo.
Es su frescura tierna,
La comunicación de su ternura,
Y allí me preguntó
Con sus dos ojos,
Por qué es de día, por qué vendrá la noche,
Por qué la primavera
No trajo en su canasta
Nada
Para perros errantes,
Sino flores inútiles,
Flores, flores y flores.
Y así pregunta
El perro y no respondo.
Vamos
Hombre y perro reunidos
Por la mañana verde,
Por la incitante soledad vacía
En que sólo nosotros existimos,
Esta unidad de perro con rocío
Y el poeta del bosque,
Porque no existe el pájaro escondido,
Ni la secreta flor,
Sino trino y aroma
Para dos compañeros,
Para dos cazadores compañeros:
Un mundo humedecido
Por las destilaciones de la noche,
Un túnel verde y luego
Una pradera,
Una ráfaga de aire anaranjado,
El susurro de las raíces,
La vida caminando,
Respirando, creciendo,
Y la antigua amistad,
La dicha
De ser perro y ser hombre
Convertida
En un solo animal
Que camina moviendo
Seis patas
Y una cola
Con rocío.
Pablo Neruda, Odas elementales.
VII
CABALLOS
Vi desde la ventana los caballos.
Fue en Berlín, en invierno. La luz
Era sin luz. Sin cielo el cielo.
El aire blanco como un pan mojado.
Y desde mi ventana un solitario circo
Mordido por los dientes del invierno.
De pronto, conducidos por un hombre,
Diez caballos salieron a la niebla.
Apenas ondularon al salir, como el fuego,
Pero para mis ojos ocuparon el mundo
Vacío hasta esa hora. Perfectos, encendidos,
Eran como diez dioses de largas patas puras,
De crines parecidas al sueno de la sal.
Sus grupas eran mundos y naranjas.
Su color era miel, ámbar, incendio.
Sus cuellos eran torres
Cortadas en la piedra del orgullo,
Y a los ojos furiosos se asomaba
Como una prisionera, la energía.
Y allí en silencio, en medio
Del día, del invierno sucio y desordenado,
Los caballos intensos eran la sangre
El ritmo, el incitante tesoro de la vida.
Miré, miré y entonces reviví: si saberlo
Allí estaba la fuente, la danza de oro, el cielo,
El fuego que vivía en la belleza.
He olvidado el invierno de aquel Berlín oscuro.
No olvidaré la luz de los caballos.
Pablo Neruda, Extravagario, 1958.
VIII
ODA AL GATO
Los animales fueron
Imperfectos,
Largos de cola, tristes
De cabeza.
Poco a poco se fueron
Componiendo,
Haciéndose paisaje,
Adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
Sólo el gato
Apareció completo
Y orgulloso:
Nació completamente terminado,
Camina solo y sabe lo que quiere.
El hombre quiere ser pescado y pájaro,
La serpiente quisiera tener alas,
El perro es un león desorientado,
El ingeniero quiere ser poeta,
La mosca estudia para golondrina,
El poeta trata de imitar la mosca,
Pero el gato
Quiere ser sólo gato
Y todo gato es gato
Desde bigote a cola,
Desde presentimiento a rata viva,
Desde la noche hasta sus ojos de oro.
No hay unidad
Como él,
No tienen
La luna ni la flor
Tal contextura:
Es una sola cosa
Como el sol o el topacio,
Y la elástica línea en su contorno
Firme y sutil es como
La línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
Dejaron una sola
Ranura
Para echar las monedas de la noche.
Oh pequeño
Emperador sin orbe,
Conquistador sin patria,
Mínimo tigre de salón, nupcial
Sultán del cielo
De las tejas eróticas,
Del viento del amor
En la intemperie
Reclamas
Cuando pasas
Y posas cuatro pies delicados
En el suelo,
Oliendo,
Desconfiando
De todo lo terrestre,
Porque todo
Es inmundo
Para el inmaculado pie del gato.
Oh fiera independiente
De la casa, arrogante
Vestido de la noche,
Perezoso, gimnástico
Y ajeno,
Profundísimo gato,
Policía secreta
De las habitaciones,
Insignia
De un
Desaparecido terciopelo
Seguramente no hay
Enigma
En tu manera,
Tal vez no eres misterioso,
Tal vez todos lo creen,
Todos se creen dueños,
Propietarios, tíos
De gatos, compañeros,
Colegas,
Discípulos o amigos
De su gato.
Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
El mar y la ciudad incalculable,
La botánica,
El gineceo con sus extravíos,
El por y el menos de la matemática,
Los embudos volcánicos del mundo,
La cáscara irreal del cocodrilo,
La bondad ignorada del bombero,
El atavismo azul del sacerdote,
Pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
Sus ojos tienen números de oro.
Pablo Neruda, Odas elementales.
IX
UN PLEITO
I
Diz que dos gatos de Angola
en un mesón se metieron
del cual sustraer pudieron
un rico queso de bola.
Como equitativamente
no lo pudieron partir,
acordaron recurrir
a un mono muy competente;
mono de mucha conciencia
y que gran fama tenía,
porque el animal sabía
toda la Jurisprudencia.
—Aquí tenéis —dijo el gato
cuando ante el mono se vió—
lo que este compadre y yo
hemos robado hace rato;
y pues de los dos ladrones
es el robo, parte el queso
en mitades de igual peso
e idénticas proporciones—.
Aquel mono inteligente
observa el queso de bola,
mientras menea la cola
muy filosóficamente.
—Recurrís a mi experiencia
y el favor debo pagaros,
amigos, con demostraros
que soy mono de conciencia;
voy a dividir el queso,
y, por hacerlo mejor,
rectificaré el error,
si hubiere, con este peso.—
Por no suscitar agravios,
saca el mono una balanza
mientras con dulce esperanza
se lame un gato los labios.
—Haz, buen mono, lo que quieras
—dice el otro con acento
muy grave, tomando asiento
sobre sus patas traseras.
II
Valiéndose de un cuchillo,
la bola el mono partió,
y en seguida colocó
un trozo en cada platillo;
pero no estuvo acertado
al hacer las particiones,
y tras dos oscilaciones
se inclinó el peso hacia un lado.
Para conseguir mejor
la proporción que buscaba
en los trozos que pesaba,
le dió un mordisco al mayor;
pero como fué el bocado
mayor que la diferencia
que había, en la otra experiencia
se vió el mismo resultado,
y así, queriendo encontrar
la equidad que apetecía,
los dos trozos se comía
sin poderlos nivelar.
No se pudo contener
el gato, y prorrumpió así:
—Yo no traje el queso aquí
para vértelo comer.—
Dice el otro con furor,
mientras la cola menea:
—Dáme una parte, ya sea
la mayor o la menor;
que estoy furioso, y arguyo,
según lo que va pasando
que, por lo nuestro mirando,
estás haciendo lo tuyo.—
III
El juez habla de este modo
a los pobres litigantes:
—Hijos, la Justicia es antes
que nosotros y que todo.
Y otra vez vuelve a pesar
y otra vez vuelve a morder;
los gatos a padecer
y la balanza a oscilar.
Y el mono, muy satisfecho
de su honrada profesión,
muestra su disposición
para ejercer el Derecho.
Y cuando del queso aquél
quedan tan pocos pedazos
que apenas mueven los brazos
de la balanza en el fiel,
el mono se guarda el queso
y a los gatos les responde:
—Esto, a mí me corresponde
por los gastos del proceso.
Rubén Darío, Espístolas y poemas, 1884.
X
LOS MOTIVOS DEL LOBO
El varón que tiene corazón de lis,
Alma de querube, lengua celestial,
El mínimo y dulce Francisco de Asís,
Está con un rudo y torvo animal,
Bestia temerosa, de sangre y de robo,
Las fauces de furia, los ojos del mal:
El lobo de Gubbio, el terrible lobo!
Rabioso, ha asolado los alrededores;
Cruel, ha deshecho todos los rebaños;
Devoró corderos, devoró pastores,
Y son incontables sus muertes y daños.
Fuertes cazadores, armados de hierros
Fueron destrozados. Los duros colmillos
Dieron cuenta de los más bravos perros,
Como de cabritos y de corderillos.
Francisco salió:
Al lobo buscó
En su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
Enorme, que al verse se lanzó feroz
Contra él. Francisco, con su dulce voz,
Alzando la mano,
Al lobo furioso dijo: --Paz, hermano
Lobo” El animal
Contempló al varón de tosco sayal;
Dejó su aire arisco,
Cerró las abiertas fauces agresivas,
Y dijo: --“”Está bien, hermano Francisco!”
“Cómo! –exclamó el santo, ¿Es ley que tu vivas
de horror y de muerte?
¿La sangre que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?”
Y el gran lobo, humilde: --“ Es duro el invierno,
Y es horrible el hambre! En el bosque helado
No hallé qué comer; y busqué el ganado,
Y en veces comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo, llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las rocas trompas al sordo clamor,
a los animales de Nuestro Señor,
Y no era por hambre que iban a cazar!”
Francisco responde: -- “En el hombre existe
Mala levadura.
Cuando nace, viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia es pura.
Tú vas a tener
Desde hoy qué comer,
Dejarás en paz
Rebaños y gente en este país.
Que Dios melifique tu ser montaraz!”
--“Está bien, hermano Francisco de Asís”.
--“Ante el señor, que todo ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata”.
El lobo tendió la pata al hermano
De Asís, que a su vez le alargó la mano.
Fueron a la aldea. La gente veía
Y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
Y, baja la testa, quieto le seguía
Como un can de casa, o como un cordero.
Francisco llamó a la gente a la plaza
Y allí predicó.
Y dijo: --“He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
Me juró no ser ya nuestro enemigo,
Y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
A la pobre bestia de Dios”. –“Así sea!”,
Contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
De contentamiento
Movió testa y cola el buen animal,
Y entró con Francisco de Asís al convento.
Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
En el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
Y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
Cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando francisco su oración hacía,
El lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
Iba por el monte, descendía al valle,
Entraba a las casas y le daban algo
De comer. Mirábanle como a un manso galgo.
Un día, Francisco de ausentó. Y el lobo
Dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
Desapareció, tornó a la montaña,
Y recomenzaron su aullido y su saña.
Otra vez sintiese el temor, la alarma,
Entre los vecinos y entre los pastores;
Colmaba el espanto los alrededores,
De nada servían el valor y el arma,
Pues la bestia fiera
No dio tregua a su furor jamás,
Como si tuviera
Fuegos de Moloch y de Satanás.
Cuando volvió al pueblo el divino santo,
Todos lo buscaron con quejas y llanto,
Y con mil querellas dieron testimonio
De lo que sufrían y perdían tanto
Por aquel infame lobo del demonio.
Francisco de Asís se pudo severo.
Se fue a la montaña
A buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a la cueva halló a la alimaña.
--“En nombre del Padre del Santo Universo,
conjúrote –dijo--, oh lobo perverso!,
a que me respondas; ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho”.
Como en sorda lucha, habló el animal,
La boca espumosa y el ojo fatal:
--“Hermano Francisco, no te acerques mucho…
yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Más empecé a ver que en todas las casas
Estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
Y en todos los rostros ardían las brasas
De odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
Perdían los débiles, ganaban los malos,
Hembra y macho eran como perro y perra,
Y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
Y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
Todas las criaturas eran mis hermanos:
Los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
Hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fue como un agua hirviente,
Y entre mis entrañas revivió la fiera,
Y me sentí lobo malo de repente;
Mas siempre mejor que esa gente.
Y recomencé a luchar aquí,
A me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
Que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
Déjame existir en mi libertad,
Vete a tu convento, hermano Francisco,
Sigue tu camino y tu santidad”.
El santo de Asís no dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
Y partió con lágrimas y con desconsuelo,
Y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
Que era: “Padre nuestro, que estás en los cielos…”
Rubén Darío, Canto a la Argentina y otros poemas, 1914.
XI
LAS MOSCAS
Vosotras, las familiares,
Inevitables golosas,
Vosotras, moscas vulgares,
Me evocáis todas las cosas.
Oh, viejas moscas voraces
Como abejas en abril,
Viejas moscas pertinaces
Sobre mi calva infantil!
Moscas del primer hastío
En el salón familiar,
Las claras tardes de estío
En que yo empecé a soñar!
Y en la aborrecida escuela,
Raudas moscas divertidas,
Perseguidas
Por amor de lo que vuela,
--que todo es volar--, sonoras,
rebotando en los cristales
en los días otoñales…
Moscas de todas las horas
De infancia y adolescencia,
De mi juventud dorada;
De esta segunda inocencia,
Que da en no creer en nada,
De siempre…Moscas vulgares,
Que de puro familiares
No tendréis digno cantor:
Yo sé que os habéis posado
Sobre el juguete encantado,
Sobre el librote cerrado,
Sobre la carta de amor,
Sobre los párpados yertos
De los muertos.
Inevitables golosas,
Que ni labráis como abejas,
Ni brilláis cual mariposas;
Pequeñitas, revoltosas,
Vosotras, amigas viejas,
Me evocáis todas las cosas.
Antonio Machado (España, 1875-1939). Nuevas canciones, 1924.
XI
EL MORIDERO (PLATERO Y YO)
Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. No serás, descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos –tal la espina de un barco sobre el ocaso grana--, el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan en el coche de las seis; ni hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando salen las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados por los pinares.
Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el ano, los jilgueros, los chamarices y los verderones te pondrán en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo azul constante de Moguer.
Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, 1914.
XII
SONETO XXXVII
A la entrada de un valle, en un desierto,
do nadie atravesaba, ni se vía,
vi que con extrañeza un can hacía
extremos de dolor con desconcierto;
ahora suelta el llanto al cielo abierto,
ora va rastreando por la vía;
camina, vuelve, para, y todavía
quedaba desmayado como muerto.
Y fue que se apartó de su presencia
su amo, y no le hallaba; y esto siente;
mirad hasta do llega el mal de ausencia.
Movióme a compasión ver su accidente;
díjele, lastimado: Ten paciencia,
que yo alcanzo razón, y estoy ausente.
Garcilaso de la Vega, Poesías castellanas completas, 1543.