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  NARRATIVA  

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A talón desnudo
Por América Lainez

Los rayos de mediodía atravesaban la malla del corral con violencia y la calle estaba pálida y vacía, como una almeja abierta tostada en la arena. La mujer en la cocina sentía la piel chamuscarse; la luz entraba de golpe por la puerta que daba al patio, y los ojillos se le entrecerraban como postigos empujados por el viento. 

 

Y pensar que tengo que hacerle la comida a este hombre. A este animal, porque hombre no es. No sé cómo es que han de ser los hombres o quizás todo hombre es un animal. Ya lo creo. Porque solo desgracias traen. Como buitres son. Le chupan la vida a uno, y una vez muertas la siguen chupando. Chupan y chupan. Chupan y chupan. Chupan y chupan.

 

La hoja del cuchillo crujía al caer seca sobre la madera de la mesa y las tiras de cebolla, casi transparentes, se hacían cada vez más pequeñas. 

 

Pero hay animales buenos. Hombres buenos es que no sé si hay. Como el Capitán, ese perro sí que era bueno, cómo nos cuidaba. Qué lástima cómo quedó el Capitán, con las tripas embarradas en los adoquines, la colita y la cabeza separadas del cuerpo. Qué lástima cómo quedamos todos los de esa casa. Arruinados. Mi papa, mi mama, el Capitán, la pobre Lucila y yo. Ay, la Lucila. Cómo quería al Capitán la Lucila. Me la arruinaron a la Lucila. Me la arruinó este animal. Le debería dar machigüe como a los cerdos o veneno como a las ratas, en vez de estar aquí como babosa haciéndole comida.

 

Salió al patio y vio el gallinero. El calor le vibraba como una infección en la cara y en la nuca. Lágrimas diminutas se comprimían ansiosas en los párpados escocidos por la cebolla y por los recuerdos de Lucila. Arruinados todos. 

 

Cómo estará la pobre ahí internada. La hubiera matado mejor, en vez de haberla arruinado. Me hubiera matado a mí también para no tener que vivir con esto. A todos nos hubiera matado. Estaría mejor, no tendría que estar aquí sirviéndole como rey mientras la Lucila está ahí encerrada y perdida. Él aquí comiendo pollo y la Lucila sin querer comer y sin poder hablar. Eso fue lo último que supe, que seguía sin querer comer y que pasaba mudita…

 

Abrió la puerta del corral. Las gallinas se acercaron a ella y la rodearon revoloteando en espera de comida.

 

Yo lo traje. Yo fui. Si yo no lo hubiera traído nada de esto hubiera pasado. Al final yo soy la culpable. Y viviendo aquí pago por eso todos los días. Yo me prometí que la iba a cuidar, cuando nos quedamos sin nadie, mi papa y mi mama en la gloria de Dios, ella solo me tenía a mí y yo no la cuidé, yo no la cuidé, más bien le traje la maldición. Pasaba en su mundo, era como una niña, no sabía nada. Pero yo sí sabía, yo sabía que todos son unas bestias. Ella qué iba a estar pensando en hombres, era como una niña. Fui yo la que trajo la desgracia. La desgracia vino conmigo. Yo traje a ese hombre y al parirle sus hijos engendré más desgracia. Iba a pasar tarde o temprano. Las cosas pasan, no sé por qué pasan, pero Dios las permite. Yo soy la rata que debería tragar veneno. 

 

Empezó a examinar las gallinas una a una, tratando de encontrar a la que sería perfecta. Cinco polluelos perseguían a una gallina blanca y redonda como calabaza. —No, esa no. —dijo para sí, amonestándose. Caminó hasta el fondo del corral. En una jaula, un gallo colorado con la cola como una fuente brillante de plumaje blanco y negro y una costra macilenta en la cabeza la veía con una curiosidad como la de los niños. 

 

Ahí está el tal Rocky. El Rocky. Al único que quiere es al tal Rocky. Lo quiere más que a sus propios hijos. Su mayor orgullo. Que es de la suerte, dice, que le da alegría… ¡Cómo no le va a dar alegría si el Rocky es el que le paga el vicio! Gallitos los dos. Velo, tan feo que es. Esos ojos horribles no le tienen miedo a Dios ni a la muerte. Están acostumbrados a verla de cerca. Que ha matado a tres gallos que eran campeones, dice, que cuando lo ven llegar con el Rocky, los otros hombres tiemblan, dice. Cómo no van a temblar si ven llegar al mismísimo diablo y a su guachimán. Me lo imagino llegando a la gallera, creyéndose la gran cosa. Las botas impecables terminan revolcadas de vómito cuando amanece el domingo tirado afuera de la casa. Ay, esos ojos no los soporto, ve cómo me queda viendo, parecieran ojos de gente. Ni quiera mi Dios. Ese animal no es puro como los otros. Tiene sangre en los ojos, ese espolón lleno de sangre, las uñas llenas de sangre, por donde pasa deja rastro de sangre. 

 

—¿Qué me ves, vos, Satanás? Bien sabés que estoy hablando de vos y por eso me quedás viendo.

 

El gallo, con el cuerpo cuadriculado por el cedazo de la jaula, movía la cabeza de un lado a otro, examinándola, queriendo penetrar sus pensamientos para así comprobar el instinto que le hacía excitar las plumas y aguzar los ojos con angustia. Esa mujer era conocida, le traía comida a diario, le limpiaba todos los días la cuita, iba de arriba a abajo cargando baldes en silencio. Ella, por su parte, empezó a germinar una idea con la misma lentitud con la que el gallo rascaba sus uñas en la tierra. Una idea que estaba ahí desde antes, aunque no se diera cuenta; estaba antes de la aparición del gallo, antes incluso de que ella naciera. Una idea primigenia como los rostros de los antiguos israelitas y de Dios mismo. Dio unos pasos para acercarse a la jaula, abrió la puertecilla de cedazo y agarró al animal, que batió sus alas tratando de liberarse. 

 

Las hojas sepia de los árboles se quedaron quietas de nerviosismo paciente, como quien espera en la audiencia el veredicto de un juicio. El ojo, diminuto y redondo, dilatado como un reloj con las agujas dando vueltas, rojo y palpitante como los calzones ensangrentados de Lucila, seguía abierto y transparente como un pozo. Lucila con los ojos marchitos sentada en cuclillas en un cuarto del hospital, la puerta de la habitación de Lucila con un hueco en lugar de manilla, las botas vomitadas, la leche negra y mala, los hijos malditos, el pico afilado, una corona de plumas y de espinas, las gallinas en pánico, el sol estrellándose en vuelo suicida contra el agua del bebedero, un grito en la casa vecina, un sutil olor a plátano frito, los ladridos estridentes de los perros, el cuchillo golpeando la mesa, Cristo colgado en la cruz, la promesa hecha a orillas de la cama de su madre, la foto de Lucila de niña sonriendo y jugando con el Capitán, los buitres chupan y chupan, chupan chupan y chupan, las ratas tragan veneno, chupan y chupan… 

Cada grano de polvo quedó inmóvil como un fósil. Las piedras hervían hambrientas y los mangos maduros, reventados en el suelo, derramaban doradas lágrimas por Lucila. Una lluvia de plumas rojas, blancas y negras partió en dos la solidez del aire, y la mano que había cargado baldes y alimentado cada mañana y tarde de tantos días se bañó entonces de rocío helado de tumba, enroscándose en el pescuezo de lo que había sido hasta ese instante masa cruda y viva.


Tal vez lo que hago es natural. Tal vez así tiene que ser. Así es esto. Los que tienen más fuerza aplastan la cabeza de los más débiles. Así es la naturaleza. Tal vez esto es lo más natural que he hecho en la vida. Algunos animales tienen más poder que otros y es natural. El Rocky es más fuerte que los otros gallos, pero yo soy más fuerte que él. Y así es la justicia en este mundo. “Porque el Señor ama la justicia y no abandona a quienes le son fieles. El Señor los protegerá para siempre, pero acabará con la descendencia de los malvados”. Ojalá que él así acabe con mi descendencia para cortar este hilo de desgracia y pecado, si yo no los hubiera parido, yo misma los habría matado para que esa semilla no se propague más por esta tierra. Esto que nace ahora en mí no es reciente, se me venía cocinando adentro, lento como un menjunje venenoso. Voy a servirle todo en la mesa, el platito con arroz y guineo, la taza hasta el borde de sopa. Voy a sacar el mantel y voy a ponerlo. ¿Qué le voy a decir? ¿Qué cara le voy a poner cuando se acerque la cuchara a la boca? Me va a decir que le hace falta sal, o tal vez me diga que está sabrosa. Va a agarrar un muslo y a sentirlo duro. Me va a decir que la carne está dura y tiene un gusto raro. Quizá se dé cuenta ahí no más. Quizá se tome la sopa entera y chupe los huesos hasta dejarlos pelados y brillantes y no se entere de nada hasta después, cuando vaya a echarle un ojo al corral. ¿Qué va a hacer después? Ya me imagino esos ojos salidos, inyectados de furia. Se habrá tragado su más grande orgullo y su honor, por glotón. Se va a chupar y chupar su orgullo como un buitre mal muerto que se come a sí mismo. Me va a matar. Me va a matar, pero me da igual. Ojalá me mate como a una rata. Pero yo lo maté primero. Es una cuestión de naturaleza y de justicia divina. Así dice Dios: “Fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; según la lesión que haya hecho a otro, así se le hará. El que mate a un animal, lo restituirá, pero el que mate a un hombre, ha de morir”. Y así va a ser.

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América Lainez (Managua, 1992). Escritora, editora y traductora literaria.

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