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Las literaturas clásicas como arbitrio para obtener la ecuanimidad

Por Amado Nervo

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¿Por qué deben estudiarse las literaturas clásicas?, se pregunta, en el periódico Patria, de la ciudad de Roma, el profesor Neno Simonetti, del Real Liceo di Ipoleto.

Y responde él mismo a su pregunta de esta manera: «Porque poseen una potencialidad eficaz para la inteligencia: educan el sentido del arte y desarrollan la facultad del raciocinio».

Estas literaturas, aunque muertas, tienen un espíritu inmortal, cuando se sabe encontrar su verdadera esencia -en concepto del mismo Simonetti-, y el pensamiento clásico que entrañan es fuente perenne de cultura.

Todo esto es cierto: pero si a mí me preguntasen porqué deben estudiarse, por qué deben leerse cuando menos los grandes autores clásicos, aun en aquellos países como el nuestro en los cuales se ha suprimido la enseñanza del latín, yo respondería que por una sola y capital razón: porque tranquilizan.

Quizá no haya nada tan pedagógico en estos tiempos, nada tan esencial, como tranquilizar el ánimo de la juventud.

La vida moderna llena de vibraciones y de sorpresas, en la que se suceden descubrimientos, teorías, métodos; en la que todo gira vertiginosamente; en la que nada hay aún que pueda decirse definitivamente conquistado; en la que, por último, las especializaciones y divisiones requeridas para el estudio de las ciencias son cada día más numerosas y fatigantes, la vida moderna, digo, está caracterizada por un mal terrible. Por la inquietud. Nos falta el aplomo necesario y volvemos los ojos a todas partes esperando siempre y temiendo siempre algo nuevo que ha de venir.

Han perdido su consistencia nuestros pensamientos, y no es muy indiscutible, que digamos, la finalidad de nuestros actos.

La ciencia empieza a alumbrarnos, presentimos que un día no lejano su fulgor habrá de ser maravilloso: pero ahora, titubeante, si por una parte nos hace adivinar nuevas rutas, por otra nos deja ver lo espeso y desconcertante de las tinieblas que nos rodean.

Añádese a esto lo despiadado, lo cruento de la lucha por la vida; la actividad excesiva a que estamos condenados, la perenne confabulación de viejos y nuevos deseos, la ambición mantenida en las almas por el espectáculo ostentoso del ajeno bienestar, de la ajena riqueza, y piénsese en la suma de inquietud que todas estas circunstancias deben producir en el espíritu moderno.

Ahora bien, la literatura clásica tiene este privilegio: ¡tranquiliza!

Si a San Agustín le hacían llorar las angustias de Dido, de lo cual se acusa con pella, ya converso y devoto, a nosotros los hombres de esta época, tan lejos en todo y por todo del espíritu antiguo, ya aquellas pasiones, aquellas luchas cantadas por los grandes poetas griegos y latinos, no pueden producirnos otra sensación que la de una noble y serena melancolía remota, que la de una suave simpatía dentro de una perfecta ecuanimidad.

Las propias angustias de aquellos tiempos, los propios retorcimientos clásicos, no aciertan a inquietarnos, y dentro de un augusto ambiente penetrado de serenidad veremos siempre las torturas de Laoconte y los dolores de Niobe.

Todos los tormentos, por virtud de los siglos, se han lapidizado, se han vuelto ritmo perenne, línea inmutable, actitud estatuaria... Son para nosotros como una perspectiva de arquitecturas perfectas, hechas con el purísimo maridaje del dórico, del jónico y del corintio...

Parécenos al leer esas epopeyas, o esas anacreónticas, o esas odas, o esos madrigales, esas elegías y epigramas, como si pasásemos, en la paz de una tarde de otoño, por una vía bordada de pórticos, bajo la blancura de marmóreos arcos de triunfo, en los cuales están eternizadas las hazañas de los viejos dioses y de los invictos emperadores.

No hay allí un solo detalle capaz de producir el desconcierto, la emoción aquella, la indecisión. Todo es, por el contrario, bello, grave, perfecto, y a veces luminoso y suavemente triste...

¿Y qué bien nos hace entrar en esa Atenas silenciosa o en esa vía Apia, o vía Flamiuia, donde ya nada se agita, donde los semidioses y los hombres quedan inmovilizados en el instante preciso en que el ritmo de sus formas, de sus miembros, alcanzaba su máxima hermosura y su máxima majestad!

Yo de mí sé decir, que, cuando, después de estos inevitables razonamientos con la vulgaridad necesaria de mi vida y de las vidas de los demás, cuando después de esta perenne lucha cuyo triunfo es inferior al esfuerzo que nos cuesta, me siento desazonado e inquieto, entro con fruición incomparable a estos palacios de mármol, a estas termas apacibles, paso lentamente bajo de estos arcos triunfales que nos cuentan batallas de hace dos mil años; me paseo entre las columnatas de los vestíbulos; me reposo en las graderías de los templos; apaciento mis miradas en las actitudes eternas de las estatuas; veo con amor los graciosos pliegues de sus túnicas que ni modificará ya el andar ni agitarán los vientos; recorro con los ojos amorosos las espirales en relieve de las columnas conmemorativas; reclino mi brazo en las cornisas de los sepulcros; leo los desiguales epitafios de las losas votivas y subo por fin a las santas colinas para contemplar la mansa agonía del sol, que pone tonos de rosa en todos los bronces y tonos de bronce en todos los mármoles...

Y esto que me acontece con la literatura clásica, esta paz, esta quietud, esta ecuanimidad que merced a ella conquisto, no se desdice ni disminuye con lo que se llamó hace algunos años la poesía parnasiana, esa poesía que se preciaba de ser blanca y simétrica como los pintores griegos, perfecta como las estatuas de Praxíteles, de Fidias y de Cleomeno, sin emoción, cual el alma sonriente y armoniosa de un efebo; esa poesía que, como reza el célebre verso de Baudelaire: Odiaba el movimiento que desplaza las líneas, y que pasó por el mundo, lineal, nevada y desdeñosa, mostrando a la multitud atormentada sus magníficas cráteras labradas a cincel y el puro gálibo de sus vasos esbeltos...

Así, pues, dejo a Virgilio, a Horacio y a Homero para leer a Leconte de L'Isle, a Heredia -a estos dos sobre todo- y les debo a tan nobles y blancos maestros tanta serenidad como a los antiguos poetas inmortales.

Fijaría yo, pues, en todo programa de literatura, aun en aquellos que se inspiran en ideas y métodos ultramodernos, la lectura periódica de los griegos y latinos, hecha con amor por hombres de la cultura y del espíritu entusiasta de un Jesús Urueta.

Cuentan que Felipe II solía decir a los harto tímidos familiares o embajadores que se cortaban y temblaban en su presencia:

«¡Sosegaos, sosegaos!».

Esto hay que repetir a la juventud moderna, agitada por todos los vientos, sacudida por todas las vibraciones, desconcertada por incesantes teorías, ensordecida por los mil ecos de la prensa, devorada por tan diversos y punzantes anhelos, y preocupada por la rudeza de los combates que la aguardan:

«¡Sosegaos, sosegaos!».

Y para sosegarse hay dos medios eficaces:

El primero, los juegos atléticos, bien entendidos, sin records, sin matchs, sin vanidad en fin; y el segundo, las lecturas clásicas.

Pero fuerza es insistir: las lecturas clásicas hechas por un buen lector, con entusiasmo y con cariño.

Cuando hace dos años se planteó el problema de estas lecturas en la Escuela Nacional Preparatoria, el señor Sierra opinó, con mucho tino, que debían ser completas. Esos trozos tomados de aquí y de ahí, esas mutilaciones, esas expurgaciones hechas sin ton ni son, con estrechez de criterio, no producían en lo más mínimo el efecto de claridad, de apaciguamiento y de luz, que nos causan los grandes autores. ¡Qué sabor podría tomarse a un canto de la Iliada, o a un acto de las tragedias esquilianas, desarticulados de la obra madre!

La única cosecha de tales lecturas era el tedio.

Se necesita la lectura completa. Claro es que se puede expurgarla, que el escrúpulo bien entendido de un profesor se negará a dar al alumno la idea de apasionamientos y desviaciones de la naturaleza que perturbarían la diafanidad de una conciencia o, cuando menos, prepararían la eclosión de una curiosidad malsana; pero aparte de que en las grandes epopeyas, que es a las que muy especialmente me refiero, no hay por lo general escollos de éstos, se puede, sin alterar la belleza de ciertos pasajes, cuando se tiene un espíritu fino, velar todas estas clásicas miserias! El buen lector, el sugestivo, el amable, el familiar lector, que tiene una voz tibia, pastosa, rica en el registro medio, pródiga en inflexiones: ecco il problema! Un lector así no tiene precio. El os hará sentir toda la divinidad que hay en los grandes griegos y latinos.

Buena traducción y buen lector urgen, pues.

Dificilillas son estas dos cosas, lo comprendo; pero hay que procurarlas.

Buena traducción no sentenciosa, no apelmazada, no enfática (sobre todo no enfática) como algunas que yo conozco. Huir en ella de los largos períodos, no usarlos con suma discreción. La prodigalidad en las cláusulas, en los incisos, en los apartes, en los puntos y comas... voilá l'ennemi!

Estilo fluido, casi ligero, con ciertas gravedades, cuando las pida la majestad del griego, pero sobre todo sonriente y gracioso. Cabe en la tragedia antigua la sombra de una sonrisa, esa sombra de sonrisa que juega aún en los mármoles más atormentados, porque los griegos no comprendieron los grandes dolores de una gran armonía de líneas. Prometeo es bello en su roca. En el mar que lo rodea sonrío el zafiro del cielo: juega la luz en la rosada desnudez de las oceánidas que lo contemplan... Laoconte muestra en sus movimientos un indecible ritmo que nos cautiva, y hay un incomparable embeleso en la actitud de Níobe desolada. Quizá -no me cansaré de repetirlo- es el lector lo más difícil de hallar.

Yo me lo imagino, en primer lugar, con un espíritu cálido, meridional, y querría que fuese un delicioso conversador. La lectura, casi siempre, debe ser, en mi concepto, una conversación que se tiene con uno o varios silenciosos oyentes. Una conversación en que no hay interlocutores. Debe dársele todo el encanto, toda la naturalidad de lo habitual. Debe saberse jugar con las pausas, con la deliciosa expectativa de las pausas, cuando se hacen a tiempo, en los pasajes por excelencia, al borde por decirlo así, de los sucesos capitales afilando de esta suerte el interés y exaltando la curiosidad del auditorio.

Se requieren, pues, un lector así, una traducción así... Pero cuando ambas cosas se han logrado en un establecimiento de educación, creedlo, no habrá mejor tónico para las almas de los alumnos, no habrá mejor equilibrio para sus facultades. Esas lecturas los penetrarán, los saturarán, los vestirán de sosiego, serán en sus espíritus activos e inquietos, como la suave y augusta quietud de un luminoso crepúsculo de septiembre!

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Amado Nervo. De nacionalidad mexicana. Nació el 27 de agosto de 1870 en Tepic, Nayarit. Poeta, narrador y ensayista. Su nombre real era Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz. Descendiente de una familia española que se estableció en San Blas. Su instrucción primaria la realizó en las escuelas de su ciudad natal. Falleció su padre cuando él tenía nueve años, y su madre le envió a un Colegio de Padres Romanos, en Michoacán, que entonces gozaba de cierta fama. En este colegio, y después en el seminario de Zamora, realizó sus estudios preparatorios. Colaboró en la Revista Azul, de Manuel Gutiérrez Nájera. Se relacionó con escritores mexicanos como Luis G. Urbina y Tablada, y con algunos extranjeros como Rubén Darío y José Santos Chocano. Quiso seguir la carrera de abogado y estudió dos años, pero el quebrantamiento rápido de la herencia paterna le obligó a volver a Tepic, donde tuvo que ponerse al frente de lo poco que quedaba para ayudar a su familia, que era numerosa. Formó parte de la redacción de El Universal, El Nacional y El Mundo. Ingresó en el cuerpo diplomático siendo embajador de su país en Madrid (España), y en Montevideo (Uruguay). Escribió cuentos, libros de viaje, ensayos y, sobre todo, poesías reunidas en el libro El éxodo y las flores del camino (1902). Su primera obra, la novela El bachiller (1895), muestra rasgos naturalistas, y en sus primeros libros de poemas, Perlas negras y Místicas (1898), ya aparecen características modernistas. Es en esta época cuando funda la Revista Moderna. Amado Nervo falleció el 24 de mayo de 1919 en el Parque Hotel, en la ciudad de Montevideo, donde residía siendo Jefe de la Misión Diplomática de México en Uruguay. Tenía 48 años.

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